jueves, 14 de enero de 2016

“Ha hecho en mí cosas grandes el Poderoso”.



Adán de Perseigne (¿-1221), abad cisterciense 
Carta a Andrés, canónigo de Tours, 13-15; SC 66, 62.

“Mi alma engrandece al Señor.” ¿Cómo lo engrandeces tú? ¿Añadirías grandeza al que es infinitamente grande? “El Señor es grande” dice el salmista, y “digno de toda alabanza” (cf Sal 144,3) El Señor es grande, tan grande que su grandeza no soporta ni comparación ni medida. ¿Cómo lo engrandeces tú si no le puedes hacer más grande? 

Lo engrandeces porque lo alabas. Lo engrandeces porque, en medio de las tinieblas de este mundo, tú eres más luminosa que el sol, más bella que la luna, más fragante que el perfume de la rosa, más blanca que la nieve, tú das a conocer el esplendor de Dios. Tú lo engrandeces no añadiendo grandeza a su grandeza sin medida, sino aportando, en medio de las tinieblas del mundo, la luz de la verdadera divinidad... Tú lo engrandeces al ser elevada a una dignidad tan alta como para recibir la gracia en plenitud (Lc 1,28) acogiendo al Espíritu Santo y, siendo Madre de Dios permaneciendo Virgen inviolada, das a luz al Salvador del mundo perdido. 


¿De dónde viene esto? Porque el Señor está contigo. (Lc 1,28) el Señor que ha hecho de sus dones tus méritos. He aquí porque se dice que engrandeces al Señor, porque tú misma eres engrandecida en él y por él. Tu alma engrandece al Señor ya que tú misma eres engrandecida por él... porque eres el receptáculo del Verbo, la bodega del vino nuevo que embriaga la sobriedad de los creyentes. Tú eres la Madre de Dios.



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