jueves, 31 de octubre de 2019

MARÍA, CAMINO A LA FELICIDAD (Según la espiritualidad montfortiana)




Hna. Luisa de la Encarnación, Hija de la Sabiduría



Summarium

Jesús es la Sabiduría Eterna encarnada del Padre en el seno de María. La felicidad se resume en la perfecta consagración “a Jesús por María” —frase acuñada por San Bernardo de Claraval (Nota del Editor) —. Así, María conduce a la felicidad que es Dios y la felicidad de Dios es la felicidad de María. Ella desde su concepción se mantuvo en sintonía con la voluntad de Dios, feliz por su fidelidad a toda prueba. No hay amor que no sea doloroso ni felicidad por la que no se haya pagado buen precio. Para llegar a la meta en el recorrido en pos de la felicidad, santidad o sabiduría son indispensables: conocimiento de sí mismo, sincera alegría en el vivir cotidiano, lucha y triunfo sobre los obstáculos, confianza ilimitada en la Divina Providencia y en el amor maternal de Santa María, entera renuncia al egoísmo; inmerso en María, vivir en Jesús y para Jesús y, conforme a san Luis María Grignion, terminar el itinerario viviendo para “Dios solo”.



INTRODUCCIÓN

Es mi propósito, en éste como en todos los sencillos trabajos que he presentado a la Sociedad Mariológica Colombiana, llamar la atención no precisamente sobre lo que sea la felicidad, sino quién es la felicidad y cuál es el medio más eficaz para encontrarla y poseerla. Hija de Montfort, no puedo beber en otra fuente que en la de su espiritualidad  Cristocéntrica Mariana y llegar frecuentemente a repetir, enfatizando la misión de la Madre de Jesús y el secreto que nos revela la consagración total a Jesucristo, la Sabiduría encarnada, para lograr la verdadera felicidad, que no es otra cosa que la  SANTIDAD    (SM 1)[1] “SED SANTOS...” (Am. 2, 7; 4, 2; Os. 11, 9; Lev. 20, 3; Is. 57, 15; 1R, 17)[2].

Estamos llamados y destinados a la felicidad; lo sabemos y así lo experimentamos a cada instante. Desde la eternidad Dios nos concibió como criaturas felices, como hombres y mujeres sedientos de ese valor que solo Él puede concedernos y que lo concede en la medida de nuestro deseo, de nuestra búsqueda y del éxito en utilizar los medios que Él puso a nuestro alcance para tal logro. En esta búsqueda no hay mejor maestro, ni santo más experimentado que san Luis María Grignion de Montfort.

El único deseo que da unidad y significación, fuerza y decisión a todos los deseos humanos es la felicidad. Ella es la finalidad de todas las actividades humanas, el bien perfecto capaz de satisfacer todas las aspiraciones, todas las ambiciones. El hombre que trabaja de sol a sol en su finca, el banquero que hace cálculos matemáticos constantes, el viajero que persigue una meta, el estudioso, el científico que quema tiempo y estruja su inteligencia no buscan otra cosa que su felicidad.

Montfort es un hombre que experimentó y sabe cómo todos los hombres y las mujeres del planeta vivimos sedientos de gozo permanente, de satisfacciones y expectativas cumplidas y, por eso, el objetivo  específico de su espiritualidad  es alcanzar este bien. En sus prédicas, catequesis y misiones populares, en sus cánticos y demás escritos, se quiso siempre dar una respuesta a los sedientos de felicidad, por los medios que Jesucristo y su Iglesia nos proponen Toda su atención en las actividades de su ministerio se dirige a satisfacer el hambre y la sed de los que tienen nostalgia de felicidad y para lograrlo, señala diversos caminos y entre éstos, el más perfecto, el más corto, el más seguro y por lo tanto el más fácil y aconsejable es la humilde Sierva del Señor (Tratado VD Nº 1). 

La primera verdad que unifica toda la espiritualidad de Montfort es que la felicidad se encuentra solamente en el Dios de Jesús, la Sabiduría eterna y encarnada del Padre, en el seno de María: “Buscando al hombre recorre todos los caminos o sube a la cima de las más altas montañas ora llega a la puerta de las ciudades, ora penetra en las plazas públicas o en medio de las multitudes y grita a voz en cuello: A ustedes, hombres y mujeres, los llamo. ¡Oh hijos de los hombres! ¡Los estoy llamando desde hace tanto tiempo! ¡A ustedes me dirijo, a ustedes llamo y busco! ¡Por su posesión suspiro! ¡Escúchenme! Vengan a mí, quiero darles la felicidad” (ASE 66)[3].  Insiste, nuestro santo, en el hecho de que solo Jesús nos puede hacer felices, porque solamente Jesús es el puente que une lo finito con lo infinito, la criatura con el Creador. Por eso, “el fin único de toda devoción  debe ser Jesucristo Salvador del mundo, verdadero Dios y verdadero hombre. De lo contrario, tendríamos una devoción falsa y engañosa. Él es el ÚNICO todo que en todo debe bastarnos (VD 61)[4]. El único que posee y es la felicidad, el único que la puede conceder.

Conoceremos la felicidad sobre la tierra y la plenitud de la felicidad en la otra vida, solamente cuando Jesús, nuestro hermano y nuestro Dios, sea nuestro único fin. “El mundo, no obstante todos sus atractivos, todos sus intentos de brindarnos la felicidad por los medios que todos conocemos,  es una mentira, una falsa ilusión” (Cánticos: 120, l2; 30,33) [5]. “¡No, no! Esta tierra donde vivimos no cría hombres felices” (AC 33).

Según Montfort, los medios fundamentales que él destaca para obtener la felicidad, desde el punto de vista espiritual son dos: La cruz y una verdadera y tierna devoción a la Santísima Virgen (ASE 203). Y según su profunda convicción y experiencia personal y de director de almas  concluye: “todos los medios para lograr la felicidad infinita se resumen en la perfecta Consagración a Jesús por María” (SM Nº).

En las siguientes páginas nos detendremos solamente en este segundo medio, iluminando el título del trabajo que presento: “María conduce a la felicidad”.

I. DIOS ES FELICIDAD

1. Dios es feliz en sí mismo y es el origen de la felicidad. Dios Trinidad  es feliz en su perfección, en sus atributos de UNIDAD, IDENTIDAD, AMOR MUTUO, CONDESCENDENCIA INTRAFAMILIAR, PARTICIPACIÓN SOLIDARIA. Catecismo de la I.C.; Dt. 7, 7; 9, 5; 10, 15; Sam. 7, 12-16;  Is. 6, 3; Rom. 11, 28; 15, 8; 2Cor. 18-20).

2. Dios Padre es la Felicidad, originando por el Amor a su Hijo único, el Verbo Eterno que, encarnado, es “Su Hijo predilecto” (Mt. 3,17) y el primero de todos sus hijos en la humanidad.  Como Padre, Dios es el Creador, el principio del universo, el artífice perfecto de todas las criaturas y particularmente del hombre y de la mujer hechos a su “imagen  y semejanza”. (Gn. 1, 27).

3. El Verbo de Dios, Jesucristo, Sabiduría encarnada en María, es absolutamente feliz como Dios y como Hombre perfecto. Es feliz en el seno del Padre, co-creando con Él, disfrutando de su actividad. Poniendo toda su Sabiduría, todo su poder, toda su belleza y todo su amor hasta extasiarse en su obra y maravillarse viendo  “que todo fue hecho bien” (Gn. 1, 31).

Feliz en el seno de su Madre terrena, porque realiza la Voluntad de su Padre, porque se sabe Obra del Espíritu, cumplimiento de un plan divino y porque encuentra en María un segundo paraíso hecho de pureza, de humildad, de sencillez, de abandono absoluto en la Voluntad divina, de pobreza de sí misma y de disponibilidad y fidelidad de “Esclava”. (Lc. 1, 38; ASE 107), porque engendra en sí la criatura nueva capaz de devolver a toda la humanidad la felicidad perdida. En María asume íntegramente la vida humana y esto lo hace feliz, porque le da la capacidad de realizar el plan salvador. 

“El Verbo encarnado es feliz en María, porque Ella es su “paraíso” en la tierra. Ella es su cielo aquí abajo, donde da gloria a su Padre; es su mundo inefable en el que se complace y realiza obras portentosas. Dios creó un mundo para el hombre peregrino, es la tierra; un mundo para el hombre glorificado, es el paraíso; un mundo para sí mismo, es María” (SM Nº 19).

4. El Espíritu Santo es perfectamente feliz derrochando todo el fuego de su amor, todo el poder de su inspiración creadora, toda la acción que engendra el misterio más grande de nuestra religión, el lazo más fuerte de unidad entre Dios y la humanidad por redimir (Lc. 1, 35).  San Luis de Montfort dice en el Tratado de la Verdadera devoción a la Santísima Virgen que, “el Espíritu Santo corre, vuela adonde encuentra a María su fidelísima esposa  y acontece maravillas de la gracia en Ella y por Ella (VD 6; 25).

“Feliz, una y mil veces, aquel a quien el Espíritu Santo descubre el secreto de María para que lo conozca. “Feliz aquel que puede entrar en este  jardín cerrado y beber abundantemente en esta fuente sellada el agua viva de la gracia” (Ct  4, 12).

¡Cómo no va a ser feliz viendo la correspondencia absoluta de la elegida y el modo como asume, en la fe, el misterio bendito de la Encarnación! ¡Cómo no va a sentirse enteramente realizado, si Él es el artífice, junto con el Padre Eterno, de una fecundación única en el tiempo y en la eternidad! Con Montfort me atrevo a repetir: “¡Enmudezca aquí toda lengua!”


            II. LA FELICIDAD DE DIOS ES LA FELICIDAD DE MARÍA

María, la elegida para ser Madre de Dios, alcanzó aquí en la tierra la plenitud de la felicidad que puede alcanzar una criatura mientras realiza su peregrinación hacia la eternidad. ¿Y cómo la logró?  Manteniéndose, desde su concepción, en sintonía con la voluntad de su dueño y Señor. Unida íntimamente al Dios de sus padres, lo estuvo más cabalmente desde el momento de la encarnación del Verbo, desde que, en actitud de pobreza espiritual, de sencillez y humildad aceptó que el Espíritu Santo formara en Ella la persona de Jesucristo, a la vez Dios y hombre verdaderos (Ct. Nos. 422, 425, 456-460).

Su sí fue expresión espontánea que puso de manifiesto su comunión con el querer divino, como criatura sensata que reconoce el don maravilloso que el Padre eterno concede por medio de Ella a la humanidad. (Lc. 1, 38).

Del misterio de la Encarnación se desprende la íntima unión de María con la Sabiduría y por eso es Ella, según Grignion de Montfort, el mejor medio y el secreto más maravilloso para adquirir y conservar la Sabiduría y ser felices (ASE 203). Por eso María es muy feliz, pues nadie, fuera de Ella es la “llena de Gracia” (1, 28) “la esposa del Espíritu Santo (1, 35),  la Madre que da a luz (Lc. 2, 7) al Verbo del Padre”.

María es como un imán sagrado que ha atraído con tal fuerza hacia Ella “Al que no puede contener los cielos” (Coronilla en honor de Nuestra Sra. De L.M. de Montfort- Prácticas exteriores de devoción mariana: VD), que no la pudo resistir. Llena de amor, María, hace descender al Salvador de la humanidad y continúa atrayendo a Jesús hacia los que desean poseerlo.

El misterio de la unión hipostática consumado en sus entrañas, la gracia de convertirse en vida y cuna del Salvador, hacen de María la mujer más feliz, la criatura enaltecida entre todas las de su género, la dichosa mamá del género humano redimido,  la  “nueva Eva”, la Esclava  libre, en la que “el Señor hace maravillas” (Magnificat)  convirtiéndola en Reina de cielos y tierra, en la primera cristiana que canta entusiasta el poder de su Dios cuando Isabel la declara “Feliz por haber creído”, es la bienaventurada porque creyó a san Gabriel el mensaje salvador. (Lc. 1, 45).

Sí, María fue y será feliz por la eternidad, porque se dejó separar, escoger, llamar para la sublime vocación de Madre de Jesús. (“todas las generaciones me dirán feliz” (Lc, 1, 48).

Feliz por su fidelidad a toda prueba. Fidelidad de Nazaret al Calvario y de Pentecostés a hoy (Mt.1, 18; Jn.19, 27; Hch.1, 14).

Feliz por su escucha silenciosa y activa “Guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc. 2, 19).

Feliz por su apertura incondicional al Espíritu, (Lc. 1, 35-37).

Feliz  por la ofrenda en libertad, de todo su ser (Lc.1, 38).

Feliz porque entregó sin reparos, desde su pequeñez, su persona y su proyecto de vida, “Heme aquí” (Lc.1, 34).

Feliz porque  experimentó en su corazón  el gozo que da la presencia de un Dios humanado, hecho su Niño dependiente, abandonado enteramente a su acción maternal, (Lc. 1, 42-45).

Feliz porque ese Hijo suyo es la “felicidad en persona”. Es la santidad misma, es la sabiduría, el camino, la verdad, la vida, la luz del mundo” (Jn. 6; 8, 12; 8, 30).

Feliz porque puede mediar ante Jesús y animar a que “hagan lo que Él les diga” (Jn. 2, 1-5).

Fue San Juan Evangelista quien nos dijo que “el Verbo  se hizo carne” (1, 14) y la Iglesia nos enseña  que el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana para llevar a cabo nuestro  reencuentro con la Felicidad eterna para la que fuimos creados. La fe en este misterio  es el signo distintivo  de la fe Cristiana,  dice el Catecismo de la Iglesia Católica en sus numerales  461-463[6].

La felicidad temporal de María, que es fruto y reflejo de la felicidad eterna de Dios, es a la vez irradiación de su propio gozo, de ese gozo que nadie le puede quitar y que quiere compartir a todos sus hijos, invitándolos a “entrar en Ella, a habitar en su bello interior, al Paraíso terrenal de su Señor”, “al molde viviente de Dios”, “Ciudad santa de Dios” como dice Montfort, citando también a san Agustín: (VD 6; SM, 19; ASE, 16). Todos los ángeles en el cielo – dice San Buenaventura- repiten continuamente: “¡Santa! ¡Santa!, ¡Santa María! ¡Virgen y Madre Dios” (VD 8), es decir: ¡Feliz, feliz, feliz María la santísima Madre de Dios, a quien la cristiandad saluda con el ángel: Alégrate, feliz, elegida de Dios”.

Quien comparte la fe de María, el don total de sí misma,  su sí inmediato y total, su esperanza firme, su oración constante, su espíritu de pobre, su abandono absoluto en Dios, es necesariamente feliz, y, porque lo es, va descubriendo cómo su Consagración a Jesús por María, la vivencia libre  y amorosa de su esclavitud, es el camino que va a recorrer casi insensiblemente, con mucha  alegría y paz interior, como si tuviera alas  que lo elevan al Corazón de Dios y de éste al de sus hermanos, sin hacer acepción entre ellos, como no la hace María.


III  LA FELICIDAD DE LA MADRE ES LA DE LOS HIJOS

San Luis María de Montfort se empeñó siempre en testificar que la Madre de Jesús comunica a sus verdaderos devotos, todos los dones y virtudes que Ella ha recibido y vivido y que quiere que se arraiguen en el corazón de todos los predestinados  a compartir con Ella la felicidad del cielo. (VD  23-26).

La Santísima Virgen, Madre de la divina Sabiduría eterna y encarnada ha sido imantada, atraída sin reservas por Él que es la felicidad; y Ella quiere, como la mejor de las madres, que todos sus hijos e hijas experimenten la sed de Dios, la nostalgia de infinitud, el hambre de poseer y ser poseídos, habitados, absorbidos por ese ambiente divino que pacifica, da descanso, orienta, calienta el alma y abre al Espíritu todo el ser.

María quiere que, como Ella, todos encontremos gracia delante de Dios, nos dejemos  bañar e impregnar por la luz que procede de las Tres Divinas Personas, y que, como predestinados y creados para ser felices, reproduzcamos en nosotros la imagen de su Hijo, gracias también a la operación del Espíritu Santo. Ella que no tiene sino un solo corazón con el de Jesús (Ct.40,36), es fuente de alegría para los hijos que se quedan pequeñitos, que beben de sus pechos y se alimentan con el fruto bendito de su vientre (ASE 8, 3; 99; Prov. 8, 17; Sap. 26-28). Jesús  permanece para siempre el Hijo de María, el fruto de su fe, el fruto de su amor, el fruto de su confianza absoluta en el Señor y, desde el Calvario, nuestro hermano mayor, el que  engendra la semilla de la felicidad en ella, para nosotros.

María, nuestra Madre, que no es más que una esclava, una nada, infinitamente inferior a Jesús, y nosotros que somos mucho menos que Ella, menos que un átomo, es un océano de gracia y de gozo en el que todos estamos llamados a anegarnos y a beber esa desconocida felicidad que tanto perseguimos y que tantas veces confundimos con falsas caricaturas de felicidad. El secreto para no perder esa herencia, dice Montfort, es “permanecer en Ella,” abstraídos del espíritu mundano y de sus espejismos, obedeciéndola como Jacob para lograr la bendición del Padre Celestial. ¡Qué riqueza, qué gloria, qué delicia, qué felicidad! Entrar y permanecer en el santuario de la divinidad” (VD 261, 262).

Los seguidores de Jesús, todos los bautizados, estamos llamados a responder, como Él y como María, a nuestra vocación personal; solamente viviendo las bienaventuranzas del Evangelio, esforzándonos, colaborando con la gracia que el Espíritu Santo tiene reservada para cada uno y una, podemos ser verdaderamente felices y en el último día seremos llamados a la derecha de nuestro Redentor. Entonces Él nos felicitará y nos llamará felices porque nuestro espíritu de pobres nos llevó a ser misericordiosos; porque nuestra lucha para ser instrumentos de paz, nos hizo gustar la alegría de sentirnos pacificados y pacificadores.

La felicidad supone libertad absoluta, despojo total de sí mismo, abandono sin límites al amor y la ternura de Dios, pobreza absoluta de alma, condiciones éstas que, san Luis de Montfort dice que lograremos viviendo la consagración a Jesús por María, que él enseña. Libres de nosotros mismos, de nuestros pecados, de nuestras ataduras, de nuestro pasado, de nuestro presente y de nuestro porvenir, nos lanzamos en los brazos amorosos de la Providencia con el gozo que experimenta un niño en los brazos amantes de su Madre. Purificados por las aguas bautismales y el fuego del Espíritu Santo, iniciamos un camino que tiene como meta la conquista de la verdadera felicidad, es decir, la conquista de Jesús en nuestra vida, un vuelo hacia Él que es la felicidad y el único capaz de hacernos felices.

Ella que es una esclava, una nada, infinitamente inferior a Jesús, menos que un átomo, la pequeña hija, la más obediente de los servidores de Dios – por la voluntad misteriosa del Altísimo será también una maravillosa Virgen, un prodigio asombroso,  una imagen preclara de la Trinidad, el océano inmenso de todas las grandezas,  el lugar de  reposo de la  Familia  Trinitaria, el abismo de la gracia, la obra maestra de todas las grandezas,  el tabernáculo de Dios, la medianera de todas las gracias, pero de todos esos títulos, el más fundamental, según Montfort,  es “la fiel Madre de Dios”.

Esa criatura “nada” es quien correspondió perfectamente al llamado de Dios; Ella es quien, siendo consciente de su “pequeñez”, da el paso que su Señor le pide, con entera libertad, a nombre personal y a nombre de sus hermanos y hermanas a quienes el Verbo quiere redimir.  María comprende que su felicidad y la felicidad de la humanidad dependen de la respuesta, de la acogida al plan redentor, que es exigente y urgente, que cuesta y lleva a compromisos desconocidos, a horizontes en los que sólo la esperanza en la alianza y en la promesa de Dios, pueden motivar un sí sin límites.

Este camino de María hacia la felicidad, es camino de gozos, de sombras y de luz que no está exento de cruz, de la luz resplandeciente que la hizo su Madre y nuestra Madre, su colaboradora y nuestra intercesora, su interlocutora y nuestra intérprete. La ternura de Dios Padre se vuelca sobre esa hija predilecta que aceptó ser Madre de su  Verbo y de los hermanos de su raza, hambrientos y sedientos del amor misericordioso que da vida, redime e impulsa por la fuerza del Espíritu Santo para instaurar el Reino de Jesús por María, para realizar el mandato del Señor: “Sed santos” (1P 1, 19). “Nuestra verdadera vocación es adquirir la santidad” (Vaticano II 1,40). “Para lograr la santidad, que es la felicidad, (...) yo te quiero enseñar el medio más seguro: conseguir  de Dios la gracia, y para alcanzar la gracia hay que encontrar a María” (SM  Nº 6).

Los santos, declarados oficialmente por la Iglesia o no, han recorrido el camino de nuestra Madre; han sabido de privaciones, de incomprensión, de calumnias, de dolorosas enfermedades, de limitaciones de todo género y, en medio de todo eso, han sido felices y nos han demostrado que sí se puede, con la ayuda de Dios, con la ejemplaridad de Jesús, con la guía y acompañamiento de la Santísima Virgen, que no han querido ni buscado otra cosa que lograr nuestra felicidad.

Sí, no hay amor que no sea doloroso ni felicidad por la que no se haya pagado buen precio. La fe es exigente, lleva por camino escarpado a veces lleno de luz y, las más de las veces, oscuro. Pero  vale la pena pagar el precio de ser felices. Todo lo valioso se paga caro. Vivir el cielo en la tierra antes de encontrar “cielos nuevos y tierra nueva” (Ap.21, 1) es imitar a María, es vivir la consagración total, es gozar ya de las promesas de bienaventuranza, es haber logrado un diplomado de eternidad feliz, en la escuela de la humilde Madre de Dios.

 La devoción a María conduce infaliblemente a Jesús. ¿Puede haber mayor felicidad?


IV.  CONTAGIAR FELICIDAD

M I   F E L I C I D A D  QUIERE SER FELICIDAD
PARA TODAS Y TODOS MIS HERMANOS

De cuanto sé, de cuanto he escrito y experimentado, diálogo conmigo misma, antes de pensar en “contagiar” la felicidad de que disfruto como hija de Dios e hija de María, como buscadora incansable de ese tesoro envidiable:

-¿Dónde estás felicidad, dónde habitas?
-Estoy en tu corazón cuando está lleno de ternura;
Estoy hecha calor, cuando amas la vida,
Estoy cerca de ti, en el más mínimo detalle
Y a veces también me encuentras en las cosas grandes.

-¿Dónde estás, felicidad, dónde habitas?
- Estoy  en la sonrisa franca y en la caricia que sana,
En los sueños y anhelos que vienen y pasan.
Estoy en los ojos claros y en los profundos lagos
Y en el canto gozoso que armoniza el alma.
- Me encuentras en la mirada tierna y en el perdón sincero,
En el prado verde y en las flores blancas;
Y estoy también en el sol y en la luna que danza,
En el árbol florido y en la fértil labranza,
Así como en la aurora que anuncia la esperanza
     
- Estoy en primavera sonriéndole al alba
Y en la joven hermosa que se oculta entre gasas;
Estoy también en las perlas ocultas de los remotos mares
Así como en las islas pobladas de corales
Y en el abrazo hermano que sabe de pesares.

- Yo, la felicidad, ando en las maravillas
que a veces hace el hombre
Y en el canto nocturno de la gratitud humana.
Siempre estoy en los niños y en las cumbres nevadas,
En los ríos que corren y en las hondas quebradas,
Silenciosa y dormida mientras miras y pasas...
- Yo me encuentro en tus manos, en la rosa lozana,
En el eco sereno de la paz de tu alma.
Y me encuentro en el tiempo
En las horas que pasan dejándote perfumes
De amores y añoranzas.

- No me busques tan lejos, no me busques airada,
No persigas mi sombra y te engañes con nada;
Yo te llego a la puerta muy de madrugada
Cada vez que eres buena, cada vez que me llamas,
Cada vez  que te rindes a la verdad
Y al amor que te seduce y te llama.

- Agradecida comprendo la lección temprana,
Invitándome a buscar dentro del alma
Y no en los goces fatuos que torturan y matan.
Gracias porque iluminas mi búsqueda insensata
Fuera del Santo de los santos, donde tú te hallas.

-¡Oh! Felicidad, paz y bonanza
¡En un mundo quebrantado por la desesperanza!
Calma mi sed y haz que te encuentre y te dé
A quien te anhela de veras
Solamente por Dios, en el dulce Jesús
Y en las entrañas de su Madre Santa.

Así como Dios y su santísima Madre quisieron hacernos partícipes de su felicidad, pienso que, como nos enseñan Montfort y todos los santos, el amor que arde en el corazón del Consagrado por el bautismo y por el don total de sí a Jesucristo por María, tiende, como el fuego, a comunicarse y nace así el celo apostólico, el deseo de que todos y todas conozcan y gusten la felicidad de pertenecer libremente al Señor, de buscarlo y servirlo en todos los momentos de la vida, de acrecentar la alabanza, el honor y la gloria de Quien “nos creó para Él y por eso nuestro corazón no encuentra felicidad mientras no descansa en Él”.  (San Agustín).

El testimonio personal, primero de la nostalgia de Dios y luego la declaración viviente de que somos felices porque estamos saboreándolo, gustando su ternura, su belleza, su bondad, su misericordia, tienen necesariamente que despertar el deseo de buscar y transitar por ese camino.

El Evangelio, las biografías de los santos, la vida de los que conviven con nosotros con suma sencillez y alegría cumpliendo el deber de estado, aceptando el momento presente con gratitud, atravesando valles oscuros con paciencia, fortaleza e incluso con gozo, son un imán, una fuerza que convence, que invita, que despierta anhelos y esperanzas de transformación, de nuevo sentido a la vida, y por supuesto, de compromiso gratuito, desinteresado con el Señor y con su Iglesia, teniendo en cuenta los signos de los tiempos.

La felicidad, la alegría en un apóstol laico, en un sacerdote, en unos misioneros o misioneras consagradas, es contagiosa, convence, invita, empuja a rectificar caminos confrontando la propia existencia con los códigos del Evangelio de Jesús.

El mundo nuestro, tan ansioso de felicidad, tan buscador de placer, tan descontento con todo lo que no lo deja gozar a su capricho, necesita de esa luz que el Evangelio aconseja poner sobre el candelero (Jn. 8, 31-32), en un lugar bien alto, para que alumbre las tinieblas (...) Este mundo necesita de la Sabiduría que da  sabor y gusto a la vida,  pero  el “mundo” rechaza  la sal de que habla Jesús y el gusto sabroso que debe ser todo cristiano. Sí,  el mundo mundano que describe san Juan Evangelista, se muere de sed junto a la fuente (Jn. 4, 13-15; 7, 37-38),  es ciego junto a la luz, (Jn. 8, 12), es sordo a los gritos del Señor que llama sin cansarse, (ASE : Carta de amor de la Sabiduría eterna Nos. 65-68 ), está agónico, sino ya muerto, junto a la verdadera vida (Jn. 11, 25-26 ; 6, 32-35 ); porque está buscando la felicidad donde no se encuentra, porque no acepta dar el precio por lo que realmente vale la pena gastar y gastarse: el seguimiento, el discipulado de Jesús manso y humilde de corazón, el Hijo de la Esclava del Señor.

El mundo fácil que reclama y vive nuestra época, no coincide con las bienaventuranzas del Evangelio ni con las siete etapas en el camino a la felicidad (entiéndase santidad) que san Luis María invita a vivir “por y con María” (AC. Nos. 42-62; Mt. 25, 21; Mc 10, 30).

Antes de llegar a la meta en el recorrido en pos de la felicidad o de la santidad o de la sabiduría, son indispensables:

§   El conocimiento de sí mismo, que se goza descubriendo su ser de criatura, su filiación divina, su identidad como hombre o mujer que, lleno (a) de los dones de su Creador, está llamado a la santidad y experimenta nostalgia de Dios (VD 213; Cts. 103, 124, 126. Sincera alegría en el vivir cotidiano: Entusiasmo en la búsqueda de Dios solo (VD 214).

§   Lucha y triunfo sobre los obstáculos, sin perder jamás la esperanza (VD 215, 168 y 263).

§   Confianza ilimitada, apacible, activa y responsable en la Providencia de Dios Padre-Madre y en el amor maternal de la Santísima Virgen (154, 216).

§   El peregrino buscador “se pierde” en el alma, en el espíritu de María, renunciando enteramente a su egoísmo. (VD 22, 217, 264, 257, 265; SM 70).

§   Perdido en María, el peregrino buscador, vive en Jesús y para Jesús (VD 119, 61,67).
§   En este camino hacia la santidad, el viajero termina su itinerario  y vive para “Dios Solo” (VD 55, 59, 225).


V. CUESTIONAMIENTOS FRENTE A LA CARRERA UNIVERSAL HACIA LA FELICIDAD

Mirando el mundo de mujeres y hombres que nos rodean, y mirándonos cada uno, a pesar de nuestras diferencias bien evidentes, somos semejantes en el afán de santidad, de felicidad; pero no todos la buscamos y deseamos igualmente, con la misma sed, con la misma convicción, con la misma premura. ¿En esta búsqueda transitamos por el mismo camino con las mismas ayudas? ¿Creemos que sólo con nuestro esfuerzo podemos alcanzar esta gracia?

Pascal dice que “todo el mundo desea ser feliz, incluso los que van a perderse”; pero ¿cómo entendemos la felicidad? En nuestro siglo XXI, podemos decir sinceramente como Montfort, hace ya tres siglos, “feliz, mil veces feliz, quien ha encontrado la Sabiduría, quien ha descubierto que María es camino a la felicidad”.

Jean Morinay escribe: “Cuando uno es hombre, creado a imagen de Dios, necesariamente busca ser feliz y, aunque uno quisiera impedírselo, sería imposible, aclarando que no todo el mundo tiene la misma idea de la felicidad”. “Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón, decía Jesús”, pero no todo el mundo coloca su tesoro o su corazón en el mismo lugar. Se llega, incluso, a tener ideas enteramente opuestas a la verdadera felicidad” (Marie et la faiblesse de Dieu. Ed. Nouvelle Cité, París, pág. 18).

¿Buscamos siempre la felicidad infinita? ¿La buscamos cada día más a pesar de las dificultades inherentes a todo mortal?

¿Buscamos siempre la verdadera riqueza, el verdadero placer, la verdadera grandeza?

¿La sabemos encontrar incluso en la cruz?

Cuando busco amar y ser amado, ¿cuál es mi motivación?, ¿busco los “tesoros de Dios” como los buscó Jesús, como los buscó María y en general todos los santos?

¿En las páginas anteriores supe encontrar lo que constituye la felicidad para Dios, para Jesús, el Verbo encarnado, para María, para mi persona a fin de ser capaz de contagiarla?

¿Creo que la verdadera felicidad es posible aún en esta época tan confusa de nuestra historia nacional y mundial?

¿Realmente María es para mí, el “camino hacia la felicidad?”


C O N C L U S I ÓN:

María posee y comunica la Felicidad, porque fue y es Feliz. Y porque la Escritura la declara “Feliz, bienaventurada, porque has creído” (Luc. 1, 49;  Ecle.15, 20-25). Ella es nuestro camino recto, seguro y perfecto para hacernos felices. Quien vive habitualmente en Ella y con Ella, y obra siempre en y para Ella (VD 258, 60, 61-65), vive y obra en Jesús y cuanto piensa, ora, sueña y realiza, lo hace siempre con absoluta pureza de intención y solo por el reino que es la Gloria de Dios.

La experiencia de grandes santos muy felices en medio de toda clase de pruebas y hasta del martirio, testifican cómo la Santísima Virgen los ayudó a vivir intensamente esos momentos y circunstancias en serenidad y abandono absoluto en las manos del Padre. Pensemos en un Montfort, un Gabriel Jacquier, una Teresita de Lisieux, una Marie-Louise Trichet, una Bernardita Soubirous, un Maximiliano Kolbe y un Juan Pablo II, por no nombrar muchos otros. Qué existencia tan dura vivieron, pero qué vidas tan logradas y cuánta alegría  mostraron en el seguimiento y en la identificación con Cristo crucificado.

Necio, soberbio, quien no quiera comprender la gran misión que la Santísima Trinidad confió a la Madre de Jesús.

Duro de corazón, quien no sienta necesidad de ser y de portarse filialmente con María, pues Ella es, por designio de Dios, necesaria a nuestra Redención, ya que sin su sí, el plan redentor, tal como estaba concebido desde la eternidad, no hubiera podido realizarse (ASE  104, 108).

Y ¿quién no aspira a ser feliz? ¿Quién no necesita ser feliz en esta tierra? ¿Quién no se esfuerza por conseguir la realización de la promesa salvadora? Razón de más para buscar a María, conocerla mejor para amarla más, seguros de que Ella jamás será obstáculo a nuestra felicidad, sino segura prenda de alcanzar la verdadera sabiduría.

Ser feliz es estar, como el Niño en brazos de su cariñosa Madre.

Ser feliz es gozar de una conciencia transparente que da seguridad, libertad, serenidad y paz.

Ser feliz es tener la certeza de que Dios nos  ha amado, nos ama y  amará siempre.

Ser feliz es disfrutar haciendo la Voluntad Divina en cada momento.

Ser feliz es haber encontrado el camino para serlo, en María, la mujer que acogió la FELICIDAD encarnada en su seno, abandonada en su regazo, obediente a sus maternales deseos.

Finalmente, ser feliz hoy es reconocer, a través de María, la presencia santificadora del Espíritu, la acción salvadora del Verbo, la plenitud del don hecho por el Padre Eterno, en el corazón que palpita, en el trabajo de los hombres y mujeres, en la belleza de la naturaleza que nos rodea, en la sonrisa sincera de los niños, en la mirada cálida de las madres, en la vida que se estremece ante el misterio y adora con fe el acontecer cotidiano en la naturaleza, en los semejantes, en sí mismo.

Ser feliz es disfrutar de la riqueza de la Palabra como alimento cotidiano y la mujer o el hombre que es consciente de su felicidad exulta de gozo y se vuelve poeta en su diálogo con MARÍA, CAMINO A LA FELICIDAD:


-Yo quiero, Señora, oír de tus labios
¿Qué es ser feliz y cómo lograrlo?

-Feliz es quien sonríe llorando
y con sus lágrimas riega la tierra;
quien carga con la Cruz cantando
y siembra paz en plena guerra.

-Feliz es quien me ama
y se sacia de mis Frutos,
quien con fe, come a Jesús
y es fuerte entre disgustos.

Feliz es quien vive en mi regazo
oculto, silencioso, escuchando
la voz de la Verdad que es Cristo,
y sin cesar te está hablando.

Feliz el que tiene limpia el alma,
el pobre y manso en el espíritu,
el que perdona y jamás reclama
recompensas y prestigio.

Feliz quien revela en actitudes
que busca sólo a Dios
por mil caminos de virtudes     
siempre tras las huellas del Señor.

Feliz quien llora con el triste,
y comparte lo suyo con largueza;
quien como lazarillo asiste
a los ciegos de Dios y su belleza.

Feliz es hoy, en este suelo,
quien busca amar sirviendo
al marginado, al triste,
que no tiene sed de cielo.

-Gracias, Madre y Señora de mi vida
por invitarme a caminar por el sendero
que transitaste siempre recogida,
tras las huellas del Cordero.


                                                                            Agosto 7 de 2006
                                                                                                                Hna. Luisa de la Encarnación, HdlS ( Q. E. P. D). 




[1] San Luis Grignion, El secreto de María. En Sabiduría de Dios, Felicidad del hombre: Obras completas de San Luis María Grignion de Montfort. En adelante SM.
[2]  La Santa Biblia. Ediciones Paulinas, LV edición traducida, presentada y comentada para las comunidades cristianas de Latinoamérica y para los que buscan a Dios.
[3] San Luis María Grignion, El amor de la Sabiduría Eterna. En Sabiduría de Dios, Felicidad del hombre: Obras completas de San Luis María Grignion de Montfort. En adelante ASE.
[4] San Luis María Grignion, Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María. En Sabiduría de Dios, Felicidad del hombre: Obras completas de San Luis María Grignion de Montfort. En adelante VD.
[5] En adelante Ct.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica. Asociación de Editores del Catecismo escrito en orden a la aplicación del Vaticano II – Juan Pablo II, Obispo.

jueves, 24 de octubre de 2019

La fiesta de la Reina Morena




Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

La Dama del Saladillo bajará de su trono para escribir un episodio de evangelización mundial. Los zulianos lo traducirán con su amor, propio de ángeles, a la dimensión de la cultura.

Maracaibo levantará, a ritmo de gaitas, un monumento a la devoción por Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, La Chinita.

La fiesta, que se preparó durante un año, ilumina su trasegar con el descendimiento de la Patrona el próximo 26 de octubre. En esa fecha empezará un desbordamiento de actividades único en su género. Es, sin la molestia de la duda, la fiesta mariana más bella, extensa y predicada de todo el orbe católico.

De octubre a diciembre, la Virgen de Chiquinquirá ocupará el corazón del Zulia. Sus latidos se extenderán por varias ciudades de Europa, Estados Unidos y América Latina. La sinfonía de las etnias hermanas y hermanadas por los venezolanos vivirá el encanto de un milagro hecho música. El 18 de noviembre se convertirá en un festejo internacional sin fronteras porque los maracuchos expresan su felicidad con acordes de cielo.

La Madre Castísima cumple con aglutinar al bravo pueblo sobre la austeridad o la bonanza. La Chinata se paseará sobre los hombros de sus servidores sin fronteras ni treguas. Es el gran misterio de un linaje unido a la Madre de Dios por un cariño que se volvió arte.

La mariología contemporánea deberá redactar un extenso libro para estudiar esa predilección de la Santísima Virgen María por la porteña urbe chiquinquireña de Maracaibo y sus queridas gentes.

jueves, 17 de octubre de 2019

La Virgen de Chiquinquirá y nosotros los liberales



Joaquín Quijano Mantilla.
El Epiro, día de san Pascual Bailón y de san Bruno de 1919.

Hace días vengo recibiendo cartas de mis amigos del río Suta para allá, invitándome a la coronación de la Virgen.

Una de ellas dice: ‘usted le debe muchos milagros y tiene obligación de exteriorizar su agradecimiento’.

Y es verdad. Yo no le pido a la Virgen de Chiquinquirá todos los días; apenas voy a ella en demanda de amparo, cuando mis fuerzas flaquean, cuando mis ojos no encuentran un punto a donde tender mis manos, y cuando mi voluntad se paraliza ante algún designio de los hados.

Entonces le pido, y ella me concede lo que imploro de su divina gracia. Recuerdo que en la pelea de Gramalote le ofrecí, si triunfaba la revolución, ir a visitarla después de la guerra, a pie, desde el lugar donde residiera, y en 1904 fui desde Bogotá y no me atreví a confesarme por no decirles a los padrecitos dominicanos los motivos de la promesa. Más tarde le ofrecí una misa cantada; porque el señor Suárez no les hiciera nada a los de Sopó cuando fuera presidente y también me lo ha concedido.

La Virgen de Chiquinquirá goza de la confianza de los colombianos.

En Venezuela se le venera con tanto fervor, que todas las· embarcaciones del lago de Maracaibo, y las de los ríos Catatumbo y Escalante, tiene la imagen entronizada en la parte principal, y ningún patrón de piragua se arriesgaría a izar velas no llevándolas a bordo.

Su fiesta en Maracaibo es lo más imponente que puede verse. Imagínese el lector mil naves empavesadas con banderas y gallardetes de todos los colores, los marineros vestidos de gala, en alta noche, bajo un cielo tachonado de estrellas y desfilando por frente a las embarcaciones, la imagen de la Virgen, que es su amparo en las noches de tormenta y su guía en los días de peregrinación a lo largo de las costas.

Un día le referí al reverendo padre Vargas una festividad de aquellas y lo hice llorar.
-       Por qué no escribe usted eso y los publicamos en La Sociedad.
-Porque soy radical y tal vez no me lo reciban, le contesté, escondiendo un libro de Heriberto Spencer, que llevaba de compañero de viaje.

El amable padre sonrió y se puso hablar de otras cosas. Y volviendo a la actual coronación de la Virgen, el Directorio, si no es posible reunir la Convención del partido liberal, debe resolver si los liberales podemos aceptar esas invitaciones o si nos está vedado exteriorizar francamente nuestras creencias.

Aunque tengo para mí que, en esta tierra, los hombres que predican ciertas doctrinas no son sinceros con ellas hasta la hora de la muerte. Liberales hay que gozan con romperles a los infelices el hilo de las creencias que les conservan un girón de esperanza aunque sea en el más allá, y apenas les nace un hijo lo bautizan en sus alcobas. Aquí todo el mundo oye misa, paga los diezmos y primicias, cumple tarde o temprano con la iglesia, habla contra los curas y lee libros prohibidos.

Desde que tengo uso de razón he presenciado la agonía de muchos hombres de ideas avanzadas, y no he visto morir más que uno con la misma entereza con que vivió.

Su cadáver fue sepultado en Zipaquirá, y en los momentos de mayor tortura, no aceptó que se le hablase de religión ni se le diesen consuelo para el más allá. Sin embargo, a su entierro no asistieron sino tres liberales.

De resto, los librepensadores que me tachaban mi modo de ser cuando me veían al cuello un escapulario tan grande como un candado, a la hora de verse con 39 grados de fiebre mandaban que les hiciesen lo que la iglesia tuviese a bien, y como decía una señora, morían como viejas agobiadas por los auxilios espirituales y colgados de todos los santos.

La Virgen ha sido buena con nosotros. El general Pedro Soler Martínez decía que su vida, arriesgada siempre con tanto denuedo, se la debía a ella.
Un día, en Cajicá, me refería un amigo, cayó un rayo, le fundió todo lo que tenía de metal en el cuerpo y no sintió la más leve impresión porque estaba implorando su auxilio.

La Convención, que creyó prudente dejarles a los porteros liberales sus prebendas, y a ciertos empleados, gorgojos que rumian calladamente su inconsecuencia, debiera decir:

Los liberales doctrinarios, radicales y socialista, pueden aceptar invitaciones a la coronación de Nuestra Señora de Chiquinquirá.

Y en esto no obraría mal, porque es necesario que sepa que en Colombia también hay santos liberales.

Ahí está San Cayetano lindo de La Palma, como dicen las bellísimas ocañeras. De los mártires del liberalismo colombiano tal vez ninguno ha sufrido como San Cayetano.

En 1900 los conservadores lo arrancaron de su camarín, y en una noche inolvidable para sus fieles, se le trató de trasladar a Ocaña. A la mitad del camino, empezaron a caer rayos y centellas a oscurecerse en esa dirección de tal manera que los conductores desistieron de su empeño sacrílego y se devolvieron observando aterrados que al regreso el camino estaba perfectamente seco y tan claro como si hubiese luna. Le habían puesto un vestido azul, y cuando lo colocaron en el lugar apacible, vieron con estupor que sus vestidos tenían el sublime color rojo con que siempre ha permanecido en las horas prósperas y en las horas adversas del partido liberal.

San Cayetano lindo de La Palma, como Nuestra Señora de Chiquinquirá, nos han sido siempre leales y propicios hasta en nuestras mayores desventuras.

¿Por qué ahora que se le corona como Reina del cielo y de la tierra, no hemos de asistir sin temor alguno a tributarle las alabanzas que merece? Seamos sinceros y exterioricemos nuestros sentimientos sin miedo al ridículo. No digamos una cosa y hagamos otra.

Recuerdo que viajando un día por el monte de El Moro, en dirección a Chiquinquirá, un amigo muy liberal y ateo nos iba diciendo lo que deberíamos hacer si triunfábamos en la guerra. Yo me escandalizaba de la expatriación del señor Arzobispo, a quien respeto en tan alto grado, de la del doctor Carrasquilla, tan sabio y elocuente, del remate de las iglesias y de los conventos, como decía nuestro copartidario.

De repente se le fue la mula por un precipicio y empezó a gritar:

-¡Virgen de Chiquinquirá:..
¡San Roque bendito! ... ¡San! ...
Cuando lo sacamos con todo y animal, uno de los compañeros le dijo:

 -Usted, que no cree en nada, ¿cómo llamó en un momento a todos
los santos?

-¡Ah!, contestó, limpiándose el barro; porque uno con un susto dice
barbaridades. Y siguió diciéndonos lo que debíamos hacer cuando fuéramos Gobierno.

Tomado del periódico Libertad y Orden. Manizales Caldas, 28 de junio de 1919.