“Porque me devora el celo de tu
templo”
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
A la mitad de la Semana Santa, la Ciudad Promesa mostró diferentes rostros
que narraron historias desatadas por una necesidad orante.
Miércoles, 17 de abril de 2019
La Patrona
Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá permanecía en un recogimiento
sacro. Su bello rostro de doncella y madre no reflejaba la dicha encendida de
aquellos amorosos días decembrinos. Ella, en su sencillo traje de sobrios
trazos renovados, se inclinó sobre su Jesús desolada. Estaba en una delicada
contemplación de los inminentes misterios del triduo pascual. Solo escuchaba
los latidos de su Hijo con sus ecos de calvario. La profecía de Simeón seguía
vigente: La espada de dolor atravesaría a su corazón colombiano.
Los peregrinos
Marchaban sudorosos, fatigados y trasnochados. Eran casi un centenar de
jóvenes, mujeres y abuelos que andaban en fila con distancias de trocha entre
ellos. Los andariegos llevaban 14 horas sin tregua desde Villapinzón
(Cundinamarca) hasta la Villa de los Milagros. Sus voces tenían acentos de
inmensidad. Descendieron el Alto de la Palestina y les quedaba el último trecho
para llegar al trono de Nuestra Señora. El cansancio agotador los impulsaba con
más ímpetus en su travesía final. Ellos cargaban en sus mochilas la herencia de
sus mayores. Las venas enredadas en los
bordones traían la certeza de volver a la casa de María. Promesa cumplida. Que vivan
los infantes de la camándula.
Los venezolanos
Los hijos de la república hermana colonizaron de miseria la mitad de la
calzada de ingreso a la capital religiosa. Se ubicaron a las afueras del casco
urbano. Pedían, por caridad, un plato de sopa. Gritaban de hambre. Sus hijos de brazos dormían amarrados en trapos
sucios. Los desplazados por el crimen del comunismo, verdugo de la vida, exponían
toda la amplitud de su desventura desfallecida en el exilio. La intimidad de su
macabro episodio los envolvía en un manto de angustia errante. Era el vía
crucis impuesto por un delito político al bravo pueblo.
Las autoridades
Los guardianes de la nacionalidad, los héroes de la bandera, establecieron
frente al Batallón Sucre un retén donde no se registró el vehículo, ni se pidieron
documentos, ni se revisaron los antecedentes de los pasajeros. La parada
obligatoria fue una bienvenida de alegrías abiertas. Soldados, policías y
civiles saludaron al foráneo con cantos y vítores. La fiesta sorpresa culminó
con la entrega, por parte de un agente del orden, de un volante que decía: “Chiquinquirá (Boyacá) somos la Capital Mariana de
Colombia. Cuna del caballo de paso fino colombiano. Cultura. Gastronomía.
Tradición. Artesanías. Ecoturismo y mucho más”.
La puridad dulce de la urbe está en ese “mucho más” que es inabarcable para
el alma.
Los frailes
Los padres dominicos atendieron los oficios litúrgicos de la santa misa con
la pulcritud moral de la Orden de Predicadores. Los clérigos entregaron la luz
y el consuelo del Dios humanado que, en los brazos de la Virgen Morena, recibió
a los promeseros que caminaron de rodillas. Las preces de hinojos trazaron el
sendero de la tradición. En sus manos una sarta de cuentas desgastada alumbró
una crónica que superó los cuatro siglos de un desfile de fieles.
Los turistas
Los excursionistas de los lares propios y las comarcas remotas miraron
asombrados a la basílica de la Santísima Virgen a la que llamaron “catedral”.
Los rodeaba las muchedumbres que no pudieron aplacar su sed de acción de
gracias. Los del asueto se fueron con su afán por buscar el restaurante típico,
el hotel acogedor y la comodidad del paisaje enardecido por el casto verdor. El
paseo se mezcló con las fotografías y las inagotables avemarías.
Los anónimos
La gente que no pregunta se reunió en el Pozo de la Virgen. Allí dejaron
peticiones escritas en una pequeña libreta sobre el atril de piedra, a la
entrada del antiguo acceso. Otros depositaron, sobre los cuadros, los
artefactos de zamak llamados “milagritos” acompañados de la irrevocable certeza
de su fe.
El monitor, que trasmitía en video la noticia del suceso, estaba apagado.
Nadie ilustró a ese clan. El sitio donde la chispa de la maravilla inició su
inagotable incendio de prodigios invitó al visitante a entrar en un silencio suplicante.
Los amigos
El capítulo de la confraternidad se escribió con tintas de tagua sobre las cuerdas
del tiple y las páginas de la poesía. La ternura boyacense, esencia del terruño,
se expresó con un: “hola sumercé, pero qué milagro es verlo”. El abrazo cálido
se rodeó con los acordes de la guabina chiquinquireña. Las delicias del
encuentro se volvieron abrazos y parabienes.
El adiós no existió en la despedida porque el horizonte iluminó el regreso
con una súplica a la Virgen: “ruega por nosotros pecadores, que se unió al grito
de un vendedor que ofrecía incienso, mirra y áloe.
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