San Bernardo de Claraval (1090-1153). Cisterciense, Doctor de la Iglesia.
1. Subiendo hoy a los cielos la
Virgen gloriosa colmó, sin duda los gozos de los ciudadanos celestiales con
copiosos aumentos, pues ella fue la que, a la voz de su salutación, hizo saltar
de gozo a aquel que aún vivía encerrado en las maternas entrañas. Ahora bien,
si el alma de un -párvulo aún no nacido se derritió en castos afectos luego que
habló María, ¿cuál pensamos sería el gozo de los ejércitos celestiales cuando
merecieron oír su voz, ver su rostro y gozar de su dichosa presencia? Mas
nosotros, carísimos, ¿qué ocasión tenemos de solemnidad en su asunción?, ¿qué
causa de alegría, qué materia de gozo?
Con la presencia de María se ilustraba todo el orbe, de tal suerte que aun
la misma patria celestial brilla más lucidamente iluminada con el resplandor de
esta lámpara virginal. Por eso con razón resuena en las alturas la acción de
gracias y la voz de alabanza, pero para nosotros más parece debido el llanto
que el aplauso. Porque ¿no es, por ventura, natural, al parecer, que cuanto de
su presencia se alegra el cielo otro tanto llore su ausencia este nuestro
inferior mundo? Sin embargo, cesen nuestras quejas, porque tampoco nosotros
tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos aquella a la cual María
purísima llega hoy. Y si estamos señalados por ciudadanos suyos, razón será
que, aún en el destierro, aún sobre la ribera de los ríos de Babilonia, nos
acordemos de Ella, tomemos parte en sus gozos y participemos de su alegría,
especialmente de aquella alegría que con ímpetu tan copioso baña hoy la ciudad
de Dios, para que también percibamos nosotros las gotas que destilan sobre la
tierra. Nos precedió nuestra reina, nos precedió, y tan gloriosamente fue
recibida, que confiadamente siguen a su Señora los siervecillos clamando:
Atráenos en pos de ti y correremos todos al olor de tus aromas. Subió de la
tierra al cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia,
trate los negocios de nuestra salud devota y eficazmente.
2. Un precioso regalo envió al cielo nuestra tierra hoy, para que, dando y
recibiendo, se asocie, en trato feliz de amistades, lo humano a lo divino, lo
terreno a lo celestial, lo ínfimo a lo sumo. Porque allá ascendió el fruto
sublime de la tierra, de donde descienden las preciosísimas dádivas y los dones
perfectos. Subiendo, pues, a lo alto, la Virgen Bienaventurada otorgará
copiosos dones a los hombres. ¿Y cómo no dará? Ni le falta poder ni voluntad.
Reina de los Cielos es, misericordiosa es; finalmente, Madre es del Unigénito
Hijo de Dios. Nada hay que pueda darnos más excelsa idea de la grandeza de su
poder o de su piedad, a no ser que alguien pudiera llegar a creer que el Hijo
de Dios se niega a honrar a su Madre o pudiera dudar de que están como impregnadas
de la más exquisita caridad las entrañas de María, en las cuales la misma
caridad que procede de Dios descansó corporalmente nueve meses.
3. Y estas cosas, ciertamente, las he dicho por nosotros, hermanos,
sabiendo que es dificultoso que en pobreza tanta se pueda hallar aquella
caridad perfecta que no busca la propia conveniencia. Mas con todo eso, sin
hablar ahora de los beneficios que conseguimos por su glorificación, si de
veras la amamos nos alegraremos inmensamente al ver que va a juntarse con su
Hijo. Sí, nos alegraremos y le daremos el parabién, a no ser que, como esté
lejos de nosotros, quisiéramos mostrarnos ingratos con aquella que nos dio al
autor de la gracia. Hoy es recibida la Virgen en la celestial Jerusalén por
Aquel a quien Ella recibió al venir a este mundo; pero ¿quién será capaz de
expresar con palabras con cuánto honor fue recibida, con cuánto gozo, con
cuánta alegría? Ni en la tierra hubo jamás lugar tan digno de honor como el
templo de su seno virginal, en el que recibió María al Hijo de Dios, ni en el
cielo hay otro solio regio tan excelso como aquel al que sublimó hoy para María
el Hijo de María. Feliz uno y otro recibimiento, inefables ambos, porque ambos
a dos trascienden toda humana inteligencia. ¿Mas a qué fin se recita hoy en las
iglesias de Cristo aquel pasaje del Evangelio en que se significa cómo la mujer
bendita entre todas las mujeres recibió al Salvador? Creo que a fin de que este
recibimiento que hoy celebramos se pueda conocer de algún modo por aquél, o,
más bien, a fin de que, según la inestimable gloria de aquél, se conozca
también que esta gloria es inestimable. Porque ¿quién, aunque pueda hablar con
las lenguas de los hombres y de los ángeles será capaz de explicar de qué modo,
sobreviniendo el Espíritu Santo y haciendo sombra la virtud del Altísimo, se
hizo carne el Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas. ¿Cómo el
Señor de, la majestad, que no cabe en el universo de las criaturas, se encerró
a sí mismo, hecho hombre, dentro de las entrañas virginales?
4. Pero ¿y quién será suficiente para pensar siquiera cuán gloriosa iría
hoy la Reina del Mundo y con cuánto afecto de devoción saldría toda la multitud
de los ejércitos celestiales a su encuentro? ¿Con qué cánticos sería acompañada
hasta el trono de la gloria, con qué semblante tan plácido, con qué rostro tan
sereno, con qué alegres abrazos sería recibida del Hijo y ensalzada sobre toda
criatura con aquel honor que Madre tan grande merecía, con aquella gloria que
era digna de tan gran Hijo? Felices enteramente los besos que imprimía en sus
labios cuando mamaba y cuando le acariciaba la madre en su regazo virginal.
Mas, ¿por ventura, los juzgaremos más felices los que de la boca del que está
sentado a la diestra del Padre recibió hoy en la salutación dichosa, cuando
subía al trono de la gloria cantando el cántico de la Esposa y diciendo: Béseme
con el beso de su boca Porque cuanto mayor gracia alcanzó en la tierra sobre
todos los demás, otro tanto más obtiene también en los cielos de gloria
singular. Y si el ojo no vio ni el oído oyó, ni cupo en el corazón del hombre
lo que tiene Dios preparado a los que le aman; lo que preparó a la que le
engendró y (lo que es cierto para todos) a la que amó más que a todos, ¿quién
lo hablará? Dichosa, por tanto, María y de muchos modos dichosa, o recibiendo
al Salvador o siendo ella recibida del Salvador. En lo uno y en lo otro es
admirable la dignidad de la Virgen Madre; en lo uno y en lo otro es amable da la dignación de la Majestad. Entró, dice Jesús, en un castillo y una mujer le
recibió en su casa. Pero más bien nos debemos ocupar en las alabanzas, pues se
debe emplear este día en elogios festivos. Y pues nos ofrecen copiosa materia
las palabras de esta lección del Evangelio, mañana también, concurriendo,
nosotros juntamente, será comunicado sin envidia lo que se nos dé de arriba,
para que en la memoria de tan grande Virgen no solo se excite la devoción, sino
que también sean edificadas nuestras costumbres para aprovechamiento de la
conducta de nuestra vida, en alabanza y gloria de su Hijo, Señor nuestro, que
es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos. Amén.
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