jueves, 17 de enero de 2013

La Maternidad Divina, principio de la corredención



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la Sociedad Mariológica Colombiana

La Santísima Virgen María, Madre de Dios, es la consecuencia diametral y opuesta al primer pecado. Se podría decir como san Pablo: “bendita culpa que mereció tan grande corredentora”.
La frase, de fascinantes enigmas, busca con premeditación captar la atención del lector. Y para entrar en la materia se usará una discusión teológica. Si Eva no hubiera consentido su falla, ¿habría Dios predestinado a la Virgen Madre para la encarnación de su Hijo?

En términos sencillos, si la respuesta es negativa ratificaría la tesis del primer párrafo. Sin la caída de Eva, la primera virgen, no existiría la segunda virgen, la Madre del Salvador. Tampoco se produciría el giro de vocales sobre el eje de una consonante para cambiar la semántica de una palabra, Eva por Ave. Hebreo por latín.

Sin el yerro trasgresor de la ley no se tendría la necesidad vital del Verbo encarnado. Paraíso sin redención.

Ahora para intentar comprender el dogma de la Maternidad Divina y su relación con el Redentor de los pecadores hace falta retroceder a un estado primigenio sin las variables del tiempo conceptual.

El ángel más agraciado, poseído por el hechizo fulminante de su interminable belleza, decidió separarse del amor, su creador. La vanidad le arrebató la humildad. Esa conducta narcisista le generó un deseo protervo. La rebelión de la hermosura gestó la caída del precioso ser de luz. El renegado fue expulsado del corazón de la Divinidad. “…Y Jesús les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo… (Lucas 10,18). El cielo se cerró y se abrió el infierno.

La ruptura en la lealtad, que desmembró a la creación, generó las fronteras entre dos senderos definitivos, el bien y el mal. Entre los linderos hubo restauración e impulso fulgurante. El Espíritu Santo latía en el universo. El Génesis habló de un jardín ubicado a las orillas de los ríos Tigres y Éufrates (Mesopotamia), pero olvidó decir que en la parte baja de Persia (Babilonia), el demonio preñado por el orgullo paría a la muerte.

Entonces, el querube luciferino invitó a una doncella a delinquir. El oído, pieza maestra de la acústica celeste, convirtió el sonido seductor en ondas de escándalo al trasportar un argumento falaz a la conciencia femenina. La declaración de la desgracia gritó: Eva, maldita Eva. Mujer de vientre trágico. Eva, violencia de la carne deshonrada. Eva, concubina del maligno.

La aceptación de la infiel envenenó al infortunado Adán y la dupla de cieno trastocó la historia del Omnipotente. El anatema signó la frente de la pareja inmunda. El caos tenebroso vociferó su aliento ponzoñoso sobre el polvo voluptuoso. Y sobre la expansión de la ruina se levantó la aurora de una esperanza invicta.

En el Edén, la sentencia inapelable del Eterno anunció la predestinación de la prederrimida junto a la promesa mesiánica: “…Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya;  esta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón…" (Gen. 3,15).

La época de las quimeras comenzó a trasegar por los polvorientos caminos dejados por las huellas agonizantes de una Eva anciana. Ella arrastraba la vergüenza sobre el horizonte de sus afectos. La desobediente repoblaba la patria de las pasiones con el estigma de Caín.

La humanidad adolescente inventó los siglos denigrados por los ídolos y las trifulcas. Elevó los privilegios de la sensualidad a la insospechada aristocracia del placer. Las tribus se saciaban de  ritos vacíos y el neuma gemía. Sobre ese surco del hastío se sembró la semilla de los patriarcas. Ellos incubaron el linaje de los profetas y la claridad de una esperanza se levantó inquieta. La ilusión sacra titilaba en el lejano espectro de un alba nerviosa.

El Todopoderoso decidió tener una madre, tabernáculo de su ser. Y desde aquel vientre fecundo en santidad la humanidad se llenaría de gracia porque su Liberador la redimiría de la mancha brutal injertada en su ánima por la felonía de doña Eva. “…Pues el Señor mismo les va a dar una señal: La Virgen está en encinta y va a tener un hijo al que pondrá por nombre Emmanuel…”  (Isaías 7,14). 

La perdición enfrentaría el proceso inverso, la reparación.

El Dios, trino y uno, designó a su embajador para poseer a la  Santísima Virgen María con su voluntad y desde allí invitar a todos los hombres hacia el Evangelio.

El supremo arcano de la liberación fue entregado al arcángel san Gabriel. Él le hablaría a la Virgen de Nazaret sobre la encarnación en su seno-sagrario. Así, la palabra se haría carne y la primera Eucaristía se celebraría en la intimidad espiritual de la gloriosa Virgen María. 

El secreto de la salvación requirió de un encuentro entre la perfección del amor y la pureza en obediencia. El prodigio de la concepción lo explica uno de los grandes teólogos de la Iglesia católica, Juan de Fidenza. Este punzante crítico de los herejes,  resumió de forma precisa el momento cumbre de la fusión integradora de los valores divinos con el libre albedrío.

De Fidenza (san Buenaventura) escribió en el libro Comentario sobre las sentencias de Pedro Lombardo “…Era de todo punto conveniente, que María concibiera a Jesús antes por el afecto del alma, por la santidad y el amor, que por el cuerpo. Más para ello, para amar al Hijo de Dios que iba encarnarse en sus purísimas entrañas, debía conocer el misterio inefable que iba a obrarse en Ella. Así podría reconcentrar en Él todo el ardor, toda la fuerza, todo el fervor de su alma divinamente exquisita y santísima. Todo el ímpetu de aquel espíritu poderoso de la Virgen, adornado sólo él de más gracia que el de todos lo santos juntos, ardió con mayor acrecentamiento de afecto ante el gran anuncio…” Por fin, el castigo dobló su cerviz ante la Inmaculada. El Nuevo Testamento se le anunció a María:
“…En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret.  A una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Entrando le dijo: ‘Alégrate, llena de gracia; el Señor es contigo’. 
Ella se turbó al oír estas palabras, y discurría qué podría significar aquella salutación. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús: Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin.
Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: ‘El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu pariente, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios’.
Dijo María: He aquí a la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y se fue de ella el ángel…”
Si los señores protestantes leyeran este pasaje entenderían con sencillez didáctica que el Santo Evangelio quedó poseído perennemente por la maternidad de María. El primer milagro de Jesús se obtuvo por la maternal petición de sus labios. La Iglesia es su hija consentida. La cruz le traspasó su fe de Madre Dolorosa. Amó la resurrección con delirio materno y cobijó los temores de los apóstoles desde la Ascensión hasta Pentecostés.
En síntesis, los cismáticos arrepentidos le dirán a la Beatísima Virgen María las palabras de santa Isabel: “… ¿De dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí?...” (Lucas 1,43).

No hay comentarios:

Publicar un comentario