Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“No añadan ni quiten nada de lo
que yo les ordeno”. Dt 4,2.
La palabrería se volvió la conducta de una costumbre sin mística cristiana.
El vocablo de la heterodoxia orante se convirtió en moda, muletilla,
jeringonza, denuesto y capricho.
La conducta repetitiva de los rezos sin criterio adaptada al mercantilismo
religioso de la búsqueda del fenómeno, (escarcha, luces, sonidos, etc.), impone
un espectacular acto de arte dramático o en su defecto un trastorno histriónico
con gestos y gemidos dolorosos en la entonación del santo rosario.
El palabrero aprovecha el escenario: el templo. El Santísimo, expuesto o
reservado, es sometido a una serie de súplicas sin coherencia ni tregua. La
jerga empleada tiende a ser el conjuro superior que administra la justicia o la
cólera divina al rogar por las almas condenadas.
Ese ejemplo, tan de boga en la vida parroquial, tiene tres espacios
desoladores en el reglón de la práctica religiosa. Primero, la expresión
“mamita María”. Esta se usa como distintivo del buen católico para llamar la
atención sobre su exquisito conocimiento de la doctrina mariana. Y resulta ser
un egocentrismo dictatorial en contravía del dogma. Rota la relación íntima del
neuma con la Palabra viene el segundo tema sombrío. El feligrés recita la avemaría
a su acomodo. La mutila y la rellena de frases insulsas cuyas añadiduras
espontáneas dependen del estado emocional de quien preside. Principio del caos.
El tercer campo, donde desemboca esa riada de errores, es el salterio de
María. La meditación de los misterios de la vida de Cristo queda seriamente
condicionada a la necesidad del noticiero, el funeral familiar, la peste
mundial, la urgencia del desempleo o el secreto tenebroso del adulterio.
El cuadro, escrito a pinceladas de asombro y protesta, es impuesto por el
abuso del director de la asociación y sus consejeros. Ellos apoyan con
genuflexiones el desastre llevado a la condición de logro radical. La retahíla,
adiestrada sobre la Biblia, el magisterio de la Iglesia, la patrística y el
olvidado catecismo es un hecho galopante en la confusión reinante de un mundo
sin liderazgo.
¡Ay! de aquel que intente volver el rosario al estado natural establecido
por la Iglesia. Si por milagro no es lapidado recibirá una andanada argumental
repleta de comentarios extraídos de las redes sociales y su gestor la Internet,
el oráculo del siglo digital.
La razón simple del consejo, la sana lógica dialéctica, la invitación a la lectio
divina son rápidamente aplastadas por un torrente de vicios extraídos de los cultos
cuyo ídolo omnipotente es la opinión, el ocaso de la posmodernidad.
El sectarismo fanático, tan criticado anteriormente, es la fuente
nutricional del error elevado a la potencia de la vanidad. Basta un retiro de
fin de semana para que el participante salga profundamente convencido de sus
cualidades de hijo de Dios.
Por tanto, ese heredero prodigio, se convierte por la gracia santificante
de su credo reformista en profeta del Apocalipsis, rey de la sacristía sanador de
dolencias ocultas, apologista paulino y asesor de la Santísima Trinidad para
asuntos teológicos.
En síntesis, sin María Inmaculada, la Madre del Verbo Encarnado, se
trastoca el Evangelio, tarea de herejes.
Es indispensable el estudio de la Sagrada Escritura y los textos de la Iglesia, para desarrollar una auténtica y fructífera devoción Mariana.
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