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Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Foto JRCR. |
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad
Mariológica Colombiana
El santo rosario
es la historia de Dios narrada por María.
Y al recitar esta
plegaria, los latidos del corazón inmaculado de la Santísima Madre del Redentor
se escuchan en las profundidades del neuma. Sus ecos, meditados en el misterio
de la divinidad trinitaria, se convierten en la herramienta de la beatitud. Las preces penetran insondables en la
conducta del penitente.
Lentamente, el
oficio de esta abstracción rompe las estructuras que atan la debilidad del
creyente a la trasgresión del orden moral. Las invocaciones actúan silentes
sobre la rutina y las distracciones propias del pensamiento ubicado en las
imágenes del gozo o del dolor, luz y gloria de la crónica de la salvación. El
poder infinito de la imprecación oficia como la medicina celestial, bálsamo para
las llagas de la flaqueza. Su fuerza vigorosa detecta las razones desahuciadas de
la conciencia donde las semillas de la malignidad tienen sus depósitos de insubordinada
resistencia a la humildad.
Así, el rosario es un prodigio entretejido con los dedos del devoto. Es un dispositivo de tracción entre el Evangelio y la gracia santificante. Su acción virtuosa enciende en la conciencia catequizada la vivencia del amor de Cristo. El resultado de este encuentro con la vida del Verbo permite romper las talanqueras de la acedia. Ella impone y se adhiere a esta época de infortunio. Este tiempo, oscurecido por las dictaduras del derecho al pecado, impone como logro constitucional la muerte. Este fenómeno requiere un choque frontal con el salterio de María.
Allí, en la
contienda, el fiel se inclina para implorar, con la dinámica serena de una
camándula, el milagro de su conversión.
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