Por Julio Ricardo Castaño
Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
Nuestra Señora de la Peña pagó con sus alhajas el derecho
de reinar sobre Bogotá. Sus propiedades han sido robadas, profanadas,
amenazadas, mutiladas, desamortizadas y olvidadas. Son 334 años de estupor. Es
el precio de vivir en la loma, cerca del miedo.
El santuario de los extramuros capitalinos sufrió desde
la Colonia el rigor martirizante de lo sagrado. Los cachacos ignoraron a su Alteza
Real, la Virgen santafereña y granadina, con un desdén lóbrego.
La amnesia, que impregna a sus prodigios, no borró la ruta de los ladrones.
Ellos se trastearon los tesoros del arte y la memoria. Los expedientes de las
denuncias alimentaron a los insectos bibliófagos. ¿Sino hay que robar para qué
volvieron?
Palacio
de su majestad, la Reina de la Peña. Foto J.R.C.R.
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La página nocturna cierra el telón del firmamento y abre
el concierto del impulso a lo inexplicable. La mística cristiana y los puñales se
funden en los feudos marianos para arremeter en un duelo de luna llena. La
Virgen María y su familia fueron testigos de una historia de bandidos. Las
sombras codiciaron el encuentro. Los dos rufianes se citaron en la puerta del
templo. Se miraron torvos e iracundos. Bufaron su odio letal e insaciado. El reto incluyó la regla del arrabal: “al
guapir”. Lucha vigorosa y sin cuartel. “El patecabra” se desenfundó en un lance
relámpago. Se esquivó el corte con un brinco acrobático. Cargaron con las
cachas empuñadas. La brega atacó feroz. La rutina de la pendencia la esquivó
brutal. El lírico temblor de los contrincantes anunció con estupor el imperio
de la ira.
Vociferaron epítetos denigrantes. El denuesto era la
bandera del territorio poseído. El coraje del lance imploró un débil descanso
para la tragedia. La razón viril del combate se escribió a fuego. Faltaba la
sangre, su brote al vaivén de las formas destazadas.
Saltaron, gimieron y eludieron el corte artero. La danza del
círculo mortal se agotaba. Se toreaba a la muerte con la desfachatez del circo.
Los golpes sonaban alucinantes. La rabia babeaba el fragor de la reyerta. Sus
juramentos resultaron indisolubles. El brazo estiró su hoja criminal en macabro
brillo. La punta cruel clamaba por mutilar. La táctica escribió su posesión
peligrosa. La materia enardecida ardía por sentir el espasmo del vencido. Los rugidos
de la furia vociferaron el drama. La bronca perversa de los hampones alebrestó
sus ardites. Chocaron los aceros afilados con el brío de las chispas.
La fuerza se extinguió en su ritmo irredimible. La tregua
sería el reguero de sangre, senda del sepulcro. El revuelo enconado, por gracia
de la esgrima criolla, brindó sus maldiciones. La fatiga entregó la fisura del
error. El código delictivo ordenó lancear en forma frenética de golpe de
martillo, de arriba hacia abajo. La daga invicta rasgó el aductor mayor. El
alarido se lo llevó el viento. El carmín arrebatado tiñó la tierra. El musculo sangrante lo volvió una presa.
Vencido y de rodillas exclamó: “Virgencita de la Peña, ayúdame”. “Reina del
Cielo, sálvame". Alias la Mosca se alejó renqueando y musitó: “Dios te salve,
María…” no terminó la oración hasta que lo suturaron en el Hospital del Guavio.
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