San León Magno
Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. No es justo dar lugar a la tristeza cuando nace la Vida, disipando el temor de la muerte y llenándonos de gozo con la eternidad prometida. Nadie se crea excluido de tal regocijo, pues una misma es la causa de la común alegría. Nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte el santo, porque se acerca al premio; alégrese el pecador, porque se le invita al perdón; anímese el pagano, porque se le llama a la vida.
Al llegar la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4:4), señalada por los designios inescrutables del divino consejo, tomó el Hijo de Dios la naturaleza humana para reconciliarla con su Autor y vencer al introductor de la muerte, el diablo, por medio de la misma naturaleza que éste había vencido (cfr. Sab 2:24). En esta lucha emprendida para nuestro bien se peleó según las mejores y más nobles reglas de equidad, pues el Señor todopoderoso batió al despiadado enemigo no en su majestad, sino en nuestra pequeñez, oponiéndole una naturaleza humana, mortal como la nuestra, aunque libre de todo pecado.
No se cumplió en este nacimiento lo que de todos los demás leemos: nadie está limpio de mancha, ni siquiera el niño que sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14:4-5). En tan singular nacimiento, ni le rozó la concupiscencia carnal, ni en nada estuvo sujeto a la ley del pecado. Se eligió una virgen de la estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto sagrado, lo concibió antes en su espíritu que en su cuerpo. Y para que no se asustase por los efectos inusitados del designio divino, por las palabras del Ángel supo lo que en ella iba a realizar el Espíritu Santo. De este modo no consideró un daño de su virginidad llegar a ser Madre de Dios. ¿Por qué había de desconfiar María ante lo insólito de aquella concepción, cuando se le promete que todo será realizado por la virtud del Altísimo? Cree María, y su fe se ve corroborada por un milagro ya realizado: la inesperada fecundidad de Isabel testimonia que es posible obrar en una virgen lo que se ha hecho con una estéril.
Así pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba en Dios, por quien han sido hechas todas las cosas, y sin el cual ninguna cosa ha sido hecha (cfr. Jn 1:1-3), se hace hombre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo (cfr. Fi 2:7) a la que Él tenía igual al Padre, realizando entre las dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue absorbido por esta glorificación, ni lo superior fue disminuido por esta asunción. Al salvarse las propiedades de cada naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha revestido de humildad; la fuerza, de flaqueza; la eternidad, de caducidad.
Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la naturaleza inmutable se une a una naturaleza pasable; verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de un solo Señor. De este modo, el solo y único Mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1 Tim 2:5) puede, como lo exigía nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas, y resucitar, en virtud de la otra. Con razón, pues, el nacimiento del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su Madre. La llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su pureza.
Tal nacimiento, carísimos, convenía a la fortaleza y sabiduría de Dios, que es Cristo (cfr. 1 Cor 1:24), para que en Él se hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos aventajase por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos habría proporcionado remedio; de no haber sido hombre, no nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles, cantando llenos de gozo: gloria a Dios en las alturas; y proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2:14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se levanta en medio de las naciones del mundo. ¿Qué alegría no causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra inefable de la bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera sublime de los ángeles?
Por todo esto, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y, estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo (cfr. Ef 2:5) para que fuésemos en Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo con sus acciones (cfr. Col 3:9) y renunciemos a las obras de la carne, nosotros que hemos sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo.
Reconoce, ¡oh cristiano! tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (cfr. 2 Re 1:4), y no vuelvas a la antigua miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado al reino y claridad de Dios (cfr. Col 1:13). Por el sacramento del Bautismo te convertiste en templo del Espíritu Santo: no ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas, no te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la Sangre de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te juzgará conforme a la verdad. El cual con el Padre y el Espíritu Santo reina por los siglos de los siglos. Amén.
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