San León Magno
Dios todopoderoso y clemente, cuya
naturaleza es bondad, cuya voluntad es poder, cuya acción es misericordia,
desde el instante en que la malignidad del diablo nos hubo emponzoñado con el
veneno mortal de su envidia, señala los remedios con que su piedad se proponía
socorrer a los mortales. Esto lo hizo ya desde el principio del mundo, cuando
declaró a la serpiente que de la
Mujer nacería un Hijo lleno de fortaleza para quebrantar su
cabeza altanera y maliciosa (cfr. Gn 3:15); es decir, Cristo, el cual tomaría
nuestra carne, siendo a la vez Dios y hombre; y, naciendo de una virgen,
condenaría con su nacimiento a aquél por quien el género humano había sido
manchado.
Después de haber engañado al hombre con
su astucia, regocijábase el diablo viéndole desposeído de los dones
celestiales, despojado del privilegio de la inmortalidad y gimiendo bajo el
peso de una terrible sentencia de muerte. Alegrábase por haber hallado algún
consuelo en sus males en la compañía del prevaricador y por haber motivado que
Dios, después de crear al hombre en un estado tan honorífico, hubiese cambiado
sus disposiciones acerca de él para satisfacer las exigencias de una justa
severidad. Ha sido, pues, necesario, amadísimos, el plan de un profundo
designio para que un Dios que no se muda, cuya voluntad por otra parte no puede
dejar de ser buena, cumpliese — mediante un misterio aún más profundo — la
primera disposición de su bondad, de manera que el hombre, arrastrado hacia el
mal por la astucia y malicia del demonio, no pereciese, subvirtiendo el plan
divino.
Al llegar, pues, amadísimos, los
tiempos señalados para la redención del hombre, Nuestro Señor Jesucristo bajó
hasta nosotros desde lo alto de su sede celestial. Sin dejar la gloria del
Padre, vino al mundo según un modo nuevo, por un nuevo nacimiento. Modo nuevo,
ya que, invisible por naturaleza, se hizo visible en nuestra naturaleza;
incomprensible, ha querido hacerse comprensible; el que fue antes del tiempo,
ha comenzado a ser en el tiempo; señor del universo, ha tomado la condición de
siervo, velando el resplandor de la majestad (cfr. Fil 2:7); Dios impasible, no
ha desdeñado ser hombre pasible; inmortal, se somete a la ley de la muerte.
Ha nacido según un nuevo nacimiento,
concebido por una virgen, dado a luz por una virgen, sin que atentase a la
integridad de la madre. Tal origen convenía, en efecto, al que sería salvador
de los hombres (...). Pues el Padre de este Dios que nace en la carne es Dios,
como lo testifica el arcángel a la Bienaventurada Virgen
María: el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con
su sombra, porque el Hijo que nacerá de ti será santo, y será llamado Hijo de
Dios (Lc 1:35).
Origen dispar, pero naturaleza común.
Que una virgen conciba, que una virgen dé a luz y permanezca virgen, es
humanamente inhabitual y desacostumbrado, pero revela el poder divino. No
pensemos aquí en la condición de la que da a luz, sino en la libre decisión del
que nace, naciendo como quería y podía. ¿Quieres tener razón de su origen?
Confiesa que es divino su poder. El Señor Cristo Jesús ha venido, en efecto,
para quitar nuestra corrupción, no para ser su víctima; no a sucumbir en
nuestros vicios, sino a curarlos. Por eso determinó nacer según un modo nuevo,
pues llevaba a nuestros cuerpos humanos la gracia nueva de una pureza sin
mancilla. Determinó, en efecto, que la integridad del Hijo salvaguardase la
virginidad sin par de su Madre, y que el poder del divino Espíritu derramado en
Ella (cfr. Lc 1:35) mantuviese intacto ese claustro de la castidad y esta
morada de la santidad en la cual Él se complacía, pues había determinado
levantar lo que estaba caído, restaurar lo que se hallaba deteriorado y dotar
del poder de una fuerza multiplicada para dominar las seducciones de la carne,
para que la virginidad — incompatible en los otros con la transmisión de la
vida — viniese a ser en los otros también imitable gracias a un nuevo
nacimiento.
Mas esto mismo, amadísimos, de que el
Señor haya escogido nacer de una virgen, ¿no aparece dictado por una razón muy
profunda? Es a saber, que el diablo ignorase que había nacido la salvación para
el género humano; que ignorando su concepción por obra del Espíritu Santo,
creyese que no había nacido de modo diferente de los otros hombres.
Efectivamente, viendo a Cristo en una naturaleza idéntica a la de todos,
pensaba que tenía también un origen semejante a todos; no conoció que estaba
libre de los lazos del pecado Aquél a quien veía sujeto a la debilidad de la
muerte. Pues Dios, que en su justicia y en su misericordia tenía muchos medios
para levantar al género humano (cfr. Sal 85:15), ha preferido escoger
principalmente el camino que le permitía destruir la obra del diablo no con una
intervención poderosa, sino con una razón de equidad.
(...) Alabad, pues, amadísimos, a Dios
en todas sus obras (cfr. Sab 39:19) y en todos sus juicios. Ninguna duda
oscurezca vuestra fe en la integridad de la Virgen y en su parto virginal. Honrad con una
obediencia santa y sincera el misterio sagrado y divino de la restauración del
género humano. Abrazaos a Cristo, que nace en nuestra carne, para que merezcáis
ver reinando en su majestad a este mismo Dios de gloria, que con el Padre y el
Espíritu Santo permanece en la unidad de la divinidad por los siglos de los
siglos. Amén.
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