En
el tercer centenario de su renovación.
Ruperto S. Gómez
Bogotá, 1886
Sobre
el Ande se eleva
La
redentora cruz; de Nenqueteba
Rodaron
sobre el polvo los altares;
Del
cedro secular bajo el ramaje
El
misionero al rústico salvaje
Enseña
del eterno los cantares.
Mas
ay, el muisca oculto
En
las cavernas, el antiguo culto
Rendía
al sol y a la argentada luna
Y
áureas ofrendas en la noche umbrosa
Arrojaba
con mano temblorosa
Al
sereno cristal de la laguna.
Mas
tú, Madre divina
Más
pura que la estrella matutina,
Tú,
a quien mi labio reverente nombra,
A
tu sagrada efigie desteñida
Diste
ante un pueblo resplandor y vida,
Y
del error se disipó la sombra.
Triste
ciega de hinojos
Postrose
ante tus aras, y sus ojos
Se
abrieron a la luz; el moribundo,
A
quien la ciencia abandonó a su suerte,
Pronunciando
tu nombre, de la muerte
Saltó
del lecho y te cantó ante el mundo.
Magnífico
santuario
La
piedad en el campo solitario
Alzó
entre muelles de menudas hojas,
Y
desde entonces de lejanas tierras
Viene
cruzando prados y altas sierras
El
que sufre, a contarte sus congojas.
¡Ay!
Hubo un tiempo aciago
En
que la peste su mortal estrago
Extendía
implacable por doquiera
Sólo
se oían resonar entonces
El
fúnebre tañido de los bronces,
Del
huérfano la queja lastimera.
Hasta
ti los clamores
Llegaron,
y entre cánticos y flores
Tu
imagen las ciudades recorría.
Huyó
el contagio, cual la sombra oscura
A
la lumbre del astro que fulgura
Tras
la montaña al empezar el día.
Tres
siglos se han hundido
Entre
las simas del profundo olvido,
Y
tú mística imagen resplandece
Entre
el incienso que hasta el ara sube,
Como
véspero hermoso entre la nube
Que
al soplo de las brisas desaparece.
Tu
nombre soberano
Nadie
ha invocado en su dolor en vano;
Sobre
mi triste corazón que espira
Ante
los golpes del destino rudo,
De
tu piedad el celestial escudo
Pon,
y en tu templo colgaré mi lira.
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