Santa
María, yo adoro y bendigo a tu Hijo glorioso, a quien ruegues Tú por nosotros,
pecadores. Siendo Tú Señora, más voluntariosa en rogar por nosotros, pecadores,
que lo somos nosotros, no hay necesidad de que te roguemos a que ruegues por
nosotros. Pero por cuanto no seríamos dignos de ser participantes en tus
oraciones si no te rogáramos y confiáramos en tus oraciones, por tanto somos
obligados a rogarte y contemplar en tus honores y de hacerte reverencia y
honor, para que Tú nos recuerdes con tu piadoso recuerdo, y nos mires con tus ojos misericordiosos en este tiempo tenebroso en que estamos por falta de
devoción y caridad, por cuya falta olvidamos la santísima pasión del Hijo bendito, en cuanto no nos
acordamos de Él como debiéramos y pudiéramos hacer; pero Tú, Señora, no ceses
de rogar a Dios por nosotros con todos tus poderes. Luego siendo esto así, Tú,
Reina de los reyes y Reina de las reinas, ayúdanos a que te honremos, honrando
a tu Hijo en aquél lugar donde eres Tú deshonrada, y tu Hijo desamado,
deshonrado, descreído y blasfemado por aquellos hombres a quienes tu bendito Hijo
espera que vayan a honrarle y defenderle de los defectos que falsamente le son
atribuidos por aquellos que viven en el error y van caminando al fuego
perdurable.
Cuan presto Tú, Reina, fuiste llena de
gracia y del Espíritu Santo y del Hijo de Dios, que concebiste, tan presto
fuiste tenida y obligada a rogar por nosotros, pecadores; porque en cuanto
fueron mayores tus honores, en tanto conviene que se considerasen más en Ti los
justos y los pecadores; y cuanto más fuertemente nos confiamos en Ti, tanto tu
justicia te hace ser más cuidadosa en curar nuestras enfermedades y perdonar
nuestras culpas.
Inclina, Reina, tus ojos aquí abajo
entre nosotros y mira cuántos son los hombres que te ruegan y te honran,
acordándote y cantando tus loores.
Raimundo Lulio
(1232-1316).
Tomado de la revista
Regina Mundi 7
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