jueves, 15 de enero de 2015

La romería, el surco de las promesas



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

La Virgen de Chiquinquirá desapareció ante los ojos de varios peregrinos asombrados. Eran las 16:50 del 25 de diciembre de 2014 y el ruido del alpargate, que fatigó las trochas con el sudor campesino de 428 años de tradición sin tregua, no les dejó entender el fenómeno. La luz, que entraba a la basílica desde la plaza, se reflejaba en el cristal para ocultarla.

Bastaba con ponerse de rodillas para contemplar a la Reina en su histórico esplendor. Algunos se inclinaron para recitar una jaculatoria que heredaron, el 26 de diciembre de 1586, de doña María Ramos: “…Pues sois de los pecadores –el consuelo y la alegría- oh madre clemente y pía- Escucha nuestros clamores…”

El sonido de las preces, al pasar por las camándulas, chocó contra el gentío que ingresaba para asistir a la Santa Misa de las cinco de la tarde. La nave central parecía un recibidor de júbilos. El caos de las formas humanas, desatado por la celeridad, luchaba por un asiento en el ámbito sacro. Los pequeños, aprendices del oficio de implorar y agradecer, se metían por entre las bancas en un juego de escondites.

En el presbiterio, un sacerdote dominico, apoyado por sus acólitos, intentaba obtener un tris de respetuoso silencio para empezar la Eucaristía. Vano intento. El murmullo del tumulto imponía la fuerza de su estrépito de feria. El guateque sumaba sus cuitas al desbarajuste decembrino.

La música del villancico Anton tiruriru logró apaciguar el indisciplinado flujo de gentes, mas no el desfile de promeseros. Un anciano de edad casi centenaria avanzaba de rodillas con una vela encendida entre sus manos, cansadas de  trajinar con el arado. Metros atrás un clan le seguía. La procesión la encabezaban los infantes, luego sus padres. Al tren de penitentes se enganchó una madre con su hijo recién nacido en los brazos. La fatiga la doblegaba y sus articulaciones sonaban a rótula lacerada. A ella se unió otra matrona con un atado de “milagros” entre sus palmas. Ocho figuras de cera amarilla sobresalían de aquel manojo de favores. Al cierre de la primera fila, unos muchachos cargaban a su abuelo en una silla Rimax blanca. El objetivo de ese tropel, de ardorosa acometida, era la baranda del presbiterio donde los precavidos dominicos habían colocado cuatro cajas de madera para depositar los cirios, las veladoras y las tradicionales mandas. En apenas un rato se llenaron de pegotes derretidos.

La libreta de apuntes se cerró ante las miradas curiosas de unas abuelitas que ocupaba la parte posterior. Las supervisoras se inclinaba para intentar leer las notas a la vez que preguntaban: “Sumercé, que es lo que tanto escribe si ya estamos en Misa”.

La toma de datos continuó, terminada la Acción de Gracias, por los pabellones laterales donde más de un turista despistado miraba con el ceño fruncido a las prácticas piadosas de sus coterráneos. El fingido asombro era el producto de una conducta un tanto increíble, pero arribista porque en el país viven personas convencidas de que la nacionalidad empieza en Miami y termina en París.

Afortunadamente llegó un señor de Bucaramanga para rescatar la identidad del acontecimiento. Sin preámbulos preguntó: “Ya va terminando el rosario, mano”. La camándula, que colgaba junto al cuadernillo, no sirvió de invitación para rezarlo en compañía. El buen santandereano se disculpó porque necesitaba urgentemente saber dónde encontrar a algún padrecito, de hábito blanco y negro, para que le bendijera las vitelas de la Patrona.

La presteza del paisano le recordó al cronista que debía volver al hotel. En esa estancia dejó su morral en prenda de garantía para que le asignaran un dormitorio donde pasar la noche.

Aquí la historia se interrumpe para narrar un acontecimiento anterior que ilustra el embrollo de conseguir posada en una temporada alta del desasosiego chiquinquireño.

La reservación se hizo el 13 de diciembre, en la Capital Religiosa. Al confirmarla, una semana después, resultó que ya estaba asignada. La retórica de la tarjeta de crédito no sirvió. El regaño bogotano, menos. Solo quedaba masticar la frustración para  implorar, con algo de cordura, un prodigio. La época imperaba y la opción de los hoteleros era colocar un cartel en la puerta que decía: “No hay habitaciones”. Muchos dormirían su juma en los parques o en sus vehículos. Es una circunstancia inevitable dentro de las tradiciones de la migración.

El 20, la opción de renuncia a participar en la gran romería, estaba latente. La amada supo la noticia. Ella, incapaz de retroceder ante la adversidad, movió los recursos humanos de dos departamentos para conseguir un cuarto. Logró que una familia de Zipaquirá, que visitaba a Chiquinquirá por generosa casualidad del destino, se acercara hasta la intransigente dueña del hostal, que no pudo guardar su palabra, y pagara una cuota en efectivo para volver a reservar. Intento monumental fallido. Sin embargo, la prometida con una argumentación superior de la capacidad verbal femenina, convenció a la doña de tener listo un espacio vital con retrete.

El trato quedó establecido en que a las 6:30 de la noche del 25 de diciembre en un aposento hotelero distinto al primero, y perteneciente al mismo patrón, quedaría una yacija disponible. El convenio fue pactado, vía telefónica, entre dos féminas. Aún faltaban 120 horas para el plazo.

De regreso a las realidades de la incertidumbre, era urgente llegar hasta una de esas casonas de aspecto republicano. La edificación, remodelada por la arquitectura del negocio, servía de pensión. En uno de sus balcones se insertó un desaliñado árbol de Navidad con lo cual se destacó ese aire de residencia maltrecha por el paso terrible de los años lejanos.

El encargado de la singular hostería salió de los dominios de san Alejo y expresó: “Siga al segundo piso, la cuatro ya está lista”. La escalera de madera crujió al avanzar hacia un inquietante ambiente oscuro. La curiosidad de saber cómo era el sitio ganó la partida. Resultó cómodo para un andariego. Litera doble con espejo iluminado. El lavabo tenía regadera eléctrica para calentar el agua, televisor a color, perchero, repisas con una vieja toalla y dos pastillas de jabón. El costo fue de 50.000 pesos, sin recibo. Aunque se exigió el comprobante del egreso de la billetera y el registro del usuario no hubo tales procedimientos. Es decir que el huésped, oficialmente, jamás se hospedó en aquel albergue cuya estructura fue rediseñada por la necesidad para cobijar a los forasteros devotos a los cuales les birlaron su adecuada reserva.

Resuelto el inconveniente del alojamiento se regresó a las vías, repletas de turistas unidos por el espíritu del consumo de los regocijos, las compras y los deseos buenos.

Cerca de la basílica, las carpas de los mercaderes atiborraban el espacio público con sus artesanías. Miles de rosarios, cuadros, velones, novenas, dulces, guitarras, estampas, llaveros, calendarios y banderas adornadas con la figura de La Chinca se vendían de prisa. Cada ventorrillo ofrecía al detal piezas idénticas a las del vecino. Bastaban con visitar la primera tienda para conocer el resto. La oferta del recuerdo marcaba la dinámica de una muchedumbre que compraba por docenas, sin regateos.

El panorama cambió en la Plaza de la Concepción. Detrás de los quioscos de los bocadillos estaba la esencia de la firmeza de antaño. Los andenes fueron invadidos por mesas donde los patriarcas de la cotiza comían y bebían en un festín sin pausa. Muy cerca, unos toldos improvisados, bajo luces de colorines, servían de escenario a la gran francachela callejera. La tradicional mamona se asaba en una hoguera de bulevar. Eso era el bello campamento del promesero antiguo. El atavismo de la junta de compadres reposaba a su gusto. Junto a la fogata, entre costales, se libaban las dichas de la chicha. El pueblo se adhería a su tierra consentida bajo el impulso de las juergas nacionales. Allí, el abandono de las jornadas de caminata encontró un desvencijado depósito de costumbres para vivir la sustancia sublime de la travesía. Solistas de acentos varoniles acariciaban sus tiples afinados. Las coplas punzantes, las mujeres bonitas y las sonrisas limpias eran parte del brindis de la totuma. Los bailes, junto a los ronquidos de los baquianos, se unían al festival de la abundancia. Presas de pollo, cerdo, pavo y fiambres diversos competían por un sorbo de guarapo en la pequeña estación. El caótico orden del improvisado vivaque de viajeros pedestres cambió las reglas de la convivencia social.

La vuelta a la manzana finalizó en la puerta del templo para participar en las vísperas. El empujón movía a las masas que se disputaban un sitio dentro de la basílica. El desplazamiento formal se realizó por la Capilla de la Reconciliación donde los Servidores de la Virgen preparaban las andas para la procesión principal. No se halló una posición ideal para ejercer el vital ejercicio de la reportería gráfica sin la censura del empellón.

Entre la aglomeración aún se pudo observar a los recios campesinos de Tinjacá, nacidos de la pura arcilla andina en un amanecer del siglo pasado. Ellos mantuvieron la usanza ancestral de visitar a la Virgen de Chiquinquirá a su manera. Los varones, exhaustos, inventaron una alianza con la inmensidad del amor. A sus bisnietos les pasaron un cirio encendido, un fuego vigilante de sus valores ancestrales.

El ejemplo inmenso, de esta época de relevo generacional, lo escribió un nonagenario venerable que llegó para pagar su última promesa. Venía a pie. Simplemente se acomodó en el suelo,  aferrado a su bordón, junto a una columna. Sus piernas hinchadas se negaban a moverse. El número de peregrinaciones tenía la ardentía varonil de reclamar la cifra 80, la primera en 1927. Su infancia aprendió a echar quimba entre las recuas de las mulas alquiladas para pasar los páramos de su comarca. Su sapiencia ancestral lo trajo acompañado de una raza de gigantes que andaban en muletas. Regresó para despedirse de su Señorita. Su añejamiento de roble entregó su postrera travesía. Él tenía la certeza de que el próximo año ya no regresará.

La bisagra del tiempo giró enmudecida y no quedó un alma intacta ante los acordes sentidísimos de la Guabina Chiquinquireña. El coro, de voces angelicales, entonó ese himno de juglares.

Para la segunda estrofa, la polvareda del trasegar por la vida había dejado un surco de lágrimas en las mejillas de una Patria estremecida que cantaba emocionada:

 “…Sí, sí, sí, dulce y bella noviecita
niña de mi corazón,
vamos a ver a la Virgen
y a pedirle protección.
A rogarle con fe viva 
que bendiga nuestra unión…”  


Al terminar la interpretación, un suspiro de aprobación abrió el recinto a los puntos del programa nocturno. El maestro de ceremonias intentó motivar a los asistentes. El personaje presentó a los mariachis boyacenses. Muchos se despertaban aplaudían e inclinaban su cabeza para dormir el sueño de las bancas. Entretanto, los reflectores iluminaban el baldaquino con juegos de luces que pasaban sobre el lienzo con sus  colores verde, amarillo, azul y morado.

La función se tornó algo inquietante por temas musicales como La feria de las flores que no encajaban bien dentro de la rica variedad de los ritmos vernáculos. La salida indignada del escenario se avaló con un acto de protesta silente.

El receso sirvió para tomar agua aromática en el atrio y conocer un testimonio valioso sobre la gente de Pamplona (Norte de Santander). Esos trotamundos reclamaban el derecho fundamental de estar en las festividades. Ellos desembarcaron el 22 de diciembre para recordar acongojados que fueron los primeros en “abofetear a la Virgen” y venían a expiar el pecado, herencia histórica de un acto infortunado del sectarismo de sus antepasados. Los hechos se referían al atentado sacrílego contra el lienzo de Nuestra Señora de Chiquinquirá, La Peregrina, en el templo de Santo Domingo de la Ciudad Levítica, en la noche del 20 de enero de 1913. Constancia abrumadora.

Sí, procesiones como esas edifican un altar a la memoria porque el recuento del suceso habla de una Nación que sobrevivió a la dictadura de sus traidores, entre esos el amo olvido…Para esa comitiva, el aplauso del linotipo…

El frío nativo seguía acompañando a los recién llegados, que pasadas las 10 de la noche, se abrían paso para dejar su ofrenda en los cajones de la baranda del altar. Un devoto usó todas sus influencias para infiltrarse entre la zona de mayor congestión y depositó la figura de una vivienda, testimonio de un favor celestial recibido.

Apenas suspiró, por el deber cumplido, cuando a unos metros escasos los representantes del folclor mexicano cantaron la Guadalupana. El desliz produjo un rumor de desaprobación en la asamblea. Los intérpretes se excusaron porque no tenían en su repertorio un tema más adecuado. La respuesta de muchos fue la de retirarse de ipso facto porque la tonada los ofendió.

Ojalá, la parte directiva de la organización haya tomado nota del desatino porque fue un yerro inmarcesible.

Estas páginas se permiten recordarle que en México no honran a la Virgen de Guadalupe con la Guabina Chiquinquireña… y la perogrullada de que: “es la misma Madre de Dios” solo suena a paupérrimo desastre. La feliz velada tuvo ese acto triste contra la cultura regional. “Misericordia, Señor, hemos pecado”, dice el salmo 50.

Cinco minutos más tarde, a las 10:30 p.m., el prior del santuario, fray Jaime Monsalve, O.P., agradeció a los concurrentes su participación,  les dio las gracias a los distintos colaboradores por su intensa labor logística e invitó para la procesión, a las 9:30 de la mañana.

La fiesta religiosa finalizó, pero Chiquinquirá no durmió porque por sus veredas se oían los cantos de los excursionistas que renovarían sus votos con las primeras luces del alba. Las humildes caravanas traían las ruanas izadas como banderas de la tradición que narró el suceso en lengua muisca, más de cuatro siglos atrás.

El cortejo florecido

La alborada, en la posada de emergencia, trajo los ruidos destartalados de una motobomba averiada. A esa estruendosa incomodidad se le sumaron los alaridos de protesta de una dama lejana que luchaba contra una inundación en el baño  (¿estaría a ahogando al conserje por no entregarles la factura?) El sueño irreverente anuló a la violenta alharaca.

Y por fin, la fecha esperada. El sol se levantó en su totalidad de astro candente para darle un toque de belleza veraniega a la urbe de María. En la Plaza de la Libertad, los encargados de la procesión mostraban sus relucientes uniformes y se iban formando de acuerdo con un plan preestablecido. Entre los elegidos para liderar la marcha se encontraba la Legión de María con el Praesidium Reina del Santísimo Rosario. Adelante, una camioneta blanca con unos enormes parlantes negros abría el desfile hacia abajo, por la calle 18. Lo seguían el obispo de Chiquinquirá, Luis Felipe Sánchez Aponte y  el obispo emérito de Magangué, Leonardo Gómez Serna, O.P., acompañados por los frailes dominicos. El séquito meditó los misterios gozosos del Santo Rosario.

Los Servidores de María, vestidos con túnicas azules, cargaban al hombro las pesadas andas donde se instaló un enorme cuadro. Se trataba de una copia de la tela original de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

Ese equipo avanzaba rápido y se abría paso entre la multitud reverente. Sus líderes decían: “permiso, permiso” y apartaban a los seguidores a puro brazo. La tarea del desplazamiento requería de una brigada de cargueros especializados, unidos a unos jóvenes que con sus horquetas sostenían el andamiaje en cada parada. La banda era dirigida por los mayores y un vareador encargado de levantar los cables eléctricos con un listón en forma de letra Te. Su función consistía en evitar el enredo de cuerdas con la parte superior del armazón.

Ese método de movimiento, entre cientos de trasnochados acompañantes que portaban sombrillas para poder soportar la radiación solar, hacía que el desfile fuera un fascinante paseo de estrujones. Nuestra Señora parecía navegar entre un mar de paraguas que tropezaban contra las olas de las banderas y los vendedores de agua, que en un ataque formal al sentido común, intentaban avanzar en contravía del torrente de pueblos que se metió en la estrecha callejuela.

El apretujamiento tuvo un sobresalto singular. El guía ordenó: “Peregrinos, carguen a la Virgen”. El mandato no terminó su decreto cuando ya, al menos 30 ciudadanos, relevaban de sus puestos a los caballeros de las túnicas. La precisión, rapidez y cambio de soportes resultó impresionante. Pareció como si un imán gigante los hubiera adherido a los maderos. Abuelos y muchachos de aldeas ignotas mostraban una felicidad distinta. Sudores y sollozos brillaron sobre sus pieles ajadas.

La gran marea llegó a la carrera novena y giró al sur, hacia la Capilla de la Renovación. En ese punto se presentó el segundo cambio. “Servidores, a sus puestos”, vociferó el líder. El reemplazo se ejecutó con una exactitud digna de los maestros en el arte del equilibrio, la efigie apenas se movió sin perder su noble compostura.

Los voladores estallaron para liberar sus estridentes ruidos de festival. Manotadas de pétalos de rosas rojas, lanzados desde el balcón de la casa cural, cayeron a los pies de la Soberana.

Mientras el homenaje saludaba, con algarabías y rezos, el dilecto amigo, Marco Suárez, refiriéndose al portento, comentó: “Ese día, la naturaleza experimentó un color y un sabor nuevos. María Ramos hizo una oración antes (súplica) y una oración después del prodigio (gratitud). En la primera expresó: ‘¿hasta cuándo Rosa del Cielo te vas a dejar ver’? y en la segunda su entusiasmo se desbordó porque llegó a nosotros una invitación a la conversión…”

La profunda explicación fue interrumpida porque la marcha se empezó a trasladar para darle la vuelta al parque Julio Flórez y poder ascender por la Calle Real. En este trayecto se entonó: “…El 13 de mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cova da Iria…

El cancionero popular clamaba por algo menos foráneo como: Vengo a visitarte, Ave María de Chiquinquirá, El Romero entre la variedad del rico repertorio raizal.

¿Será mucho pedir que la próxima vez haya una romanza de la tierra?, por aquello que decían don Rafael Godoy, en su composición Soy colombiano:

“…A mi cánteme un bambuco 
de esos que llegan al alma, 
cantos que ya me alegraban 
cuando apenas decía mama. 
Lo demás será bonito 
pero el corazón no salta, 
como cuando a mi me cantan 
una canción colombiana…” 

El cielo tuvo compasión del aquel desatino porque, en el tramo final, la muchedumbre exaltada levantó su vocerío de celeste hilaridad. El grito a pulmón del himno Reina de Colombia calmó esa sed de colombianidad. Las campanas de la basílica se echaron al vuelo y un aguacero de rosas ratificó que Chiquinquirá lo único extranjero que tiene son sus peregrinos. Los hermanos de Venezuela, Ecuador y Perú se sumaron al cumpleaños de esa maravilla.

El torrente de gentes encalló en las gradas de la basílica allí se dejó anclado el gran retrato para dar inicio a la Misa campal que copó la Plaza de la Libertad.

La Colombia modesta se acomodó en cada baldosa, rincón, alero, tienda y hasta debajo de las tarimas para evadir al sol triunfante que alejó a las nubes.

El Evangelio habló de la visitación de la Santísima Virgen María a su prima Santa Isabel. La multitud se mantuvo firme ante el bochornoso calor hasta que a las 12:28 p.m., el obispo le dio su bendición indulgenciada. El promesero todo lo soporta por ese instante único.

El resto de la jornada fueron los homenajes particulares de decenas de familias que seguían en su marcha para poder tararear  El Cuchipe: “De Chiquinquirá yo vengo de pagar una promesa”. El mismo que la actriz francesa, Brigitte Bardot, interpretó en 1963.

No se pueden finalizar estas páginas sin transcribir el sentido del desfile explicado, para estas notas, por una voz sin nombre:

“…En la procesión Nuestra Señora desciende del trono en calidad de anfitriona para abrazar a sus hijos y recoger personalmente sus oraciones y necesidades. Además, los romeros por una gracia especial participan del aplauso de los ángeles al deambular sobre los pétalos de las rosas. En el recorrido, la Virgen los toma de la  mano para conducirlos por los misterios del Santo Rosario. El trayecto queda divido en cuatro partes pertenecientes al salterio: gozosos en la partida, luminosos en la capilla de la Renovación, dolorosos en el trecho final donde la fatiga los muele y gloriosos en la Misa. De ese modo, la Virgen ejerce su patronazgo al bendecir a cada alma con su intercesión de maternal misericordia. El 26 de diciembre, Ella les trae el regalo del Emmanuel, el Dios con nosotros, porque les entrega a su Niño y el Hijo ejerce la dicha de complacerla con ramilletes de milagros.

La lluvia de rosas significa las bendiciones sobre sus vástagos. La  Inmaculada es incontenible en donar gracias, en regalar a Jesús recién nacido porque Colombia es su patria y Chiquinquirá, su santa morada. Allí aguarda a sus consentidos, los promeseritos, para entregárselos al cuidado de sus sacerdotes.  Los romeros, en la procesión, son sus edecanes como san Antonio y san Andrés…”

El intérprete calló, no hubo tiempo para agradecimientos ni contrapreguntas. Situaciones de este calibre ocurren de forma simple como una invitación a vivir los misterios de la fe.

Así con sus torrentes de mística, grandezas, fervores y huestes pendidas de un favor se gestó el encuentro de la devoción con el asombro en la Villa que custodia el primer santuario mariano de la América del Sur. La población fue un sencillo testigo del impetuoso estremecimiento de las almas transfigurados por la divina clemencia del Redentor.

El redactor se arrodilló para orar junto al Pozo de la Virgen. En el sitio donde María Ramos recibió sobre su raza de peregrina andaluza el fuego del Evangelio para la reforma moral del Nuevo Reino de Granada.

El llamado de la Rosa de los Vientos diagramó sobre su pecho una imagen señorial que le consolaría, bajo su manto, en el difícil episodio de la despedida.


La Chiquinquirá, hidalga y dadivosa, levantó su mano materna para bendecir con el resplandor de su gloria a un enamorado de su corazón.   

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