Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
El misterio de Nuestra Señora de la Peña está tallado en piedra bogotana.
Las figuras permanecen en su camarín como centinelas de una petición invencible:
“No tienen
vino” (Juan 2-3).
Su templo, custodio de una herencia de milagros, ha soportado el rigor del asombro.
Las estatuas andariegas bajaron del alto risco en hombros de labriegos.
Caminaron contra el vértigo del abismo. Dos veces, arriba, en el filo del despeñadero,
la rústica ermita fue derribada por los vientos de Oriente (1714-1715).
La necesidad divina por estar cerca de su pueblo permitió la hazaña del
descenso de la Virgen y su familia. La cima del cerro de Los Laches los recibió
bajo una cúpula de adobe y tejas castellanas para reposar con la dinámica del
servicio al prójimo.
El recinto fue ampliado por distintos capellanes para atender la romería
que certificaba la gracia abundante de un Dios providente.
El gentío anónimo subió por las trochas lodosas de la loma para dejar sus
mandas agradecidas. Conducta que generó recursos para crear espacios y albergar
romances.
Las épocas cambiaron. Las devociones encontraron, junto a sus veredas, un
lugar para la complicidad mística, la subversión política, la promesa amorosa,
las carnestolendas y el robo artero. Entre bendiciones y orfandad el templo
creció. Era restaurado, abandonado y visitado por los menesterosos.
Los ciclos del material volvían a envejecer la funcionalidad de las vigas.
Los desplomes marcaron un derrotero de continuas mejoras. La Ermita de la Peña
Nueva era reparada contra los sinsabores económicos y los dolores sacrílegos.
La fuerza de los fieles volvía a resanar la costumbre herida del daño en el
patrimonio cultural. La huella de los ladrones hizo constantes mellas. Los
saqueadores de tesoros eclesiales profanaron su silencio sacro. La lacra del
asalto tiznó de infamia a sus muros centenarios. Es la iglesia capitalina más
lacerada en su digna esencia. El sitio en descampado, rodeado de bosques y
moradas de invasores, precipitó la atracción del malandrín por el hurto
acompañado del espíritu protervo.
La crónica de la edificación está estigmatizada por el ataque sistemático
de las cuadrillas de malhechores. Así, entre ultrajes de bandoleros creció
hasta convertirse en un santuario mariano arropado con un manto de nubes
paramunas que ciñó el olvido.
La amnesia cachaca se niega a mirar desde sus calles hacia el sitio del
prodigio. El monumento la contempla con la benevolencia maternal de María
Santísima.
Ella, la Patrona, con su encanto pétreo pervive entre los siglos de la
ciudad. Su distancia solariega, emboscada entre eucaliptos y chusques, custodia
el alma de Bogotá.
La morada vigilante siguió engalanando sus áreas circundantes con bellos
diseños arquitectónicos realizados por el padre José Vicente Sandino.
Este cultor de la forma logró integrar la naturaleza boscosa a la armonía del
culto católico bajo un profundo toque de encanto, entre lo colonial y lo contemporáneo.
La belleza respira luz.
La capilla luce como esbelta pieza de una era de esperanza evangelizadora. Ensamblar
los jardines de la montaña, los salones del Seminario
Redemptoris Mater y las antiguas instalaciones del Centro Mariano de Colombia
son una creación urdida por un sueño celestial.
El lírico sentir de sus líneas coloridas abrió un camino de gozo para los
peregrinos. El faro trasmutado de los salmos volvió a elevar sus coros sobre
los gemidos trágicos del desamparo.
El padre Richard Struve seguramente contempla desde la santidad de su
eternidad como su querida Virgen de la Peña retorna al callado trasegar de sus
hazañas. Otra vez, como antaño el altar es levantado por manos de sacerdotes. “reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y
repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar”. (Hechos 15-16).
El oficio de los constructores ha vuelto a triunfar. Hay júbilo encendido
sobre la veleta de ocres colores. Artefacto metálico que corona la punta blanca
del campanario. Ella señala la insaciada ilusión de Dios por su villa
consentida.
Falta saber si la capital dejará sus modas de banalidad foránea para
aferrar una humilde camándula. El salterio le permitirá comprender las palabras
de san Ireneo de Lyon contra las herejías (IV, Pr 4; 39,2).
“El hombre es una mezcla de alma y carne, una carne formada para ser semejante
a Dios y modelada por sus dos manos, es decir, el Hijo y el Espíritu. Es
dirigiéndose a ellos que dijo: «Hagamos al hombre» (Gn 1,26).
Pero ¿cómo podrás un día ser divinizado si todavía no eres hombre? ¿Cómo
podrás ser perfecto, siendo así que apenas eres un ser creado? ¿Cómo llegarás a
ser inmortal siendo así que no has obedecido a tu Creador en una naturaleza
mortal?... Puesto que eres obra de Dios espera pacientemente la mano de tu artista
que hace todas las cosas a su tiempo oportuno. Preséntale un corazón flexible y
dócil y conserva la forma que te ha dado ese artista, guardando en ti el agua
que viene de Él y sin la cual, endureciéndote, rechazarás la huella de sus
dedos.
La Virgen de la Peña, signo del amor del Padre por Bogotá Foto J.R.C R. |
Si te dejas formar por Él subirás hasta la perfección porqué a través de
este arte de Dios el barro que eres quedará escondido; es su mano la que ha
creado tu sustancia... Mas, si endureciéndote, rechazas su arte y te muestras
descontento que te haya hecho hombre, por tu ingratitud para con Dios habrás
rechazado no solamente su arte sino la misma vida; porque formar es propio de
la bondad de Dios y ser formado es propio de la naturaleza del hombre. Pues si
tú te entregas a Él poniendo en Él tu confianza y sumisión, recibirás el
beneficio de su arte y serás la obra perfecta de Dios. Si, por el contrario, le
resistes y huyes de sus manos, el culpable de ser inacabado por no haber
obedecido, serás tú, y no Él.
La metrópoli de la Inmaculada Concepción, con su encantadora chispa de
joven alegría, volverá sus ojos húmedos de delirios lóbregos hacia su
Corredentora. Nuestra Señora de la Peña,
su Reina y Alteza Real, recibirá de sus devotos una plegaria llena de gracia.
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