Por José Joaquín Casas.
(8 de julio de 1919)
He aquí pues el suspirado instante. Las miradas de
todo un pueblo, las miradas del mundo, las miradas del cielo convergen ahora
hacia este punto. ¡Cuántos corazones se dieron cita para reunirse al pie de
este viajero trono de la misericordia! Y aquí están ya fraternalmente reunidos
en presencia del cielo y de la tierra.
Rodarán los siglos como las olas, y permanecerá como
la roca solitaria en medio de ellas el recuerdo de este instante, y a él y al
atrio de esta iglesia se volverán nuestros ojos, los ojos de todos los
presentes, desde el mar alto de la eternidad.
Tocamos ahora mismo a uno de aquellos momentos
supremos desde cuya altura nos parece ver frente a frente el esplendor del
rostro de Dios, y abrírsenos de súbito los horizontes de la vida inacabable.
¡Dichosa la generación que es dado asistir a tanta gloria, que no verán los
venideros! Hallámonos ahora mismo, teniéndolo tan cerca y tan palpable y tan
abrumador que nos estremece de emoción y sobrecogimiento, ante un prodigio de la Omnipotencia ,
prodigio de la ternura Omnipotente, ante un milagro.
¿Y hablaré yo delante de la Omnipotencia , siendo
yo polvo y ceniza? La majestad de la Omnipotencia me anonada, pero me da aliento para
balbucir, la majestad de la misericordia ¡Oh, sí! Aquí, está delante la
majestad de la
Misericordia ! No es hora esta para vanos alardes de
literatura, sino para humildes expansiones del corazón. Hable mi corazón más
que mis labios. ¡Ah! Los labios, tan locuaces para lo vulgar, que impotentes
para los supremos instantes del alma.
Pero ahora recuerdo, Señora mía y Madre mía, dos veces
madre mía, ahora recuerdo que yo rehusaba hablaros, y vos, Señora, usabais
oírme cuando en aquellos días ya tan lejanos de mi niñez, en los breves años de
mi inocencia, allá en las noches floridas del mes de mayo, mes vuestro porque
es el de las flores, allá en aquella amada iglesia que fue mi hogar, me acercaba
yo, a la cabeza de un coro de niños a decir en versos infantiles vuestra
alabanzas, y veía el resplandor de tantos cirios, a través de mis lágrimas
cariñosas y de las nubes de incienso, diáfanas y puras como los cendales de la
inocencia, vuestra faz que sonriendo con dolorosa ternura me acariciaba y me
bendecía.
Me bendijiste, Señora y Madre, y me prometisteis
vuestro amparo y aviásteis mi corazón de fe, de amor, de confianza; y ese
amparo y estas dádivas fueron siempre mi dulce seguridad, y no me faltaron
nunca en mi azaroso y atormentado viaje de amarguras y combates, y me
sostuvieron y consolaron todos aquellos días en que, como Vos los sabéis,
vinieron enlutadas las bendiciones. Os hablaba yo entonces con infantil
confianza, y Vos como madre me escuchábais; y ahora, cuando después de tantos
años vuelvo a hablaros ¡ay! Tan mudado de aquel risueño y candoroso niño, se
que me escucháis también, oís con oídos de misericordia las palpitaciones de mi
corazón y me miráis con ojos compasivos que me siguieron por todas partes y que
si lloraron mis extravíos han llorado también con mis pesares.
La misma sois de entonces, la expresión de virginal
embeleso de este rostro bendito es para mí como una reminiscencia de familia;
conozco muy bien los pliegues de ese manto; y al fijar en Vos mi ojos
marchitos, dilata mi pecho un hálito de gracia y de inocencia, y me parece que
rezan en torno mío los seres amadísimos que en aquellas floridas noches me
acompañan.
Sí, ahí estáis escuchándome; ahí en esa prodigiosa
imagen retocada con los colores del cielo nos estáis escuchando a todos
nosotros, oís este rumor inmenso como las olas que se amotinan, esta manera de
sollozos y plegarias, esta vibración del alma de todo un pueblo que ansioso y
sediento de veros, de tocar vuestro manto y besar vuestros pies castísimos
siquiera una vez en la vida, palpita de amor y de esperanza ¡oh Madre de la
divina gracia, risueña Virgen de Chiquinquirá, dulce encarnación de la
misericordia! El día inolvidable en que a los nueve años de mi edad recibí en
presencia vuestra, por primera vez de mi vida, de manos de un santo fraile
vuestro servidor fidelísimo, cuya blancura de hábito y de rostro reflejaba la
pureza de su alma, recibí el cuerpo y sangre que Dios Hijo tomó en vuestras
virginales entrañas; aquel día, el de la divinización del niño en que a Vos
encomendé mi preparación y hacinamiento de gracias, quien me hubiera dicho que
andando el tiempo llegaría para mí esa ocasión en que ahora me veo, para la
cual fuera infinitamente desproporcionada la vida de un santo o de un héroe,
cuándo más la estéril y pecadora mía – Vos véis la sinceridad con que lo digo-,
ocasión de serviros como heraldo, de anunciaros en nombre del amado valle y
pueblo de vuestro santuario, dulce pueblo mío de Chiquinquirá, ante la nación
colombiana que entorno de sus autoridades supremas, representantes de la de
Dios, se congrega para ceñir a vuestras sienes real corona de oro y piedras
preciosas, conforme lo ordena el Vicario de Aquel a quien vos misma lleváis en
vuestro brazos. ¡Quien me lo hubiera dicho!
De ese instante, el supremo de mi vida, quisiera yo
pasar al inmutable de la eternidad; porque aunque pecador y gran pecador, me he
preparado a él más que con esmero de discurso con oraciones del corazón, y he
procurado purificar mi alma peregrinando en seguimiento vuestro; y siento una
dulce y profunda confianza de que, así como me habéis acogido para anunciaros
hoy aquí, así también me acogeréis benignamente para presentarme a vuestro Hijo
Divino y me salvaréis.
Esta elección que disponiendo las circunstancias en mí
habéis hecho, desconcierta el juicio humano, pero cuadra muy bien con lo usos
de vuestra misericordia: hacéis como quien sois, madre de aquel que buscó y amó
con predilección a los pecadores y a los pequeños.
Hace ya muchos años, un día en que con extraordinaria
solemnidad, con todas las magnificencias del culto se celebraba en la iglesia
de Chiquinquirá la gran fiesta del 26 de diciembre, y acababa de predicar con
arrobadora elocuencia un sacerdote célebre por su virtud y sabiduría; poco
antes de la elevación hubo un instante de inmenso silencio en aquella inmensa
muchedumbre de peregrinos, y en ese mismo instante un pajarillo del bosque
vecino empezó a trinar en el hueco de una ventana; circunstancia infinitamente pequeña
en que no sé si repararon otros, pero que a mí muy niño entonces, me arrebató e
hizo vibrar el corazón con los preludios de la poesía, pareciéndome que aquella
tan insignificante criaturilla hablaba por todos y quería decir lo que los
labios del pueblo no podían. Nunca lo he olvidado; y ahora me parece que la voz
mía es como el gorjeo de aquel pajarillo en
esta solemnidad incomparable!
¡La
Nación enmudece aquí de reverencia y solo yo hablo!
Dignísimos representantes de la autoridad, venerables
sacerdotes, bogotanos, colombianos: la que ahí véis en esa anda resplandeciente
que los pueblos vienen disputándose en amorosa competencia para traerla en
hombros desde el punto que entre gemidos y plegarias se movió de su trono de
jaspeado mármol, es aquella imagen que trescientos treinta y tres años hace se
renovó a los ruegos de una piadosa y dolorida mujer, allá bajo un misero rancho
de bahareque del pueblecillo de Chiquinquirá; ese es el ralo y tosco lienzo del
algodón silvestre tejido por manos de indios, que, pintado con colores de
tierra de nuestras peñas, y expuesto por largo tiempo en la iglesia de
Sutamarchán, y luego maltratado, roto y desteñido por las lluvias y la
intemperie, y arrinconado por indecoroso para el altar, y por fin regalado,
como un deshecho, a falta de otra cosa mejor,
a la capital de indígenas de
los Aposentos de Chiquinquirá, y
allí puesto en unas varas de carrizo por la acongojada María Ramos, un día
mientras ella oraba con muchas lágrimas, como hacen los que sufren y esperan,
fue súbitamente retocada por pinceles divinos, que aun tiempo repararon las
roturas, y restauraron con suavísimas líneas y colorido el virginal semblante
de la Madre de
Dios y las figuras de sus acompañantes, apóstol Andrés y el taumaturgo Antonio
de Padua.
Ese es el lienzo milagroso que ha resistido el ultraje
de los elementos, y no envejece con los años ni se adelgaza con los toques y
rozaduras, y a cuya sombra se formó y ha ido creciendo la nacionalidad
colombiana, y que él cifra su historia, la de
la Colonia con su descubrimientos y piadosas fundaciones, la de la República con sus martirios y combates, la de todos los años con sus fiestas y romerías, con sus
vicisitudes de calamidades y de consuelos. Para fundar santuario suyo
predilecto de donde hiciese saltar sobre la nación el torrente de sus
misericordias, la Madre
de Divina Gracia. Eligió el más gracioso valle escondido en el centro de
nuestro territorio, valle riquísimo en tierras y aguas y verdores y en todo
primor de vida y de hermosura; y allí no quiso manifestarse en pintura o tela
traída de fuera, sino renovarse y transfigurarse en materia de lienzo y colores
nuestros y en retablo pintado aquí, a las luces y aires de nuestro cielo, como
para darnos a entender que quería compenetrarse con nuestros elementos, y
transfundírsenos por su medio, e identificarse con nosotros y pertenecernos de
todo en todo. Y así como el quiere tomar carta de naturaleza en una nación y
granjearse la voluntad de los nuevos vecinos como ellos, se sienta a su mesa, comparte sus duelos y regocijos, y
los obsequia y agasaja, así María, no contenta con ser madre de todos los
hombres por el título sellado con sangre divina al pie de la cruz, queriendo
naturalizarse colombiana se vistió de ese humilde lienzo y tintas indígenas, y
se mostró en un escueto tambo a dos piadosas mujeres, una española y otra
india, como para simbolizar consagrándole la unidad de nuestra raza
hispano-americana, y hace trescientos treinta y tres años se sienta a nuestros
hogares colmándoles de mercedes y participando en nuestras alegrías, pero mucho
más en nuestras angustias e infortunios. No hay un solo hogar tradicional y
genuinamente colombiano donde no aparezca en sitio de honor una copia de esta
preciosa imagen que a todos nos pertenece y en la cual vemos los colombianos el
más caro de nuestros tesoros.
Ante ella oraron nuestros padres, trasmitiendo a la
familia congregada la salvadora devoción del santo rosario; a sus pies buscaron refugio en horas inenarrables
de amargura e infinito desamparo; a ella dirigieron sus votos tantos corazones
doloridos; a ella se volvieron tantos corazones doloridos; a ella se volvieron
tantos ojos empapados por las lágrimas; ante ella ardieron tantos cirios de
promeseros que de rodillas imploraban socorro, salud para el alma y para el
cuerpo, favores para sí propios y para su hijos. Y ¡qué lluvia de consolaciones
ha descendido de este lienzo bendito! La fe de este pueblo lo está diciendo. Lo
que aquí presenciamos es un magnifico acto de fe, de fe que palpita, que ama y
espera. Esto que oímos es un oleaje de almas que vienen como en tumulto a besar
esta anda resplandeciente trayendo cada una el rumor de sus dolores y de sus
esperanzas. Sí, todos tenemos aquí nuestros dolores y todos esperamos volver
consolados. Somos un pueblo de hermanos que un día señaladísimo nos reunimos
para pedir a nuestra madre. No hay aquí corpatidarios ni adversarios, aquí no
hay sino hermanos que imploramos todos misericordia para todos; aquí no hay pobres
ni ricos; todos aquí somos pobres y necesitados.
Señora mía y Madre mía: yo bien lo sé; lo que os diga
en nombre de nuestro santuario es particularmente grato a vuestro corazón; lo
que en nombre suyo se os pida es despachado con singular favor, porque ese
santuario de donde ahora estáis ausente es vuestra casa y hogar de vuestras
ternuras y el depósito y arca grande de vuestras mercedes.
No quisisteis esta vez esperar allí a los
menesterosos sino salir vos misma a buscarlos, pero amáis mucho y a cada día
más vuestro santuario y vuestro valle que por vos está ahora suspirando.
¡Que triste fue la hora de vuestra despedida!
Parecían sollozar por vos en las cañadas las brisas de
nuestros bosques; os miraban de lejos, doblando quejumbrosas las torres de
vuestro templo. Vuestras hijas, siempre fieles y siempre buenas, aquellas
admirables madres y doncellas chiquinquireñas por vos aleccionadas, os trajeron
muy largo trecho en sus hombros, regando de lágrimas el camino por donde os
alejábais, porque aunque os sacaban como Reina triunfante para ser coronada,
sentían desgarrarse su corazón con vuestra ausencia; ellas no habían vivido un
solo instante de su vida sin vuestra compañía.
Yo, pues, en nombre de este vuestro valle amado y de
esos recuerdos os saludo y doy la bienvenida; oh amable Pastora de mis colinas
de Chiquinquirá, oh dulce peregrina que salís en busca de los enfermos para
curarlos, de los infelices para consolarlos, de los que yerran para reducirlos
al buen camino, y a recibir en cambio una corona de oro en que las almas de los
colombianos brillan con resplandores de diamantes y esmeraldas.
Vos sois aquella cuya predestinación para la
maternidad divina tiene la misma antigüedad que la elección de naturaleza
criada para unirse la
Divinidad personalmente a ella: la antigüedad de los siglos
eternos; la sangre vuestra es el manantial de aquel torrente que desatándose de
la peña del Calvario lava los pecados del mundo; Vos sois aquella a cuya mirada
clarea la esperanza, a cuyas pisadas brotan las azucenas, a cuya voz el
universo resuena en armonía; Vos sois la flor de la misericordia y de la gracia
y de la hermosura; Vos sois la omnipotencia suplicante.
¡Oh esclava del Señor, hágase en Vos según su palabra!
Oh Virgen Pastora y peregrina a quien el sol de un
largo camino ha puesto morenas y ruborosas las mejillas, como la esposa de los
cantares! Nuestra generación lo mismo que las pasadas y lo mismo que las
venideras, os llama Bienaventurada. ¡Bienaventurada! Dios, de quien sois hija
predilecta, Dios, de quien sois Madre, Dios de quien sois esposa, pareja y
engalana el cielo y la tierra para este triunfo.
En triunfo habéis venido desde las puertas de vuestro
santuario hasta la capital de Colombia, la ciudad de la Inmaculada Concepción.
Las nubes se han reflejado en vuestra visita, el cielo
de junio se ha puesto sereno, los caminos se han alfombrado de rosas, los
saucedales de Simijaca y de Ubaté se han doblegado a vuestro paso, Fúquene ha
rizado amorosamente sus ondas de líquida esmeralda, los pueblos a porfía han
acudido a tributaros sus más entrañables y rendidos homenajes. Triunfad, reinad
Señora. Soltad ya, que ya es hora, el raudal de vuestras misericordias;
consolad a todos estos dolores; remediad todas estas necesidades que aquí os
imploran.
Convertid, Señora, a los pecadores, a los mismos que
en estos días hacen escarnio de estas grandes solemnidades, ferventísima
expresión de las más arraigadas creencias, de los más vivos sentimientos del
alma colombiana: convertídlos: acaso no saben lo que hacen, no saben lo que
dicen.
¿Hay entre los que me oyen algún hermano en quien la
luz de la fe vacile o se haya extinguido? Iluminadlo, Señora, como hiciste con
otros tantas veces. Esta especialísima súplica os hago: consolad y santificad a
nuestros hermanos los leprosos: Allá en sus retiros de Agua de Dios y
Contratación ellos también os erigen altares y con gemidos que arrancan desde
la profunda soledad de su alma, levantan a Vos sus manos mutiladas; iluminad y
dirigid las ciencias médicas ¡oh Reina de la Sabiduría ! para que
hallen por fin el remedio de tan espantosa dolencia; sanad a Colombia de la
lepra.
Bendecid esta República que por su raza y por su
historia tan de corazón os pertenece. Date del día de vuestra coronación la paz
definitiva y el engrandecimiento de Colombia. Prolongad y sostened los años del
grande arzobispo primado de cuya fecundísima son corona las dos mayores
solemnidades que ha presenciado nunca la iglesia colombiana. Dirigid a los
gobernantes, aleccionad a los gobernados. Mañana en el instante en que los
cañones anuncien a la tierra y al cielo que un sucesor de los apóstoles os ciñe
corona de oro, símbolo de la eterna, alcanzad de vuestro Hijo, que todos
cuantos asistimos a la coronación volvamos a reunirnos en el gran día en torno
de esta vuestra milagrosa imagen, en su última divina transfiguración, y allí a
una voz con los fieles de la
Iglesia triunfante os digamos para siempre Bienaventurada.
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