Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
Bastaba
con ponerse de rodillas para contemplar a la Reina en su histórico esplendor. Algunos se
inclinaron para recitar una jaculatoria que heredaron, el 26 de diciembre de
1586, de doña María Ramos: “…Pues sois
de los pecadores –el consuelo y la alegría- oh madre clemente y pía- Escucha
nuestros clamores…”
El sonido de las preces, al pasar por las camándulas,
chocó contra el gentío que ingresaba para asistir a la Santa Misa de las cinco
de la tarde. La nave central parecía un recibidor de júbilos. El caos de las
formas humanas, desatado por la celeridad, luchaba por un asiento en el ámbito
sacro. Los pequeños, aprendices del oficio de implorar y agradecer, se metían
por entre las bancas en un juego de escondites.
En el presbiterio, un sacerdote dominico, apoyado por
sus acólitos, intentaba obtener un tris de respetuoso silencio para empezar la Eucaristía. Vano
intento. El murmullo del tumulto imponía la fuerza de su estrépito de feria. El
guateque sumaba sus cuitas al desbarajuste decembrino.
La música del villancico Anton tiruriru logró apaciguar el indisciplinado flujo de gentes, mas
no el desfile de promeseros. Un anciano de edad casi centenaria avanzaba de
rodillas con una vela encendida entre sus manos, cansadas de trajinar con el arado. Metros atrás un clan le
seguía. La procesión la encabezaban los infantes, luego sus padres. Al tren de
penitentes se enganchó una madre con su hijo recién nacido en los brazos. La
fatiga la doblegaba y sus articulaciones sonaban a rótula lacerada. A ella se
unió otra matrona con un atado de “milagros” entre sus palmas. Ocho figuras de
cera amarilla sobresalían de aquel manojo de favores. Al cierre de la primera fila,
unos muchachos cargaban a su abuelo en una silla Rimax blanca. El objetivo de
ese tropel, de ardorosa acometida, era la baranda del presbiterio donde los
precavidos dominicos habían colocado cuatro cajas de madera para depositar los
cirios, las veladoras y las tradicionales mandas. En apenas un rato se llenaron
de pegotes derretidos.
La libreta de apuntes se cerró ante las miradas
curiosas de unas abuelitas que ocupaba la parte posterior. Las supervisoras se
inclinaba para intentar leer las notas a la vez que preguntaban: “Sumercé, que
es lo que tanto escribe si ya estamos en Misa”.
La toma de datos continuó, terminada la Acción de Gracias, por los
pabellones laterales donde más de un turista despistado miraba con el ceño
fruncido a las prácticas piadosas de sus coterráneos. El fingido asombro era el
producto de una conducta un tanto increíble, pero arribista porque en el país viven
personas convencidas de que la nacionalidad empieza en Miami y termina en París.
Afortunadamente llegó un señor de Bucaramanga para
rescatar la identidad del acontecimiento. Sin preámbulos preguntó: “Ya va
terminando el rosario, mano”. La camándula, que colgaba junto al cuadernillo,
no sirvió de invitación para rezarlo en compañía. El buen santandereano se
disculpó porque necesitaba urgentemente saber dónde encontrar a algún padrecito,
de hábito blanco y negro, para que le bendijera las vitelas de la Patrona.
La presteza del paisano le recordó al cronista que
debía volver al hotel. En esa estancia dejó su morral en prenda de garantía
para que le asignaran un dormitorio donde pasar la noche.
Aquí la historia se interrumpe para narrar un
acontecimiento anterior que ilustra el embrollo de conseguir posada en una
temporada alta del desasosiego chiquinquireño.
La reservación se hizo el 13 de diciembre, en la Capital Religiosa.
Al confirmarla, una semana después, resultó que ya estaba asignada. La retórica
de la tarjeta de crédito no sirvió. El regaño bogotano, menos. Solo quedaba masticar
la frustración para implorar, con algo
de cordura, un prodigio. La época imperaba y la opción de los hoteleros era
colocar un cartel en la puerta que decía: “No hay habitaciones”. Muchos dormirían
su juma en los parques o en sus vehículos. Es una circunstancia inevitable
dentro de las tradiciones de la migración.
El 20, la opción de renuncia a participar en la gran
romería, estaba latente. La amada supo la noticia. Ella, incapaz de retroceder
ante la adversidad, movió los recursos humanos de dos departamentos para
conseguir un cuarto. Logró que una familia de Zipaquirá, que visitaba a
Chiquinquirá por generosa casualidad del destino, se acercara hasta la
intransigente dueña del hostal, que no pudo guardar su palabra, y pagara una
cuota en efectivo para volver a reservar. Intento monumental fallido. Sin
embargo, la prometida con una argumentación superior de la capacidad verbal
femenina, convenció a la doña de tener listo un espacio vital con retrete.
El trato quedó establecido en que a las 6:30 de la
noche del 25 de diciembre en un aposento hotelero distinto al primero, y perteneciente
al mismo patrón, quedaría una yacija disponible. El convenio fue pactado, vía
telefónica, entre dos féminas. Aún faltaban 120 horas para el plazo.
De regreso a las realidades de la incertidumbre, era
urgente llegar hasta una de esas casonas de aspecto republicano. La edificación,
remodelada por la arquitectura del negocio, servía de pensión. En uno de sus
balcones se insertó un desaliñado árbol de Navidad con lo cual se destacó ese
aire de residencia maltrecha por el paso terrible de los años lejanos.
El encargado de la singular hostería salió de los
dominios de san Alejo y expresó: “Siga al segundo piso, la cuatro ya está
lista”. La escalera de madera crujió al avanzar hacia un inquietante ambiente
oscuro. La curiosidad de saber cómo era el sitio ganó la partida. Resultó
cómodo para un andariego. Litera doble con espejo iluminado. El lavabo tenía
regadera eléctrica para calentar el agua, televisor a color, perchero, repisas
con una vieja toalla y dos pastillas de jabón. El costo fue de 50.000 pesos,
sin recibo. Aunque se exigió el comprobante del egreso de la billetera y el
registro del usuario no hubo tales procedimientos. Es decir que el huésped,
oficialmente, jamás se hospedó en aquel albergue cuya estructura fue rediseñada
por la necesidad para cobijar a los forasteros devotos a los cuales les
birlaron su adecuada reserva.
Resuelto el inconveniente del alojamiento se regresó a
las vías, repletas de turistas unidos por el espíritu del consumo de los regocijos,
las compras y los deseos buenos.
Cerca de la basílica, las carpas de los mercaderes
atiborraban el espacio público con sus artesanías. Miles de rosarios, cuadros,
velones, novenas, dulces, guitarras, estampas, llaveros, calendarios y banderas
adornadas con la figura de La Chinca
se vendían de prisa. Cada ventorrillo ofrecía al detal piezas idénticas a las del
vecino. Bastaban con visitar la primera tienda para conocer el resto. La oferta
del recuerdo marcaba la dinámica de una muchedumbre que compraba por docenas,
sin regateos.
El panorama cambió en la Plaza de la Concepción. Detrás
de los quioscos de los bocadillos estaba la esencia de la firmeza de antaño. Los
andenes fueron invadidos por mesas donde los patriarcas de la cotiza comían y
bebían en un festín sin pausa. Muy cerca, unos toldos improvisados, bajo luces
de colorines, servían de escenario a la gran francachela callejera. La
tradicional mamona se asaba en una hoguera de bulevar. Eso era el bello
campamento del promesero antiguo. El atavismo de la junta de compadres reposaba
a su gusto. Junto a la fogata, entre costales, se libaban las dichas de la
chicha. El pueblo se adhería a su tierra consentida bajo el impulso de las juergas
nacionales. Allí, el abandono de las jornadas de caminata encontró un
desvencijado depósito de costumbres para vivir la sustancia sublime de la travesía.
Solistas de acentos varoniles acariciaban sus tiples afinados. Las coplas
punzantes, las mujeres bonitas y las sonrisas limpias eran parte del brindis de
la totuma. Los bailes, junto a los ronquidos de los baquianos, se unían al
festival de la abundancia. Presas de pollo, cerdo, pavo y fiambres diversos
competían por un sorbo de guarapo en la pequeña estación. El caótico orden del improvisado
vivaque de viajeros pedestres cambió las reglas de la convivencia social.
La vuelta a la manzana finalizó en la puerta del
templo para participar en las vísperas. El empujón movía a las masas que se
disputaban un sitio dentro de la basílica. El desplazamiento formal se realizó
por la Capilla
de la Reconciliación
donde los Servidores de la
Virgen preparaban las andas para la procesión principal. No
se halló una posición ideal para ejercer el vital ejercicio de la reportería
gráfica sin la censura del empellón.
Entre la aglomeración aún se pudo observar a los recios
campesinos de Tinjacá, nacidos de la pura arcilla andina en un amanecer del
siglo pasado. Ellos mantuvieron la usanza ancestral de visitar a la Virgen de Chiquinquirá a su
manera. Los varones, exhaustos, inventaron una alianza con la inmensidad del
amor. A sus bisnietos les pasaron un cirio encendido, un fuego vigilante de sus
valores ancestrales.
El
ejemplo inmenso, de esta época de relevo generacional, lo escribió un nonagenario
venerable que llegó para pagar su última promesa. Venía a pie. Simplemente se acomodó
en el suelo, aferrado a su bordón, junto
a una columna. Sus piernas hinchadas se negaban a moverse. El número de
peregrinaciones tenía la ardentía varonil de reclamar la cifra 80, la primera
en 1927. Su infancia aprendió a echar quimba entre las recuas de las mulas
alquiladas para pasar los páramos de su comarca. Su sapiencia ancestral lo
trajo acompañado de una raza de gigantes que andaban en muletas. Regresó para
despedirse de su Señorita. Su añejamiento de roble entregó su postrera
travesía. Él tenía la certeza de que el próximo año ya no regresará.
La bisagra del tiempo giró
enmudecida y no quedó un alma intacta ante los acordes sentidísimos de la Guabina Chiquinquireña. El coro, de voces
angelicales, entonó ese himno de juglares.
Para la segunda estrofa, la polvareda del
trasegar por la vida había dejado un surco de lágrimas en las mejillas de una
Patria estremecida que cantaba emocionada:
“…Sí,
sí, sí, dulce y bella noviecita
niña de mi corazón,
vamos a ver a la Virgen
y a pedirle protección.
niña de mi corazón,
vamos a ver a la Virgen
y a pedirle protección.
A rogarle
con fe viva
que bendiga nuestra unión…”
que bendiga nuestra unión…”
Al
terminar la interpretación, un suspiro de aprobación abrió el recinto a los
puntos del programa nocturno. El maestro de ceremonias intentó motivar a los
asistentes. El personaje presentó a los mariachis boyacenses. Muchos se
despertaban aplaudían e inclinaban su cabeza para dormir el sueño de las
bancas. Entretanto, los reflectores iluminaban el baldaquino con juegos de
luces que pasaban sobre el lienzo con sus
colores verde, amarillo, azul y morado.
La
función se tornó algo inquietante por temas musicales como La feria de las flores
que no encajaban bien dentro de la rica variedad de los ritmos vernáculos. La salida
indignada del escenario se avaló con un acto de protesta silente.
El
receso sirvió para tomar agua aromática en el atrio y conocer un testimonio
valioso sobre la gente de Pamplona (Norte de Santander). Esos trotamundos
reclamaban el derecho fundamental de estar en las festividades. Ellos desembarcaron
el 22 de diciembre para recordar acongojados que fueron los primeros en
“abofetear a la Virgen ”
y venían a expiar el pecado, herencia histórica de un acto infortunado del
sectarismo de sus antepasados. Los hechos se referían al atentado sacrílego
contra el lienzo de Nuestra Señora de Chiquinquirá, La Peregrina , en el templo
de Santo Domingo de la Ciudad Levítica ,
en la noche del 20 de enero de 1913. Constancia abrumadora.
Sí,
procesiones como esas edifican un altar a la memoria porque el recuento del
suceso habla de una Nación que sobrevivió a la dictadura de sus traidores,
entre esos el amo olvido…Para esa comitiva, el aplauso del linotipo…
El
frío nativo seguía acompañando a los recién llegados, que pasadas las 10 de la
noche, se abrían paso para dejar su ofrenda en los cajones de la baranda del
altar. Un devoto usó todas sus influencias para infiltrarse entre la zona de
mayor congestión y depositó la figura de una vivienda, testimonio de un favor
celestial recibido.
Apenas
suspiró, por el deber cumplido, cuando a unos metros escasos los representantes
del folclor mexicano cantaron la Guadalupana. El
desliz produjo un rumor de desaprobación en la asamblea. Los intérpretes se excusaron
porque no tenían en su repertorio un tema más adecuado. La respuesta de muchos
fue la de retirarse de ipso facto porque la tonada los ofendió.
Ojalá,
la parte directiva de la organización haya tomado nota del desatino porque fue
un yerro inmarcesible.
Estas
páginas se permiten recordarle que en México no honran a la Virgen de Guadalupe con la Guabina Chiquinquireña … y la perogrullada de que:
“es la misma Madre de Dios” solo suena a paupérrimo desastre. La feliz velada tuvo
ese acto triste contra la cultura regional. “Misericordia, Señor, hemos pecado”,
dice el salmo 50.
Cinco
minutos más tarde, a las 10:30 p.m., el prior del santuario, fray Jaime
Monsalve, O.P., agradeció a los concurrentes su participación, les dio las gracias a los distintos
colaboradores por su intensa labor logística e invitó para la procesión, a las
9:30 de la mañana.
La
fiesta religiosa finalizó, pero Chiquinquirá no durmió porque por sus veredas se
oían los cantos de los excursionistas que renovarían sus votos con las primeras
luces del alba. Las humildes caravanas traían las ruanas izadas como banderas
de la tradición que narró el suceso en lengua muisca, más de cuatro siglos atrás.
El cortejo florecido
La
alborada, en la posada de emergencia, trajo los ruidos destartalados de una
motobomba averiada. A esa estruendosa incomodidad se le sumaron los alaridos de
protesta de una dama lejana que luchaba contra una inundación en el baño (¿estaría a ahogando al conserje por no
entregarles la factura?) El sueño irreverente anuló a la violenta alharaca.
Y
por fin, la fecha esperada. El sol se levantó en su totalidad de astro candente
para darle un toque de belleza veraniega a la urbe de María. En la Plaza de la Libertad , los encargados
de la procesión mostraban sus relucientes uniformes y se iban formando de
acuerdo con un plan preestablecido. Entre los elegidos para liderar la marcha
se encontraba la Legión
de María con el Praesidium Reina del Santísimo Rosario. Adelante, una camioneta
blanca con unos enormes parlantes negros abría el desfile hacia abajo, por la
calle 18. Lo seguían el obispo de Chiquinquirá, Luis Felipe Sánchez Aponte y el obispo emérito de Magangué, Leonardo Gómez Serna,
O.P., acompañados por los frailes dominicos. El séquito meditó los misterios
gozosos del Santo Rosario.
Los
Servidores de María, vestidos con túnicas azules, cargaban al hombro las
pesadas andas donde se instaló un enorme cuadro. Se trataba de una copia de la
tela original de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.
Ese
equipo avanzaba rápido y se abría paso entre la multitud reverente. Sus líderes
decían: “permiso, permiso” y apartaban a los seguidores a puro brazo. La tarea
del desplazamiento requería de una brigada de cargueros especializados, unidos
a unos jóvenes que con sus horquetas sostenían el andamiaje en cada parada. La
banda era dirigida por los mayores y un vareador encargado de levantar los
cables eléctricos con un listón en forma de letra Te. Su función consistía en
evitar el enredo de cuerdas con la parte superior del armazón.
Ese
método de movimiento, entre cientos de trasnochados acompañantes que portaban
sombrillas para poder soportar la radiación solar, hacía que el desfile fuera
un fascinante paseo de estrujones. Nuestra Señora parecía navegar entre un mar
de paraguas que tropezaban contra las olas de las banderas y los vendedores de
agua, que en un ataque formal al sentido común, intentaban avanzar en contravía
del torrente de pueblos que se metió en la estrecha callejuela.
El
apretujamiento tuvo un sobresalto singular. El guía ordenó: “Peregrinos,
carguen a la Virgen ”.
El mandato no terminó su decreto cuando ya, al menos 30 ciudadanos, relevaban
de sus puestos a los caballeros de las túnicas. La precisión, rapidez y cambio
de soportes resultó impresionante. Pareció como si un imán gigante los hubiera
adherido a los maderos. Abuelos y muchachos de aldeas ignotas mostraban una
felicidad distinta. Sudores y sollozos brillaron sobre sus pieles ajadas.
La
gran marea llegó a la carrera novena y giró al sur, hacia la Capilla de la Renovación. En
ese punto se presentó el segundo cambio. “Servidores, a sus puestos”, vociferó
el líder. El reemplazo se ejecutó con una exactitud digna de los maestros en el
arte del equilibrio, la efigie apenas se movió sin perder su noble compostura.
Los
voladores estallaron para liberar sus estridentes ruidos de festival. Manotadas
de pétalos de rosas rojas, lanzados desde el balcón de la casa cural, cayeron a
los pies de la Soberana.
Mientras
el homenaje saludaba, con algarabías y rezos, el dilecto amigo, Marco Suárez, refiriéndose
al portento, comentó: “Ese día, la naturaleza experimentó un color y un sabor
nuevos. María Ramos hizo una oración antes (súplica) y una oración después del
prodigio (gratitud). En la primera expresó: ‘¿hasta cuándo Rosa del Cielo te
vas a dejar ver’? y en la segunda su entusiasmo se desbordó porque llegó a
nosotros una invitación a la conversión…”
La
profunda explicación fue interrumpida porque la marcha se empezó a trasladar
para darle la vuelta al parque Julio Flórez y poder ascender por la Calle Real. En este trayecto se
entonó: “…El 13 de mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cova da Iria…”
El
cancionero popular clamaba por algo menos foráneo como: Vengo a visitarte, Ave María
de Chiquinquirá, El Romero entre
la variedad del rico repertorio raizal.
¿Será
mucho pedir que la próxima vez haya una romanza de la tierra?, por aquello que
decían don Rafael Godoy, en su composición Soy
colombiano:
“…A mi cánteme un bambuco
de esos que llegan al alma,
cantos que ya me alegraban
cuando apenas decía mama.
Lo demás será bonito
pero el corazón no salta,
como cuando a mi me cantan
una canción colombiana…”
de esos que llegan al alma,
cantos que ya me alegraban
cuando apenas decía mama.
Lo demás será bonito
pero el corazón no salta,
como cuando a mi me cantan
una canción colombiana…”
El
cielo tuvo compasión del aquel desatino porque, en el tramo final, la
muchedumbre exaltada levantó su vocerío de celeste hilaridad. El grito a pulmón
del himno Reina de Colombia calmó esa
sed de colombianidad. Las campanas de la basílica se echaron al vuelo y un aguacero
de rosas ratificó que Chiquinquirá lo único extranjero que tiene son sus
peregrinos. Los hermanos de Venezuela, Ecuador y Perú se sumaron al cumpleaños
de esa maravilla.
El
torrente de gentes encalló en las gradas de la basílica allí se dejó anclado el
gran retrato para dar inicio a la
Misa campal que copó la Plaza de la Libertad.
El
Evangelio habló de la visitación de la Santísima Virgen
María a su prima Santa Isabel. La multitud se mantuvo firme ante el bochornoso
calor hasta que a las 12:28 p.m., el obispo le dio su bendición indulgenciada. El
promesero todo lo soporta por ese instante único.
El
resto de la jornada fueron los homenajes particulares de decenas de familias
que seguían en su marcha para poder tararear
El Cuchipe: “De Chiquinquirá
yo vengo de pagar una promesa”. El mismo que la actriz francesa,
Brigitte Bardot, interpretó en 1963.
No
se pueden finalizar estas páginas sin transcribir el sentido del desfile
explicado, para estas notas, por una voz sin nombre:
“…En
la procesión Nuestra Señora desciende del trono en calidad de anfitriona para
abrazar a sus hijos y recoger personalmente sus oraciones y necesidades.
Además, los romeros por una gracia especial participan del aplauso de los
ángeles al deambular sobre los pétalos de las rosas. En el recorrido, la Virgen los toma de la mano para conducirlos por los misterios del
Santo Rosario. El trayecto queda divido en cuatro partes pertenecientes al
salterio: gozosos en la partida, luminosos en la capilla de la Renovación , dolorosos
en el trecho final donde la fatiga los muele y gloriosos en la Misa. De ese modo, la Virgen ejerce su patronazgo
al bendecir a cada alma con su intercesión de maternal misericordia. El 26 de
diciembre, Ella les trae el regalo del Emmanuel, el Dios con nosotros, porque
les entrega a su Niño y el Hijo ejerce la dicha de complacerla con ramilletes de
milagros.
La
lluvia de rosas significa las bendiciones sobre sus vástagos. La Inmaculada
es incontenible en donar gracias, en regalar a Jesús recién nacido porque
Colombia es su patria y Chiquinquirá, su santa morada. Allí aguarda a sus
consentidos, los promeseritos, para entregárselos al cuidado de sus sacerdotes.
Los romeros, en la procesión, son sus
edecanes como san Antonio y san Andrés…”
El
intérprete calló, no hubo tiempo para agradecimientos ni contrapreguntas. Situaciones
de este calibre ocurren de forma simple como una invitación a vivir los
misterios de la fe.
Así
con sus torrentes de mística, grandezas, fervores y huestes pendidas de un
favor se gestó el encuentro de la devoción con el asombro en la Villa que custodia el primer
santuario mariano de la
América del Sur. La población fue un sencillo testigo del
impetuoso estremecimiento de las almas transfigurados por la divina clemencia
del Redentor.
El
redactor se arrodilló para orar junto al Pozo de la Virgen. En el sitio donde María
Ramos recibió sobre su raza de peregrina andaluza el fuego del Evangelio para
la reforma moral del Nuevo Reino de Granada.
El
llamado de la Rosa
de los Vientos diagramó sobre su pecho una imagen señorial que le consolaría,
bajo su manto, en el difícil episodio de la despedida.
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