Hna. Luisa de la Encarnación, Hija de la Sabiduría
Summarium
Jesús
es la Sabiduría Eterna encarnada del Padre en el seno de María. La felicidad se
resume en la perfecta consagración “a Jesús por María” —frase acuñada por San
Bernardo de Claraval (Nota del Editor) —. Así, María conduce a la felicidad que
es Dios y la felicidad de Dios es la felicidad de María. Ella desde su
concepción se mantuvo en sintonía con la voluntad de Dios, feliz por su
fidelidad a toda prueba. No hay amor que no sea doloroso ni felicidad por la
que no se haya pagado buen precio. Para llegar a la meta en el recorrido en pos
de la felicidad, santidad o sabiduría son indispensables: conocimiento de sí
mismo, sincera alegría en el vivir cotidiano, lucha y triunfo sobre los
obstáculos, confianza ilimitada en la Divina Providencia y en el amor maternal
de Santa María, entera renuncia al egoísmo; inmerso en María, vivir en Jesús y
para Jesús y, conforme a san Luis María Grignion, terminar el itinerario
viviendo para “Dios solo”.
INTRODUCCIÓN
Es mi propósito, en
éste como en todos los sencillos trabajos que he presentado a la Sociedad
Mariológica Colombiana, llamar la atención no precisamente sobre lo que sea la
felicidad, sino quién es la felicidad y cuál es el medio más eficaz para
encontrarla y poseerla. Hija de Montfort, no puedo beber en otra fuente que en
la de su espiritualidad Cristocéntrica
Mariana y llegar frecuentemente a repetir, enfatizando la misión de la Madre de
Jesús y el secreto que nos revela la consagración total a Jesucristo, la
Sabiduría encarnada, para lograr la verdadera felicidad, que no es otra cosa
que la SANTIDAD (SM 1)[1]
“SED SANTOS...” (Am. 2, 7; 4, 2; Os. 11, 9; Lev. 20, 3; Is. 57, 15; 1R, 17)[2].
Estamos llamados y
destinados a la felicidad; lo sabemos y así lo experimentamos a cada instante.
Desde la eternidad Dios nos concibió como criaturas felices, como hombres y
mujeres sedientos de ese valor que solo Él puede concedernos y que lo concede
en la medida de nuestro deseo, de nuestra búsqueda y del éxito en utilizar los
medios que Él puso a nuestro alcance para tal logro. En esta búsqueda no hay
mejor maestro, ni santo más experimentado que san Luis María Grignion de
Montfort.
El único deseo que
da unidad y significación, fuerza y decisión a todos los deseos humanos es la felicidad.
Ella es la finalidad de todas las actividades humanas, el bien perfecto capaz
de satisfacer todas las aspiraciones, todas las ambiciones. El hombre que
trabaja de sol a sol en su finca, el banquero que hace cálculos matemáticos
constantes, el viajero que persigue una meta, el estudioso, el científico que
quema tiempo y estruja su inteligencia no buscan otra cosa que su felicidad.
Montfort es un
hombre que experimentó y sabe cómo todos los hombres y las mujeres del planeta
vivimos sedientos de gozo permanente, de satisfacciones y expectativas
cumplidas y, por eso, el objetivo
específico de su espiritualidad
es alcanzar este bien. En sus prédicas, catequesis y misiones populares,
en sus cánticos y demás escritos, se quiso siempre dar una respuesta a los
sedientos de felicidad, por los medios que Jesucristo y su Iglesia nos proponen
Toda su atención en las actividades de su ministerio se dirige a satisfacer el
hambre y la sed de los que tienen nostalgia de felicidad y para lograrlo,
señala diversos caminos y entre éstos, el más perfecto, el más corto, el más
seguro y por lo tanto el más fácil y aconsejable es la humilde Sierva del Señor
(Tratado VD Nº 1).
La primera verdad
que unifica toda la espiritualidad de Montfort es que la felicidad se encuentra
solamente en el Dios de Jesús, la Sabiduría eterna y encarnada del Padre, en el
seno de María: “Buscando al hombre recorre todos los caminos o sube a la cima
de las más altas montañas ora llega a la puerta de las ciudades, ora penetra en
las plazas públicas o en medio de las multitudes y grita a voz en cuello: A
ustedes, hombres y mujeres, los llamo. ¡Oh hijos de los hombres! ¡Los
estoy llamando desde hace tanto tiempo! ¡A ustedes me dirijo, a ustedes llamo y
busco! ¡Por su posesión suspiro! ¡Escúchenme! Vengan a mí, quiero darles la felicidad”
(ASE 66)[3]. Insiste, nuestro santo, en el hecho de que solo
Jesús nos puede hacer felices, porque solamente Jesús es el puente que une lo
finito con lo infinito, la criatura con el Creador. Por eso, “el fin único de
toda devoción debe ser Jesucristo
Salvador del mundo, verdadero Dios y verdadero hombre. De lo contrario,
tendríamos una devoción falsa y engañosa. Él es el ÚNICO todo que en todo debe bastarnos
(VD 61)[4].
El único que posee y es la felicidad, el único que la puede conceder.
Conoceremos la
felicidad sobre la tierra y la plenitud de la felicidad en la otra vida,
solamente cuando Jesús, nuestro hermano y nuestro Dios, sea nuestro único fin.
“El mundo, no obstante todos sus atractivos, todos sus intentos de brindarnos
la felicidad por los medios que todos conocemos, es una mentira, una falsa ilusión” (Cánticos:
120, l2; 30,33) [5]. “¡No, no! Esta tierra
donde vivimos no cría hombres felices” (AC 33).
Según Montfort, los
medios fundamentales que él destaca para obtener la felicidad, desde el punto
de vista espiritual son dos: La cruz y una verdadera y tierna devoción a
la Santísima Virgen (ASE 203). Y según su profunda convicción y
experiencia personal y de director de almas
concluye: “todos los medios para lograr la felicidad infinita se resumen
en la perfecta Consagración a Jesús por María” (SM Nº).
En las siguientes
páginas nos detendremos solamente en este segundo medio, iluminando el título
del trabajo que presento: “María conduce a la felicidad”.
I. DIOS ES FELICIDAD
1. Dios es feliz en
sí mismo y es el origen de la felicidad. Dios Trinidad es feliz en su perfección, en sus atributos
de UNIDAD, IDENTIDAD, AMOR MUTUO, CONDESCENDENCIA INTRAFAMILIAR, PARTICIPACIÓN
SOLIDARIA. Catecismo de la I.C.; Dt. 7, 7; 9, 5; 10, 15; Sam. 7, 12-16; Is. 6, 3; Rom. 11, 28; 15, 8; 2Cor. 18-20).
2. Dios Padre es la Felicidad , originando
por el Amor a su Hijo único, el Verbo Eterno que, encarnado, es “Su Hijo
predilecto” (Mt. 3,17) y el primero de todos sus hijos en la humanidad. Como Padre, Dios es el Creador, el principio
del universo, el artífice perfecto de todas las criaturas y particularmente del
hombre y de la mujer hechos a su “imagen
y semejanza”. (Gn. 1, 27).
3. El Verbo de
Dios, Jesucristo, Sabiduría encarnada en María, es absolutamente feliz como
Dios y como Hombre perfecto. Es feliz en el seno del Padre, co-creando con Él,
disfrutando de su actividad. Poniendo toda su Sabiduría, todo su poder, toda su
belleza y todo su amor hasta extasiarse en su obra y maravillarse viendo “que todo fue hecho bien” (Gn. 1, 31).
Feliz en el seno de
su Madre terrena, porque realiza la Voluntad de su Padre, porque se sabe Obra
del Espíritu, cumplimiento de un plan divino y porque encuentra en María un
segundo paraíso hecho de pureza, de humildad, de sencillez, de abandono
absoluto en la Voluntad divina, de pobreza de sí misma y de disponibilidad y
fidelidad de “Esclava”. (Lc. 1, 38; ASE 107), porque engendra en sí la criatura
nueva capaz de devolver a toda la humanidad la felicidad perdida. En María
asume íntegramente la vida humana y esto lo hace feliz, porque le da la
capacidad de realizar el plan salvador.
“El Verbo encarnado
es feliz en María, porque Ella es su “paraíso” en la tierra. Ella es su cielo
aquí abajo, donde da gloria a su Padre; es su mundo inefable en el que se
complace y realiza obras portentosas. Dios creó un mundo para el hombre
peregrino, es la tierra; un mundo para el hombre glorificado, es el paraíso; un
mundo para sí mismo, es María” (SM Nº 19).
4. El Espíritu
Santo es perfectamente feliz derrochando todo el fuego de su amor, todo el
poder de su inspiración creadora, toda la acción que engendra el misterio más
grande de nuestra religión, el lazo más fuerte de unidad entre Dios y la
humanidad por redimir (Lc. 1, 35). San
Luis de Montfort dice en el Tratado de la Verdadera devoción a la Santísima Virgen
que, “el Espíritu Santo corre, vuela adonde encuentra a María su fidelísima
esposa y acontece maravillas de la
gracia en Ella y por Ella (VD 6; 25).
“Feliz, una y mil
veces, aquel a quien el Espíritu Santo descubre el secreto de María para que lo
conozca. “Feliz aquel que puede entrar en este jardín cerrado y beber abundantemente
en esta fuente sellada el agua viva
de la gracia” (Ct 4, 12).
¡Cómo no va a ser feliz
viendo la correspondencia absoluta de la elegida y el modo como asume, en la
fe, el misterio bendito de la Encarnación! ¡Cómo no va a sentirse enteramente
realizado, si Él es el artífice, junto con el Padre Eterno, de una fecundación
única en el tiempo y en la eternidad! Con Montfort me atrevo a repetir:
“¡Enmudezca aquí toda lengua!”
II. LA FELICIDAD DE DIOS ES LA
FELICIDAD DE MARÍA
María, la elegida
para ser Madre de Dios, alcanzó aquí en la tierra la plenitud de la felicidad
que puede alcanzar una criatura mientras realiza su peregrinación hacia la
eternidad. ¿Y cómo la logró?
Manteniéndose, desde su concepción, en sintonía con la voluntad de su dueño
y Señor. Unida íntimamente al Dios de sus padres, lo estuvo más cabalmente
desde el momento de la encarnación del Verbo, desde que, en actitud de pobreza
espiritual, de sencillez y humildad aceptó que el Espíritu Santo formara en
Ella la persona de Jesucristo, a la vez Dios y hombre verdaderos (Ct. Nos. 422,
425, 456-460).
Su sí fue expresión
espontánea que puso de manifiesto su comunión con el querer divino, como
criatura sensata que reconoce el don maravilloso que el Padre eterno concede
por medio de Ella a la humanidad. (Lc. 1, 38).
Del misterio de la Encarnación se
desprende la íntima unión de María con la Sabiduría y por eso es Ella, según Grignion de
Montfort, el mejor medio y el secreto más maravilloso para adquirir y conservar
la Sabiduría
y ser felices (ASE 203). Por eso María es muy feliz, pues nadie, fuera de Ella
es la “llena de Gracia” (1, 28) “la esposa del Espíritu Santo (1, 35), la
Madre que da a luz (Lc. 2, 7) al Verbo del Padre”.
María es como un
imán sagrado que ha atraído con tal fuerza hacia Ella “Al que no puede contener
los cielos” (Coronilla en honor de Nuestra Sra. De L.M. de Montfort- Prácticas
exteriores de devoción mariana: VD), que no la pudo resistir. Llena de amor,
María, hace descender al Salvador de la humanidad y continúa atrayendo a Jesús
hacia los que desean poseerlo.
El misterio de la
unión hipostática consumado en sus entrañas, la gracia de convertirse en vida y
cuna del Salvador, hacen de María la mujer más feliz, la criatura enaltecida
entre todas las de su género, la dichosa mamá del género humano redimido, la
“nueva Eva”, la Esclava libre, en la que “el Señor hace maravillas”
(Magnificat) convirtiéndola en Reina de
cielos y tierra, en la primera cristiana que canta entusiasta el poder de su
Dios cuando Isabel la declara “Feliz por haber creído”, es la bienaventurada
porque creyó a san Gabriel el mensaje salvador. (Lc. 1, 45).
Sí, María fue y
será feliz por la eternidad, porque se dejó separar, escoger, llamar para la
sublime vocación de Madre de Jesús. (“todas las generaciones me dirán feliz”
(Lc, 1, 48).
Feliz por su
fidelidad a toda prueba. Fidelidad de Nazaret al Calvario y de Pentecostés a
hoy (Mt.1, 18; Jn.19, 27; Hch.1, 14).
Feliz por su
escucha silenciosa y activa “Guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc. 2,
19).
Feliz por su
apertura incondicional al Espíritu, (Lc. 1, 35-37).
Feliz por la ofrenda en libertad, de todo su ser
(Lc.1, 38).
Feliz porque
entregó sin reparos, desde su pequeñez, su persona y su proyecto de vida, “Heme
aquí” (Lc.1, 34).
Feliz porque experimentó en su corazón el gozo que da la presencia de un Dios
humanado, hecho su Niño dependiente, abandonado enteramente a su acción
maternal, (Lc. 1, 42-45).
Feliz porque ese
Hijo suyo es la “felicidad en persona”. Es la santidad misma, es la sabiduría,
el camino, la verdad, la vida, la luz del mundo” (Jn. 6; 8, 12; 8, 30).
Feliz porque puede
mediar ante Jesús y animar a que “hagan lo que Él les diga” (Jn. 2, 1-5).
Fue San Juan Evangelista quien nos dijo que “el
Verbo se hizo carne” (1, 14) y la Iglesia nos enseña que el Hijo de Dios asumió la naturaleza
humana para llevar a cabo nuestro reencuentro con la Felicidad eterna
para la que fuimos creados. La fe en este
misterio es el signo distintivo de la fe Cristiana, dice el Catecismo de la Iglesia Católica en
sus numerales 461-463[6].
La felicidad
temporal de María, que es fruto y reflejo de la felicidad eterna de Dios, es a
la vez irradiación de su propio gozo, de ese gozo que nadie le puede quitar y
que quiere compartir a todos sus hijos, invitándolos a “entrar en Ella, a
habitar en su bello interior, al Paraíso terrenal de su Señor”, “al molde
viviente de Dios”, “Ciudad santa de Dios” como dice Montfort, citando también a
san Agustín: (VD 6; SM, 19; ASE, 16). Todos los ángeles en el cielo – dice San
Buenaventura- repiten continuamente: “¡Santa! ¡Santa!, ¡Santa María! ¡Virgen y
Madre Dios” (VD 8), es decir: ¡Feliz, feliz, feliz María la santísima Madre de
Dios, a quien la cristiandad saluda con el ángel: Alégrate, feliz, elegida de
Dios”.
Quien comparte la
fe de María, el don total de sí misma,
su sí inmediato y total, su esperanza firme, su oración constante, su espíritu
de pobre, su abandono absoluto en Dios, es necesariamente feliz, y, porque lo
es, va descubriendo cómo su Consagración a Jesús por María, la vivencia
libre y amorosa de su esclavitud, es el
camino que va a recorrer casi insensiblemente, con mucha alegría y paz interior, como si tuviera
alas que lo elevan al Corazón de Dios y
de éste al de sus hermanos, sin hacer acepción entre ellos, como no la hace
María.
III LA FELICIDAD DE LA
MADRE ES LA
DE LOS HIJOS
San Luis María de
Montfort se empeñó siempre en testificar que la Madre de Jesús comunica a
sus verdaderos devotos, todos los dones y virtudes que Ella ha recibido y
vivido y que quiere que se arraiguen en el corazón de todos los
predestinados a compartir con Ella la
felicidad del cielo. (VD 23-26).
La Santísima
Virgen, Madre de la divina Sabiduría eterna y encarnada ha sido imantada,
atraída sin reservas por Él que es la felicidad; y Ella quiere, como la mejor
de las madres, que todos sus hijos e hijas experimenten la sed de Dios, la
nostalgia de infinitud, el hambre de poseer y ser poseídos, habitados,
absorbidos por ese ambiente divino que pacifica, da descanso, orienta, calienta
el alma y abre al Espíritu todo el ser.
María quiere que,
como Ella, todos encontremos gracia delante de Dios, nos dejemos bañar e impregnar por la luz que procede de
las Tres Divinas Personas, y que, como predestinados y creados para ser
felices, reproduzcamos en nosotros la imagen de su Hijo, gracias también a la
operación del Espíritu Santo. Ella que no tiene sino un solo corazón con el de
Jesús (Ct.40,36), es fuente de alegría para los hijos que se quedan pequeñitos,
que beben de sus pechos y se alimentan con el fruto bendito de su vientre (ASE
8, 3; 99; Prov. 8, 17; Sap. 26-28). Jesús permanece para siempre el Hijo de María, el
fruto de su fe, el fruto de su amor, el fruto de su confianza absoluta en el
Señor y, desde el Calvario, nuestro hermano mayor, el que engendra la semilla de la felicidad en ella,
para nosotros.
María, nuestra
Madre, que no es más que una esclava, una nada, infinitamente inferior a Jesús,
y nosotros que somos mucho menos que Ella, menos que un átomo, es un océano de
gracia y de gozo en el que todos estamos llamados a anegarnos y a beber esa
desconocida felicidad que tanto perseguimos y que tantas veces confundimos con
falsas caricaturas de felicidad. El secreto para no perder esa herencia, dice
Montfort, es “permanecer en Ella,” abstraídos del espíritu mundano y de sus
espejismos, obedeciéndola como Jacob para lograr la bendición del Padre
Celestial. ¡Qué riqueza, qué gloria, qué delicia, qué felicidad! Entrar y
permanecer en el santuario de la divinidad” (VD 261, 262).
Los seguidores de
Jesús, todos los bautizados, estamos llamados a responder, como Él y como
María, a nuestra vocación personal; solamente viviendo las bienaventuranzas del
Evangelio, esforzándonos, colaborando con la gracia que el Espíritu Santo tiene
reservada para cada uno y una, podemos ser verdaderamente felices y en el
último día seremos llamados a la derecha de nuestro Redentor. Entonces Él nos
felicitará y nos llamará felices porque nuestro espíritu de pobres nos llevó a
ser misericordiosos; porque nuestra lucha para ser instrumentos de paz, nos
hizo gustar la alegría de sentirnos pacificados y pacificadores.
La felicidad supone libertad
absoluta, despojo total de sí mismo, abandono sin límites al amor y la ternura
de Dios, pobreza absoluta de alma, condiciones éstas que, san Luis de Montfort
dice que lograremos viviendo la consagración a Jesús por María, que él enseña.
Libres de nosotros mismos, de nuestros pecados, de nuestras ataduras, de
nuestro pasado, de nuestro presente y de nuestro porvenir, nos lanzamos en los
brazos amorosos de la
Providencia con el gozo que experimenta un niño en los brazos
amantes de su Madre. Purificados por las aguas bautismales y el fuego del
Espíritu Santo, iniciamos un camino que tiene como meta la conquista de la
verdadera felicidad, es decir, la conquista de Jesús en nuestra vida, un vuelo
hacia Él que es la felicidad y el único capaz de hacernos felices.
Ella que es una
esclava, una nada, infinitamente inferior a Jesús, menos que un átomo, la
pequeña hija, la más obediente de los servidores de Dios – por la voluntad
misteriosa del Altísimo será también una maravillosa Virgen, un prodigio
asombroso, una imagen preclara de la
Trinidad, el océano inmenso de todas las grandezas, el lugar de
reposo de la Familia Trinitaria, el abismo de la gracia, la obra
maestra de todas las grandezas, el
tabernáculo de Dios, la medianera de todas las gracias, pero de todos esos
títulos, el más fundamental, según Montfort,
es “la fiel Madre de Dios”.
Esa criatura “nada”
es quien correspondió perfectamente al llamado de Dios; Ella es quien, siendo
consciente de su “pequeñez”, da el paso que su Señor le pide, con entera
libertad, a nombre personal y a nombre de sus hermanos y hermanas a quienes el
Verbo quiere redimir. María comprende
que su felicidad y la felicidad de la humanidad dependen de la
respuesta, de la acogida al plan redentor, que es exigente y urgente, que
cuesta y lleva a compromisos desconocidos, a horizontes en los que sólo la
esperanza en la alianza y en la promesa de Dios, pueden motivar un sí sin
límites.
Este camino de
María hacia la felicidad, es camino de gozos, de sombras y de luz que no está
exento de cruz, de la luz resplandeciente que la hizo su Madre y nuestra Madre,
su colaboradora y nuestra intercesora, su interlocutora y nuestra intérprete.
La ternura de Dios Padre se vuelca sobre esa hija predilecta que aceptó ser Madre
de su Verbo y de los hermanos de su
raza, hambrientos y sedientos del amor misericordioso que da vida, redime e
impulsa por la fuerza del Espíritu Santo para instaurar el Reino de Jesús por
María, para realizar el mandato del Señor: “Sed santos” (1P 1, 19). “Nuestra
verdadera vocación es adquirir la santidad” (Vaticano II 1,40). “Para lograr la
santidad, que es la felicidad, (...) yo te quiero enseñar el medio más seguro:
conseguir de Dios la gracia, y para alcanzar
la gracia hay que encontrar a María” (SM
Nº 6).
Los santos,
declarados oficialmente por la
Iglesia o no, han recorrido el camino de nuestra Madre; han
sabido de privaciones, de incomprensión, de calumnias, de dolorosas
enfermedades, de limitaciones de todo género y, en medio de todo eso, han sido
felices y nos han demostrado que sí se puede, con la ayuda de Dios, con la
ejemplaridad de Jesús, con la guía y acompañamiento de la Santísima Virgen ,
que no han querido ni buscado otra cosa que lograr nuestra felicidad.
Sí, no hay amor que
no sea doloroso ni felicidad por la que no se haya pagado buen precio. La fe es
exigente, lleva por camino escarpado a veces lleno de luz y, las más de las
veces, oscuro. Pero vale la pena pagar
el precio de ser felices. Todo lo valioso se paga caro. Vivir el cielo en la
tierra antes de encontrar “cielos nuevos y tierra nueva” (Ap.21, 1) es imitar a
María, es vivir la consagración total, es gozar ya de las promesas de
bienaventuranza, es haber logrado un diplomado de eternidad feliz, en la
escuela de la humilde Madre de Dios.
La devoción a María
conduce infaliblemente a Jesús. ¿Puede haber mayor felicidad?
IV. CONTAGIAR
FELICIDAD
M I F E L I C I D
A D QUIERE SER FELICIDAD
PARA TODAS Y TODOS MIS HERMANOS
De cuanto sé, de
cuanto he escrito y experimentado, diálogo conmigo misma, antes de pensar en
“contagiar” la felicidad de que disfruto como hija de Dios e hija de María,
como buscadora incansable de ese tesoro envidiable:
-¿Dónde
estás felicidad, dónde habitas?
-Estoy
en tu corazón cuando está lleno de ternura;
Estoy
hecha calor, cuando amas la vida,
Estoy
cerca de ti, en el más mínimo detalle
Y
a veces también me encuentras en las cosas grandes.
-¿Dónde
estás, felicidad, dónde habitas?
-
Estoy en la sonrisa franca y en la
caricia que sana,
En
los sueños y anhelos que vienen y pasan.
Estoy
en los ojos claros y en los profundos lagos
Y
en el canto gozoso que armoniza el alma.
-
Me encuentras en la mirada tierna y en el perdón sincero,
En
el prado verde y en las flores blancas;
Y
estoy también en el sol y en la luna que danza,
En
el árbol florido y en la fértil labranza,
Así
como en la aurora que anuncia la esperanza
-
Estoy en primavera sonriéndole al alba
Y
en la joven hermosa que se oculta entre gasas;
Estoy
también en las perlas ocultas de los remotos mares
Así
como en las islas pobladas de corales
Y
en el abrazo hermano que sabe de pesares.
-
Yo, la felicidad, ando en las maravillas
que
a veces hace el hombre
Y
en el canto nocturno de la gratitud humana.
Siempre
estoy en los niños y en las cumbres nevadas,
En
los ríos que corren y en las hondas quebradas,
Silenciosa
y dormida mientras miras y pasas...
-
Yo me encuentro en tus manos, en la rosa lozana,
En
el eco sereno de la paz de tu alma.
Y
me encuentro en el tiempo
En
las horas que pasan dejándote perfumes
De
amores y añoranzas.
-
No me busques tan lejos, no me busques airada,
No
persigas mi sombra y te engañes con nada;
Yo
te llego a la puerta muy de madrugada
Cada
vez que eres buena, cada vez que me llamas,
Cada
vez que te rindes a la verdad
Y
al amor que te seduce y te llama.
-
Agradecida comprendo la lección temprana,
Invitándome
a buscar dentro del alma
Y
no en los goces fatuos que torturan y matan.
Gracias
porque iluminas mi búsqueda insensata
Fuera
del Santo de los santos, donde tú te hallas.
-¡Oh!
Felicidad, paz y bonanza
¡En
un mundo quebrantado por la desesperanza!
Calma
mi sed y haz que te encuentre y te dé
A
quien te anhela de veras
Solamente
por Dios, en el dulce Jesús
Y
en las entrañas de su Madre Santa.
Así como Dios y su
santísima Madre quisieron hacernos partícipes de su felicidad, pienso que, como
nos enseñan Montfort y todos los santos, el amor que arde en el corazón del
Consagrado por el bautismo y por el don total de sí a Jesucristo por María,
tiende, como el fuego, a comunicarse y nace así el celo apostólico, el deseo de
que todos y todas conozcan y gusten la felicidad de pertenecer libremente al
Señor, de buscarlo y servirlo en todos los momentos de la vida, de acrecentar
la alabanza, el honor y la gloria de Quien “nos creó para Él y por eso nuestro
corazón no encuentra felicidad mientras no descansa en Él”. (San Agustín).
El testimonio
personal, primero de la nostalgia de Dios y luego la declaración viviente de
que somos felices porque estamos saboreándolo, gustando su ternura, su belleza,
su bondad, su misericordia, tienen necesariamente que despertar el deseo de
buscar y transitar por ese camino.
El Evangelio, las
biografías de los santos, la vida de los que conviven con nosotros con suma
sencillez y alegría cumpliendo el deber de estado, aceptando el momento presente
con gratitud, atravesando valles oscuros con paciencia, fortaleza e incluso con
gozo, son un imán, una fuerza que convence, que invita, que despierta anhelos y
esperanzas de transformación, de nuevo sentido a la vida, y por supuesto, de
compromiso gratuito, desinteresado con el Señor y con su Iglesia, teniendo en
cuenta los signos de los tiempos.
La felicidad, la
alegría en un apóstol laico, en un sacerdote, en unos misioneros o misioneras
consagradas, es contagiosa, convence, invita, empuja a rectificar caminos
confrontando la propia existencia con los códigos del Evangelio de Jesús.
El mundo nuestro,
tan ansioso de felicidad, tan buscador de placer, tan descontento con todo lo
que no lo deja gozar a su capricho, necesita de esa luz que el Evangelio aconseja
poner sobre el candelero (Jn. 8, 31-32), en un lugar bien alto, para que
alumbre las tinieblas (...) Este mundo necesita de la Sabiduría que da sabor y gusto a la vida, pero
el “mundo” rechaza la sal de que
habla Jesús y el gusto sabroso que debe ser todo cristiano. Sí, el mundo mundano que describe san Juan
Evangelista, se muere de sed junto a la fuente (Jn. 4, 13-15; 7, 37-38), es ciego junto a la luz, (Jn. 8, 12), es
sordo a los gritos del Señor que llama sin cansarse, (ASE : Carta de amor de la
Sabiduría eterna Nos. 65-68 ), está agónico, sino ya muerto, junto a la
verdadera vida (Jn. 11, 25-26 ; 6, 32-35 ); porque está buscando la felicidad
donde no se encuentra, porque no acepta dar el precio por lo que realmente vale
la pena gastar y gastarse: el seguimiento, el discipulado de Jesús manso y
humilde de corazón, el Hijo de la
Esclava del Señor.
El mundo fácil que
reclama y vive nuestra época, no coincide con las bienaventuranzas del
Evangelio ni con las siete etapas en el camino a la felicidad (entiéndase santidad)
que san Luis María invita a vivir “por y con María” (AC. Nos. 42-62; Mt. 25,
21; Mc 10, 30).
Antes de llegar a
la meta en el recorrido en pos de la felicidad o de la santidad o de la sabiduría,
son indispensables:
§ El conocimiento de sí mismo, que se goza descubriendo su ser de
criatura, su filiación divina, su identidad como hombre o mujer que, lleno (a)
de los dones de su Creador, está llamado a la santidad y experimenta nostalgia
de Dios (VD 213; Cts. 103, 124, 126. Sincera alegría en el vivir cotidiano: Entusiasmo
en la búsqueda de Dios solo (VD 214).
§ Lucha y triunfo sobre los obstáculos, sin perder jamás la esperanza (VD
215, 168 y 263).
§ Confianza ilimitada, apacible, activa y responsable en la Providencia de Dios
Padre-Madre y en el amor maternal de la Santísima
Virgen (154, 216).
§ El peregrino buscador “se pierde” en el alma, en el espíritu de María,
renunciando enteramente a su egoísmo. (VD 22, 217, 264, 257, 265; SM 70).
§ Perdido en María, el peregrino buscador, vive en Jesús y para Jesús (VD
119, 61,67).
§ En este camino hacia la santidad, el viajero termina su itinerario y vive para “Dios Solo” (VD 55, 59, 225).
V. CUESTIONAMIENTOS FRENTE A LA CARRERA UNIVERSAL
HACIA LA FELICIDAD
Mirando el mundo de
mujeres y hombres que nos rodean, y mirándonos cada uno, a pesar de nuestras
diferencias bien evidentes, somos semejantes en el afán de santidad, de
felicidad; pero no todos la buscamos y deseamos igualmente, con la misma sed,
con la misma convicción, con la misma premura. ¿En esta búsqueda transitamos
por el mismo camino con las mismas ayudas? ¿Creemos que sólo con nuestro
esfuerzo podemos alcanzar esta gracia?
Pascal dice que
“todo el mundo desea ser feliz, incluso los que van a perderse”; pero ¿cómo
entendemos la felicidad? En nuestro siglo XXI, podemos decir sinceramente como
Montfort, hace ya tres siglos, “feliz, mil veces feliz, quien ha encontrado la Sabiduría , quien ha
descubierto que María es camino a la felicidad”.
Jean Morinay
escribe: “Cuando uno es hombre, creado a imagen de Dios, necesariamente busca
ser feliz y, aunque uno quisiera impedírselo, sería imposible, aclarando que no
todo el mundo tiene la misma idea de la felicidad”. “Donde está tu tesoro, ahí
está tu corazón, decía Jesús”, pero no todo el mundo coloca su tesoro o su
corazón en el mismo lugar. Se llega, incluso, a tener ideas enteramente
opuestas a la verdadera felicidad” (Marie
et la faiblesse de Dieu. Ed. Nouvelle Cité, París, pág. 18).
¿Buscamos siempre
la felicidad infinita? ¿La buscamos cada día más a pesar de las dificultades
inherentes a todo mortal?
¿Buscamos siempre
la verdadera riqueza, el verdadero placer, la verdadera grandeza?
¿La sabemos
encontrar incluso en la cruz?
Cuando busco amar y
ser amado, ¿cuál es mi motivación?, ¿busco los “tesoros de Dios” como los buscó
Jesús, como los buscó María y en general todos los santos?
¿En las páginas
anteriores supe encontrar lo que constituye la felicidad para Dios, para Jesús,
el Verbo encarnado, para María, para mi persona a fin de ser capaz de
contagiarla?
¿Creo que la
verdadera felicidad es posible aún en esta época tan confusa de nuestra
historia nacional y mundial?
¿Realmente María es
para mí, el “camino hacia la felicidad?”
C O N C L U S I ÓN:
María posee y
comunica la Felicidad, porque fue y es Feliz. Y porque la Escritura la declara
“Feliz, bienaventurada, porque has creído” (Luc. 1, 49; Ecle.15, 20-25). Ella es nuestro camino
recto, seguro y perfecto para hacernos felices. Quien vive habitualmente en
Ella y con Ella, y obra siempre en y para Ella (VD 258, 60, 61-65), vive y obra
en Jesús y cuanto piensa, ora, sueña y realiza, lo hace siempre con absoluta
pureza de intención y solo por el reino que es la Gloria de Dios.
La experiencia de
grandes santos muy felices en medio de toda clase de pruebas y hasta del
martirio, testifican cómo la Santísima Virgen los ayudó a vivir intensamente
esos momentos y circunstancias en serenidad y abandono absoluto en las manos
del Padre. Pensemos en un Montfort, un Gabriel Jacquier, una Teresita de
Lisieux, una Marie-Louise Trichet, una Bernardita Soubirous, un Maximiliano
Kolbe y un Juan Pablo II, por no nombrar muchos otros. Qué existencia tan dura
vivieron, pero qué vidas tan logradas y cuánta alegría mostraron en el seguimiento y en la
identificación con Cristo crucificado.
Necio, soberbio,
quien no quiera comprender la gran misión que la Santísima Trinidad
confió a la Madre
de Jesús.
Duro de corazón,
quien no sienta necesidad de ser y de portarse filialmente con María, pues Ella
es, por designio de Dios, necesaria a nuestra Redención, ya que sin su sí, el
plan redentor, tal como estaba concebido desde la eternidad, no hubiera podido
realizarse (ASE 104, 108).
Y ¿quién no aspira
a ser feliz? ¿Quién no necesita ser feliz en esta tierra? ¿Quién no se esfuerza
por conseguir la realización de la promesa salvadora? Razón de más para buscar
a María, conocerla mejor para amarla más, seguros de que Ella jamás será
obstáculo a nuestra felicidad, sino segura prenda de alcanzar la verdadera sabiduría.
Ser feliz es estar,
como el Niño en brazos de su cariñosa Madre.
Ser feliz es gozar
de una conciencia transparente que da seguridad, libertad, serenidad y paz.
Ser feliz es tener
la certeza de que Dios nos ha amado, nos
ama y amará siempre.
Ser feliz es
disfrutar haciendo la Voluntad Divina en cada momento.
Ser feliz es haber
encontrado el camino para serlo, en María, la mujer que acogió la FELICIDAD
encarnada en su seno, abandonada en su regazo, obediente a sus maternales
deseos.
Finalmente, ser feliz
hoy es reconocer, a través de María, la presencia santificadora del Espíritu,
la acción salvadora del Verbo, la plenitud del don hecho por el Padre Eterno,
en el corazón que palpita, en el trabajo de los hombres y mujeres, en la
belleza de la naturaleza que nos rodea, en la sonrisa sincera de los niños, en
la mirada cálida de las madres, en la vida que se estremece ante el misterio y
adora con fe el acontecer cotidiano en la naturaleza, en los semejantes, en sí
mismo.
Ser feliz es
disfrutar de la riqueza de la Palabra como alimento cotidiano y la mujer o el
hombre que es consciente de su felicidad exulta de gozo y se vuelve poeta en su
diálogo con MARÍA, CAMINO A LA FELICIDAD:
-Yo
quiero, Señora, oír de tus labios
¿Qué
es ser feliz y cómo lograrlo?
-Feliz
es quien sonríe llorando
y
con sus lágrimas riega la tierra;
quien
carga con la Cruz
cantando
y
siembra paz en plena guerra.
-Feliz
es quien me ama
y
se sacia de mis Frutos,
quien
con fe, come a Jesús
y
es fuerte entre disgustos.
Feliz
es quien vive en mi regazo
oculto,
silencioso, escuchando
la
voz de la Verdad
que es Cristo,
y
sin cesar te está hablando.
Feliz
el que tiene limpia el alma,
el
pobre y manso en el espíritu,
el
que perdona y jamás reclama
recompensas
y prestigio.
Feliz
quien revela en actitudes
que
busca sólo a Dios
por
mil caminos de virtudes
siempre
tras las huellas del Señor.
Feliz
quien llora con el triste,
y
comparte lo suyo con largueza;
quien
como lazarillo asiste
a
los ciegos de Dios y su belleza.
Feliz
es hoy, en este suelo,
quien
busca amar sirviendo
al
marginado, al triste,
que
no tiene sed de cielo.
-Gracias,
Madre y Señora de mi vida
por
invitarme a caminar por el sendero
que
transitaste siempre recogida,
tras
las huellas del Cordero.
Agosto 7 de 2006
Hna. Luisa de la Encarnación , HdlS ( Q. E. P. D).
[1] San Luis Grignion, El secreto de
María. En Sabiduría de Dios,
Felicidad del hombre: Obras completas de San Luis María Grignion de Montfort. En
adelante SM.
[2] La
Santa Biblia. Ediciones Paulinas, LV edición traducida,
presentada y comentada para las comunidades cristianas de Latinoamérica y para
los que buscan a Dios.
[3] San Luis María Grignion, El amor
de la Sabiduría
Eterna. En Sabiduría de Dios, Felicidad del hombre:
Obras completas de San Luis María Grignion de Montfort. En adelante ASE.
[4] San Luis María Grignion, Tratado
de la verdadera devoción a la
Virgen María. En Sabiduría de Dios, Felicidad del hombre:
Obras completas de San Luis María Grignion de Montfort. En adelante VD.
[5] En adelante Ct.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica. Asociación de Editores del Catecismo escrito en orden a la aplicación
del Vaticano II – Juan Pablo II, Obispo.