Sociedad Mariológica
Colombiana
El alto de la Peña Vieja sigue siendo
un lugar de tristezas agrestes. La lucha de los vientos por barrer esa cima
tutelar se fatiga de pasar siempre por las ruinas profanadas por las manos
abyectas de los servidores del mal.
Entre los muros
sobrevivientes de la capilla, levantada por el padre Ricardo Struve Haker y
reconstruida en 1985 para celebrar los 300 años del hallazgo de un milagro
pétreo, se encuentra los trazos del vandalismo alienado por la moda extranjera.
Un grafito marca la
diferencia con una palabra clave: “clown”. El arte de los bufones dejó su
huella de ignorancia en un emplazamiento sagrado para la memoria de Bacatá.
Entonces, qué pasión
invita a desafiar precipicios y tupidos matorrales en un ascenso que termina
frente a una gigante cruz de hierro que vigila desde el borde de un abismo a la
ciudad de la
Inmaculada Concepción.
La respuesta la narró
doña Edilsa. Ella vive en Suba y una tarde llegó a su hogar una señora para
hablarme de los milagros de Nuestra Señora de la Peña. La mensajera narró
el prodigio hasta dejar muchas incógnitas. La charla terminó con varias
expectativas que se guardaron en el corazón de la esperanza. Los días pasaron y
la rutina hogareña disolvió cualquier alternativa de visita parroquial.
Las dudas de la expectativa
quedaron sembradas entre la tierra de la pregunta inconclusa ¿cómo llegar a ese
santuario? Lo único que recordaba era tomar un bus de Transmilenio hasta la
estación Museo de Oro y de ahí coger transporte para el barrio El Guavio. El
resto de las indicaciones bastaban para perder a un sabueso callejero. Pasó un
año y a la morada de Edilsa se presentó una vecina que la invitó a participar
en el cierre del año jubilar de la Arquidiócesis de Bogotá, en sus 450 años de vida.
El 24 de marzo de 2014 Edilsa
se encontró, en medio del gentío, con los miembros de la Sociedad Mariológica
Colombiana que desfilaban cargando un pendón donde aparecía una fotografía que
le llamó la atención. Sin pensarlo hizo contacto con don Juan Alberto Ramírez,
vicepresidente de la institución. El buen Juan se sentó bajo un sol canicular
en una esquina de la Plaza
de Bolívar a contarle la historia de la desconocida Patrona de la urbe.
La clase se prolongó por
unas dos horas hasta la
Eucaristía campal. La improvisada alumna quedó de comunicarse
por teléfono para concretar una cita, pero no llamó. El lunes 14 de abril,
Edilsa marcó el número de la casa de Ramírez, pero preguntó por Ramiro.
Las buenas maneras
lograron descifrar el error de la comunicación. Se encontrarían en la estación
del Museo de Oro al día siguiente, martes santo, para ir a conocer la casa de
Nuestra Señora de la Peña ,
el Centro Mariano Nacional de Colombia y la Ermita Vieja. En los
últimos 30 años nadie había podido hacer el periplo completo por circunstancias
varias.
Pasadas las diez de la
mañana, se apearon de un taxi amarillo, de los denominados “zapatico”, Juan
Alberto, Edilsa, su esposo y sus dos hijos, David y el pequeño Cristian.
Entraron al Centro Mariano a curiosear en la biblioteca y a hacer preguntas.
Contemplaron cuadros, repisas y caminaron por sus rincones en busca de
respuestas. No podían creer que en un solo salón había más de 4.000 libros en
ocho idiomas que hablaban de un tema desconocido, la Bienaventurada Virgen
María.
Mientras los turistas
observaban, Juan Alberto salió para hablar con la secretaria del despacho
parroquial y solicitarle el respectivo permiso de ingreso a la iglesia de las
puertas cerradas, pero el inconveniente apareció. El señor párroco, padre Puyo,
llegó en su camioneta, se bajó y negó rotundamente la entrada a los peregrinos.
La negativa del
sacerdote debe ser un paradigma de la predicación sin evangelización. No
se puede conocer la morada de Dios porque aquí mando yo, y punto.
El escollo se incrementó
cuando una masa de negros nubarrones se apoderó del cerro tutelar y las
primeras gotas de una lluvia pasajera humedecieron el atrio. El ascenso quedaba
suspendido por razones de seguridad.
Sin embargo, para el no
del presbítero y la inoportuna llovizna, el cielo tenía otra respuesta. El
aguacero se fue acompañado de la neblina. La loma seguía vestida con sus
cúmulos grises, pero se mostraba accesible.
El grupo tomó el antiguo
camino sobre las diez y media de la mañana por entre eucaliptos, pinos y
malezas. Este cronista se sumó a la excursión para cerrar la marcha hasta la
zona del polígono donde varios agentes de la Policía Nacional
afinaban su puntería.
En ese punto hubo que
acudir a los encantos de la retórica para convencer a un subintendente. El
uniformado se oponía al paso de los andariegos. Cuando las palabras casi
lograban su cometido, el comandante de la unidad autorizó continuar por la
senda.
La trocha, sobreviviente
de las huellas que dejó el olvido, estaba cortada por unos troncos que se
derrumbaron sobre su ruta. Nada que la flexibilidad corporal no pudiera
sortear. Más adelante, aparecieron las cuevas, unas guaridas de malandrines que
guardaban desechos humanos. La contaminación marcó el último espacio donde el
hampa asesinó a la naturaleza.
El olor a campo libre
compensó al esfuerzo sudoroso que anunciaba que la subida era cada vez más
empinada. Al rato se llegó a una cresta destapada, borde cruel. Desde allí se
contempló a la capital lejana junto a un precipicio que no admitirá errores.
Hay que andar con pies de plomo porque se bordean los espacios abiertos donde
el vértigo es el compañero de aventura.
Veinte minutos más
tarde, se hizo una pausa para beber en las cristalinas aguas de un pozuelo.
Esta fuente aún vierte agua limpia entre pedruscos, helechos y el chusque. Los
refrescados ascendieron hasta la desvencijada ermita. Sus muros resistían con
sus contrafuertes el empuje de los ventarrones.
El frío invitó al
merecido descanso. Un refrigerio de emparedados compuesto por jamón de cordero,
pan y queso sirvieron para saciar el hambre del medio día. Una hora y 25
minutos duró la marcha hasta la meta.
Luego del reposo, en un
acto de protesta contra el abandono estatal de la negra roca donde Dios
esculpió la imagen de su familia, este redactor anudó una camándula a la
monumental cruz que cuida los vestigios. El acto quería recordar que ese sector
es para la oración y no es el patio de prácticas para los grafiteros sicóticos.
Fin de la moción de censura.
La prisa de Ramírez guió
el descenso por entre los mismos vericuetos enmarañados donde no se vio ni
escuchó un solo pájaro, de los que habitan en aquellos parajes salvajes. El
afán de Juan Alberto radicaba en pedir permiso en el Seminario Arquidiocesano
Misionero Redemtoris Mater para ingresar a la colonial ermita. Por segunda vez,
la respuesta fue un no radical. Dios bendiga a esos tiempos crueles cuando los
hijos del cristianismo impedían a los romeros el ingreso a un oratorio mariano.
Mientras los hombres
consagrados imponían sus cortapisas a la devoción. La muerte llegó para abrir
las puertas de la capilla. Un cortejo fúnebre esperaba al padre Puyo para
participar de las exequias. El templo estaba abierto… Réquiem por la oposición.
Nuestra Señora de la Peña le permitió a Edilsa
visitar el altar en compañía de su familia porque una talanquera clerical le
cerró paso. La mujer, que movió las montañas para conocer a la Reina y Alteza Real de
Bogotá, entró y rezó un Ave María ante su Señora, la mujer vestida de piedra.
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