Por Monseñor Ángel María
Ocampo, arzobispo de Tunja
Dos acontecimientos ocurridos en menos de treinta
días, conmovieron hace cincuenta años el espíritu de los colombianos: El primer
centenario de al independencia y la coronación de la Imagen de Nuestra Señora
del Rosario de Chiquinquirá. Notable coincidencia: ambos sucesos tuvieron sus
orígenes dentro del territorio de esta arquidiócesis de Tunja, porque aquí
culminó la campaña libertadora y de aquí vieron salir los apesadumbrados
chiquinquireños, llevada en hombros y entre las aclamaciones de los peregrinos
de toda la República
la amada imagen de su Virgen del Rosario para recibir las honores de la
coronación en la plaza de Bolívar de Bogotá.
Ambos sucesos son la expresión inconfundible del
espíritu idealista y religioso que caracteriza a nuestra raza.
Correspondió, en el que hoy recordamos, coronar la imagen
de Nuestra Señora al entonces obispo de esta Sede, monseñor Eduardo Maldonado y
Calvo.
En aquella hora estuvo reunida, en la plaza de Bolívar
de Bogotá, toda la nación. Era el nuestro, un país tan vasto como desconocido
para los propios colombianos a quienes distanciaba la falta de caminos, de
noticias, de intercambio de ideas y de bienes. Quizás no llegaban a seis
millones sus habitantes, gobernados por varón, como pocos entre quienes han
ejercido, la primera magistratura: don Marco Fidel Suárez, quien personalmente
en representación del gobierno y del pueblo colombiano estuvo presente en la Plaza Mayor de aquella
Santa Fe de comienzos del siglos que no tenía ni remota semejanza con la
metrópoli de hoy. Difícilmente la pequeña ciudad pudo albergar a los numerosos
peregrinos que habían confluido de todas las vertientes para integrar la más
caudalosa manifestación de piedad marina
que hubiera presenciado la república.
Los obispos, que en muchos casos acudieron al frente
de su grey, no alcanzaban el número de veinte. Para usar la misma frase de
Nuestro Señor, se trataba de un pequeño rebaño. Propiamente la coronación de la Virgen de Chiquinquirá fue
el acto final del Congreso Mariano celebrado en aquel año. Sus organizaciones
procuraron que, conforme a lo expresamente dicho por el papa Benedicto XV
cuando bendijo el Congreso y la iniciativa de coronar la imagen de Nuestra
Señora, en la celebración de tan noble acontecimiento, son palabras del Papa,
la piedad interior de las almas debe igualar a la pompa exterior y a la
solemnidad de la asamblea, y las resoluciones tomadas allí, no deben ser
solamente un relámpago que por un poco de tiempo aparece; ni sirva tan sólo
para la ostentación; ni edifiquen para un día, sino que proporcionen
permanentes auxilios e incentivos que fomenten la sólida devoción a la Virgen , despierten la fe
ayuden a la práctica de la vida cristiana (Cfr. El Mensajero de Corazón de Jesús, julio de 1919. pps 280 y 290).
En aquel escenario, todo estuvo previsto, en las modestas
posibilidades de la época. La prensa hizo comentarios que informaron a los
ausentes y constituyen hoy parte de la historia mariana del país. La fe de
nuestro pueblo era ingenua, la vida sencilla, amable, sin ambiciones y
aspiraciones extraordinarias.
El panorama de hoy es tan distinto, que no logramos
imaginar siquiera cómo han ocurrido tan profundos cambios. Somos un pueblo
unido por todos los medios modernos de comunicación: mientras las ceremonias de
la coronación fueron escuchadas apenas por quienes las vieron, las que hoy
celebramos, pueden oírse y verse dentro y fuera del país. Hemos conocido
nuestra propia patria, buscamos caminos nuevos, creamos industrias, crece la
población, todo con un empuje que no da tregua y que deja atrás las
estadísticas más avanzadas.
Pero cabe preguntarse; y en medio de todo es vértigo
que no se detiene jamás, ¿dónde quedó la fe? ¿Dónde las esperanzas de Benedicto
XV puestas en que las solemnidades tuvieron más resonancia espiritual que
aparente?
Creo que también debemos ser optimistas después de
haber vivido los días del Congreso Eucarístico Internacional del año pasado. La
fe habló entonces; casi no era fe lo que vivimos y vimos, porque se podía ver,
se podía palpar físicamente. El progreso material no se ha convertido en
materialismo degradante en su
dialéctica inexplicable, sino que nuestro pueblo, en su esfuerzo diario por
salir de al pobreza, por buscar horizontes nuevos, no ha perdido de vista a
Dios a quien es capaz de reconocer y de adorar por encima de los edificios y
del humo de las fábricas.
No ha sido el menos importante de los factores que han
determinado la permanencia de la fe en nuestro país el amor característico de
los colombianos a nuestra Reina y Madre, la Santísima Virgen.
Quienes tenemos la responsabilidad de velar por el
rebaño de Cristo jamás podremos agradecer, como es debido, la ayuda palpable
que en nuestra tarea, recibimos a diario de Nuestra Señora. No podía ser de otro modo, porque Ella – como
nos enseña el Concilio Vaticano II-. Concibiendo a Cristo, engendrándolo,
alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo
cuando moría en la cruz, cooperó de modo enteramente singular a la obra del
Salvador con la obediencia, la vida sobrenatural de las almas. Por eso es
nuestra Madre en el orden de la gracia (L.G. nro16).
Tan consoladoras enseñanzas, llevaron al sumo
pontífice a deducir las más profundas consecuencias sobre la misión de la Santísima Virgen
en la Iglesia. Por
que si ella es nuestra Madre y nosotros somos el pueblo de Dios, vale decir la
iglesia, con todo derecho pudo proclamar a María Santísima, Madre de la Iglesia , es decir, Madre
de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman
Madre Amorosa y “queremos, dice el Romano Pontífice, que de ahora en adelante
sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con gratísimo título”.
Se trata de un título que no es nuevo para la piedad
de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, con preferencia a
cualquier otro, los fieles y la
Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María: En verdad
pertenece a la esencia genuina de la devoción mariana, y hallan su
justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo encarnado.
La divina maternidad es el fundamento de su especial
relación con Cristo, y de su presentencia en la economía de la salvación
operada por Él, y constituye además el fundamento principal de las relaciones
de María con al iglesia, por ser Madre de Aquel que, desde el primer instante
de la encarnación en su seno virginal, se constituyó en cabeza de su Cuerpo
Místico, que es la Iglesia.
María , pues como Madre de Cristo, es Madre de todos los
fieles y de todos los pastores, es decir, de la Iglesia.
Nuestra confianza se aviva y confirma aún más
considerando los vínculos estrechos que ligan al género humano con nuestra
Madre Celestial. A pesar de la riqueza maravillosa en prerrogativas con que
Dios la honró para hacerla digna Madre del Verbo Encarnado, está muy próxima a
nosotros, y, por tanto, hermana nuestra con los lazos de la naturaleza, es, sin
embrago, una criatura preservada del pecado original en virtud de los méritos
de Cristo, y que a los privilegios obtenidos suma la virtud personal de un fe
plana y ejemplar que le hace merecer el elogio evangélico: “Bienaventurada
porque has creído”.
Somos, pues, no solo el termino, sino hasta cierto
punto, el origen de este título conferidos en provecho nuestro a la Madre de Dios, porque así
adquiere mayor plenitud su misión de Madre de los hombres, de todos
ciertamente, pero sobre todo de los pobres, de los que sufren, de los que
todavía son capaces de esperar de Ella mucho más que de los poderosos de este
mundo.
Todos ellos tienen, en este momento, en su labios
trémulos por la emoción una plegaria tan llena de confianza que nadie se la
puede arrebatar. Yo querría poseer en esta hora el carisma de poder decir con
mi voz lo que quieren expresarle cuantos han llegado hasta aquí con grandes
sacrificios quizá, y los que tuvieron que hacer el más grande aún de permanecer
en su hogares, cuando su deseo era estar junto a su Patrona.
Son las gentes bondadosas de nuestro pueblo que
todavía tienen voz para venir a expresar ante su imagen. Virgen María, en las
notas dulces de una guabina, el dolor, la esperanza, la alegría y la angustia
de los que tienen tanto más derecho a forjar un futuro de progreso, tanto más
auténtico, cuando más sincera es su fe.
También están aquí los labriegos de nuestros campos.
Ellos te dicen que, entre el sudor de su trabajo y su pobreza, esperan que seas
tú quien al velar por su cosechas, veles también porque una sociedad justa y
cristiana reconozca al campesino los sagrados derechos de quien es persona
humana.
Recibe, además, la plegaria del obrero, servidor de la
patria, quien tiene fe en que su trabajo lo dignifica, como dignificó a tu
esposo y a su Hijo, y comprende que ofrecértelo a Ti, es prenda de redención y
esperanza.
Pero acepta, sobre todo, la oración de la familia
cristiana, célula fundamental de la sociedad, del orden, de la civilización,
sometida como nunca al embate continuo de las más insidiosas tentaciones. Nadie
como ella necesita de tu protección y acaso necesite compartir también tus
dolores para aprender cuán cierto es “que la familia que reza unida permanece
unida”.
Y entre las plegarias familiares, cómo no recordar
aquí la más bella, la que más le agrada, la que todos aprendimos desde niños en
el regazo de nuestra madres, cuyo nombre ni siquiera es menester recordarlo
porque vemos entre tus manos el Santo Rosario, la guirnalda con que te
obsequiamos cada día desde los hogares más apartados de nuestra montañas, hasta
los de las grandes ciudades, centenares de miles de familias. Y ya que este
Rosario en familia es de tu agrado, te pedimos, Señora, no permitas que el
ambiente de modernas renovaciones pueda disminuir esa consoladora y dulce
plegaria hogareña. Para Nosotros tiene el doble mérito de ser la oración
predilecta de la Iglesia
para honrarte, y también la más indicada para que te invoquemos los colombianos
ya eres LA VIRGEN DEL
ROSARIO DE CHIQUINQUIRÁ.
Quiero en este momento expresar mi gratitud de pastor
a la benemérita comunidad dominicana. Durante siglos ellos han sido los
guardianes de tu santuario. Gracias a su iniciativa, hoy podemos llamarla Reina
de Colombia. Ellos valiéndose de tu devoción, han difundido por todo el país,
fieles a la herencia de su santo fundador, la práctica del Santo Rosario.
Para ellos, Virgen Bendita de Chiquinquirá, imploramos
tu intercesión a fin de que continúe incrementándose tu gloria mediante el
esfuerzo perseverante de estos hijos, cuyo amor a ti, es la más elocuente de
sus predicaciones.
No olvides, en esta hora de plegarias comunes, a
quienes el dolor retiene en los hospitales o en sus casas. Comprendemos que tú
estás allí junto aquellos para consolarlos porque eres la salud de los enfermos,
y sabemos que aunque no están aquí, comparten con nosotros, mejor que ninguno,
las consolaciones espirituales que estamos viviendo.
Del Corazón traspasado de tu Hijo, alcanza, Señora, y
Madre nuestra, torrentes de misericordia y de gracia para aquellos otros hijos
tuyos que en las prisiones esperan una voz amiga, una caricia maternal de las
que sólo tú sabes dispensar, una palabra comprensiva que les muestre un camino
nuevo de regeneración.
A los pecadores, hazles sentir que también a ellos los
espera en la casa paterna el Padre Celestial y que tú serás el refugio, la
madre bondadosa con que no contó el hijo pródigo para apartarse de sus
desvaríos.
Esta plegaria universal tiene sus acentos más
dramáticos en la voz de los jóvenes. En el núcleo vital más numeroso y
esperanzador de la humanidad. En sus espíritus como en tierra nueva, brotó con
más pujanza que en ninguna otra, la semilla que el Sembrador Divino esparció
por el campo de la Iglesia
durante el Concilio Vaticano II. En ellos ha adquirido fuerza de tempestad el
Espíritu
Renovador que ha descendido desde el cielo.
Son ellos jóvenes sacerdotes, dispuestos a los más
rudos sacrificios como jefes natos del pueblo de Dios. “Con tal de que Cristo
sea predicado”. Jóvenes religiosos y seminaristas, laicos universitarios, la
muchachada obrera y campesina, cuya inconformidad no tolera verse por más
tiempo detenida ante barreras que desean demoler para que no obstaculicen la
gracia de Dios.
Existe, no obstante, el peligro – Tú lo sabes mejor,
Madre y Señora- de que tus preciosas fuerzas se disgreguen o lleguen a producir
estragos funestos. Tú, que eres el trono de la sabiduría, no permitas que se
desvíe del camino de la verdad, de la justicia, de la caridad y de la paz.
Nuestra oración quedaría incompleta si no llevara
también el eco de las plegarias de quienes soportan el peso del día y del
calor: las autoridades que deben guiarnos a fin de que los problemas sofocantes
de la hora sean resueltos, con una eficacia tan prudente, que no produzca
traumatismo de peores consecuencias que las que ya vivimos y con soluciones no
tan lentas que enerven la vivaz sicología juvenil.
Ellos han acatado con sinceridad las enseñanzas de la
iglesia hasta el punto de que nuestro primer mandatario pudo expresar, a la faz
de todas las naciones, su justa complacencia al comprobar que sus puntos de
vista sobre los problemas sociales coincidían con los planteamientos que el
Santo Padre hizo en el inolvidable campo de San José en Mosquera.
Escucha finalmente, las súplicas de todo el clero y el
episcopado, para todos, pero para nosotros más que nadie y más que nunca, ha
sonado la hora de los grandes testimonios, de los sacrificios y de las
decisiones trascendentales. Son días difíciles, sin tregua; el horizonte se ha
visto ensombrecido en varias ocasiones, porque renunciar al egoísmo aceptar con
todas sus consecuencias nuestra vocación de servicio, renovar nuestra mente sin
contaminaciones ligeras, sin reservas injustificadas, conservar puro y
sobrehumano el corazón para que la caridad de Cristo llegue hasta los confines
de la tierra, resulta ingrato al hombre débil, y la fatiga nos hace sentir la
falta de fuerzas para escalar la cima de las bienaventuranzas que tú encarnaste
con tu vida ejemplar.
Necesitamos de tu aliento para los grandes
renunciamientos y las grandes decisiones, porque desde los días de la Anunciación tu
espíritu se templó para los grandes sacrificios y jamás conociste las
decisiones mediocres.
Confiamos en tu sabiduría para no sacrificar nada de
cuando coopera al bien de todos, a fin de que el amor y la caridad – respetando
los derechos de todos- produzcan como fruto de renovación verdadera, una
igualdad humana entre los hijos de Dios,
una proximidad más real entre los hermanos, una personalidad desarrollada, no
mediante el artificio fatuo del mal entendido paternalismo o el desahogo
malsano de la barbarie y de los vicios, sino en un ambiente creado por el
trabajo, la cooperación, la generosidad capaz de construir hogares en los que
se respire la vida y la gracia de Dios, en donde nazcan y se formen colombianos
que muestren con orgullo, en su propia persona, que son la obra cumbre de la
creación visible, que se deja redimir por Cristo y coopera con Él para la
redención de su semejantes.
Ante las angustias del momento, tú nos diriges tal vez
una mirada compasiva, porque ni siquiera sabemos cuánto es tu poder de súplica
y no hemos vivido más que nuestras propias crisis. Tú, en cambio las conoces
todas. Fuiste testigo personal de las primeras vicisitudes del Iglesia
naciente. Viste las pequeñeces de los discípulos trabados en discordias ajenas
a cuanto tu Hijo les había enseñado; presenciaste la más horrenda de las traiciones:
los hombres hemos sido siempre así.
Pero la iglesia de la que has sido siempre Madre, ha
sorteado todos, los escollos y ha salido renovada de las circunstancias más
difíciles, purificada sin mancha ni arruga, agradable a Dios, más semejante a
ti, en quien ha alcanzado ya su perfección.
Por eso, para recordar cuanto ha ocurrido a lo largo
de este medio siglo, nos hemos congregado hoy junto a tu imagen, para meditar
piadosamente y llenos de reverencia, penetrar más a fondo en el soberano
misterio del Verbo hecho hombre en tus entrañas y revisar nuestras vidas e
implorar tu intercesión, a fin de que tu vida sea el ejemplo permanente de
aquel amor maternal con que es necesario que estemos animados todos aquellos
que, en la misión apostólica de la
Iglesia , cooperamos a la regeneración de los hombres ( L.G.
65).
Al regresar esta tarde a nuestros hogares y a nuestro
diario que hacer, llevaremos un motivo más de alegría: haber contemplado otra
vez la serena bondad de tu rostro, que nos inspira valor, y nos ofrece
seguridad para mirar hacia el futuro, porque llevamos en el alma la confianza
de que rogarás por nosotros los pecadores todos los días: ahora y en la hora de
nuestra muerte. Amén.
Tomado de la Revista Regina Mundi nro 29
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