Detalle Virgen de la Peña. Foto Julio R. Castaño R. |
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Dignare
me laudare te, Virgo sacrata: da mihi virtutem contra hostes tuos”
Nuestra Señora de la Peña, Patrona de Bogotá, cumplió 334 años de recia fidelidad
por la urbe de los Andes. Su figura de roca viva es el modelo soberano de las
estatuas en un ejercicio de predicación inmutable.
La voz de la escultura les habló a los siglos espléndidos con un lenguaje
de lajas. Su acento tronó desde las colinas hasta los latidos de la eternidad
donde sus ecos de misionera resuenan sin tregua.
María Santísima de la Peña sostiene a un Niño Jesús que toma de las manos
de san José el fruto del granado. El símbolo representa al Nuevo Reino de
Granada, la nodriza de Colombia, a quién el aprendiz de carpintero ordenó:
“…No tembléis ni temáis; ¿no lo he dicho y anunciado desde hace tiempo?
Vosotros sois testigos; ¿hay otro Dios fuera de mí? ¡No hay otra Roca, yo no la
conozco!” (Isaías, 44-8).
La respuesta de la feligresía, mezcla extraña de campesinos y cívicos, fue subir
a la iglesita para la misa dominical. La gente rezó sus preces apoyada en su
prodigiosa herencia de bautizada:
“…Pues ¿quién es Dios, fuera del Señor? ¿Y quién es roca, sino solo nuestro
Dios? (2 Samuel 22-32).
Los estudiantes del vecino Seminario Redemptoris Mater contestaron, junto
al altar del templo:
“…Se acordaban de que Dios era su roca, y el Dios Altísimo su Redentor.
(Sal 78-35).
El silencio manaba de las conciencias de los fieles que aún ignoran el
tesoro heredado por la castellana Santafé de Bacatá. La conversación de María
de la montaña, con su amada ciudad, continuó la plática con los forasteros.
La audacia de ciertos peregrinos venció el miedo de ascender por las
escaleras, cemento o piedra, según el lado escogido para trepar la loma de Los
Laches. La acción musitó sus preguntas.
“…A Dios, mi roca, diré: ¿Por qué me has olvidado? ¿Por qué ando sombrío
por la opresión del enemigo?” (Salmo 42-10).
La coral de la capilla respondió complaciente. Los coristas entonaron sus
melodías al Creador:
“…Tendréis cánticos como en la noche en que celebráis la fiesta, y alegría
de corazón como cuando uno marcha al son de la flauta, para ir al monte del
Señor, a la Roca de Israel. (Isaías 30-29).
La fiesta litúrgica se vertió sobre los privilegiados, los pobres del
arrabal. Los humildes acudieron con fervor a la casa del Señor, escuela de
María. Al volver a sus moradas llevaron un Evangelio sin opiniones, modas ni
aspavientos.
La mayoría de los vecinos del barranco levantaron barricadas contra la gracia.
La barriada se desperdigó en la búsqueda de una ideología política que la salvara
del rigor de la pobreza.
“Come Jacob, se sacia, engorda Yesurún, respinga, - te has puesto grueso,
rollizo, turgente -, rechaza a Dios, su Hacedor, desprecia a la Roca, su
salvación”. (Deuteronomio 32-15).
La minoría pervive bajo la rutina del pastoreo. Las laderas famélicas nutren
a los rumiantes que mordisquean briznas de kikuyo de la sierra. El ambiente
campestre retornó a la rusticidad propia de los mayorales. Los bordones
desgastados, sus sombreros raídos y su pecho arropado por el abrigo del macho,
la ruana, les devolvieron la razón de los labriegos. La herencia de las buenas
costumbres les indicó santiguarse respetuosamente cuando transitaban con sus
ganados por el frente del templo. Sus bocas repitieron lo aprendido en las
clases de catecismo para adultos:
“…No hay santo como el Señor; en
verdad, no hay otro fuera de ti, ni hay roca como nuestro Dios”. (1 Samuel 2-2).
La caminata siguió su andar acompasado por las crestas de las veredas. Las jaurías
de gozques sarnosos intentaron, con sus ladridos agudos, espantar a los becerros
que bramaron ariscos. La recua de bestias eligió la ruta con la adecuada
parsimonia de los vacunos. Nada los inquietó en su lenta trashumancia, excepto
un lote de borregos mugrientos que vagaba, como ovejas sin pastor, por entre
los matorrales de la quebrada. Los animales abrevaron de esas aguas frescas
cuyo caudal corría agreste y cristalino.
La arriería se topó con la tarde vestida de sombras paramunas. La armonía
bucólica se desprendió veloz de la ermita de la Peña Vieja. El crespúsculo cayó
a los precipicios con vértigo vespertino.
“Por eso, así dice el Señor Yahveh: ‘He aquí que yo pongo por fundamento en
Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental: quien tuviere fe en
ella no vacilará”. (Isaías, 28-16).
La paz colonial volvió a dormir sus sueños de antaño. El bello clan de
Nazaret reposó en su camarín con la serenidad de sosegar al Bogotá desmesurado.
La capital escribió sobre el derrotero de sus afanes la cotidianidad de una
jornada laboral. Eran los sentimientos de sus ímpetus fatigados. Nadie miró al
cerro donde vive la capillita blanca. En su interior, la mujer vestida de
piedra arrulló a Dios indefenso ante la indiferencia exacerbada de sus queridos
raizales. Los brazos de María Inmaculada sostienen al Redentor de una patria heroica.
“El Señor es mi roca, mi baluarte y mi libertador; mi Dios, mi roca en
quien me refugio; mi escudo y el cuerno de mi salvación, mi altura
inexpugnable”. (Salmo 18-3).
Las mujeres regresaron a esas breñas urbanizadas por la desesperación del
desarraigo. Ellas aferraron nerviosas sus camándulas de tagua, una avemaría a
flor de labios y el miedo entre los bolsos. Los atracadores del sector no saltearon.
Sus fechorías, en el centro histórico de la Candelaria, son de miércoles a sábado,
horario de forajidos.
Las señoras olvidaron los códigos de la periferia y esquivaron presurosas
la denominada: “Calle de la muerte”. Miraron hacia los aposentos de su
Virgencita de la Peña y la Hija de Sión les recordó la certeza vital del
retorno por el buen camino.
“Confiad en Dios por siempre jamás, porque en Dios tenéis una Roca eterna”.
(Isaías, 26-4).
El amanecer retornó más temprano a los parajes de arriba, muy al filo del
risco tenebroso. Las ventiscas del Oriente inclinaron las nubes adheridas al
lábaro de hierro. El grito de la cruz anunció a la Metrópoli:
“…Cuán recto es el
Señor, mi roca, y no hay injusticia en Él. (Salmo 92-16).
Los hijos del rincón mariano, un tanto privilegiados, dejaron sus huellas
sobre la hierba húmeda. Olía a eucalipto y a chusque silvestre. El deleite de
los ojos buscó sobre el horizonte las campanas de la espadaña. Los tañidos les
indicaron la liturgia de las horas, oficio de prima, entre las sendas de los
arbustos.
“…Para el director del coro. Salmo de David. En ti, oh Señor, me refugio;
jamás sea yo avergonzado; líbrame en tu justicia. Inclina a mí tu oído,
rescátame pronto; sé para mí roca fuerte, fortaleza para salvarme. Porque tú
eres mi roca y mi fortaleza, y por amor de tu nombre me conducirás y me guiarás”.
(Salmo 31:1-3).
Los lugareños recitaron en honor del fiat de Nuestra Señora de la Peña: “La piedra que desecharon los constructores ha llegado a
ser la piedra angular”. (Salmo 118-22).
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