jueves, 21 de enero de 2016

Del discurso del Papa Pablo VI al final de la sesión del Concilio Vaticano II en el que se proclamó a María, Madre de la Iglesia.




1. Nuestro pensamiento, venerables hermanos, no puede menos de elevarse, con sentimientos de sincera y filial gratitud, a la Virgen Santa, a Aquella que queremos considerar protectora de este Concilio, testigo de nuestros trabajos, nuestra amabilísima consejera, pues a Ella, como celestial Patrona, juntamente con San José, fueron confiados por el Papa Juan XXIII, desde el comienzo, los trabajos de nuestras sesiones ecuménicas1.

2. Animados por estos mismos sentimientos, el año pasado quisimos ofrecer a María Santísima un solemne acto de culto en común, reuniéndonos en la basílica Liberiana, en torno a la imagen venerada con el glorioso título de Salus Populi Romani.

3. Este año, el homenaje de nuestro Concilio se presenta más precioso y significativo. Con la promulgación de la actual Constitución*, que tiene como vértice y corona todo un capítulo dedicado a la Virgen, justamente podemos afirmar que la presente sesión se clausura como un incomparable himno de alabanza en honor de María.

4. Es, en efecto, la primera vez -y decirlo Nos llena el corazón de profunda emoción- que un Concilio Ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

5. Esto corresponde a la meta que este Concilio se ha prefijado: manifestar la faz de la Santa Iglesia, a la que María está íntimamente unida, y de la cual, como egregiamente se ha afirmado, es «la parte mayor, la parte mejor, la parte principal y más selecta»2.

6. La realidad de la Iglesia ciertamente no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos, ni en sus ordenamientos jurídicos. Su esencia íntima, la principal fuente de su eficacia santificadora, se debe buscar en su mística unión con Cristo; unión que no podemos pensarla separada de Aquélla que es la Madre del Verbo Encarnado, y que Cristo mismo quiso tan íntimamente unida a Él para nuestra salvación. Y ciertamente que debe encuadrarse en la visión de la Iglesia la contemplación amorosa de las maravillas que Dios ha obrado en su Santa Madre. Y el conocimiento de la doctrina verdaderamente católica sobre María será siempre la clave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia.

7. La reflexión sobre estas íntimas relaciones de María con la Iglesia, tan claramente establecidas por la actual Constitución conciliar, Nos permite creer que éste es el momento más solemne y más apropiado para dar satisfacción a un voto que, señalado por Nos al término de la sesión anterior, han hecho suyo muchísimos Padres Conciliares, pidiendo insistentemente una declaración explícita, durante este Concilio, de la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano. A este fin hemos creído oportuno consagrar en esta misma sesión pública un título en honor de la Virgen, sugerido por diferentes partes del orbe católico, y particularmente entrañable para Nos, pues con síntesis maravillosa expresa el puesto privilegiado que este Concilio ha reconocido a la Virgen en la Santa Iglesia.

8. Así, pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, así de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título.

9. Se trata de un título, venerables hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María. Ciertamente que ese título pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo Encarnado.

10. La divina maternidad es, en efecto, el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquél que, desde el primer instante de la Encarnación en su seno virginal, unió a Sí mismo, como a Cabeza, su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de todos los fieles y de todos los pastores, es decir, de toda la Iglesia.

11. Con ánimo, por lo tanto, lleno de confianza y amor filial elevamos a Ella la mirada, no obstante nuestra indignidad y flaqueza. Ella, que nos dio con Cristo la fuente de la gracia, no dejará de socorrer a la Iglesia ahora, cuando, floreciendo en la abundancia de los dones del Espíritu Santo, se consagra con nuevo y más empeñado entusiasmo a su misión salvadora.

12. Nuestra confianza se aviva y confirma, aún más, al considerar los vínculos estrechos que ligan al género humano con nuestra Madre celestial. Aun en medio de la riqueza en maravillosas prerrogativas con que Dios la ha honrado, para hacerla digna Madre del Verbo Encarnado, está muy próxima a nosotros. Hija de Adán, como nosotros, y, por lo tanto, Hermana nuestra con los lazos de la naturaleza, es, sin embargo, una criatura preservada del pecado original en previsión de los méritos de Cristo, y que a los privilegios obtenidos une la virtud personal de una fe total y ejemplar, mereciendo el elogio evangélico: «Bienaventurada, porque has creído». En su vida terrenal realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas proclamadas por Cristo. Por lo cual, toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y de obras, encuentra en Ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo.

13. Por lo tanto, esperamos que con la promulgación de la Constitución sobre la Iglesia, sellada por la proclamación de María Madre de la Iglesia, es decir, de todos los fieles y pastores, el pueblo cristiano se dirigirá con mayor confianza y con fervor mayor a la Virgen Santísima y le tributará el culto y honor que le corresponden.

14. En cuanto a nosotros, ya que entramos en el aula conciliar, a invitación del Papa Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, a una con María, Madre de Jesús, salgamos, ahora, al final de la tercera sesión, de este mismo templo, con el nombre santísimo y gratísimo de María, Madre de la Iglesia.

15. En señal de gratitud por la amorosa asistencia que nos ha prodigado durante este último periodo conciliar, que cada uno de vosotros, venerables hermanos, se comprometa a mantener alto en el pueblo cristiano el nombre y el honor de María, señalando en Ella el modelo de la fe y plena correspondencia a toda invitación de Dios, el modelo de la plena asimilación de la doctrina de Cristo y de su caridad, para que todos los fieles, unidos en el nombre de la Madre común, se sientan cada vez más firmes en la fe y en la adhesión a Cristo, y a la vez fervorosos en la caridad para con los hermanos, promoviendo el amor a los pobres, la adhesión a la justicia, la defensa de la paz. Como ya exhortaba el gran San Ambrosio: Viva en cada uno el espíritu de María para ensalzar al Señor: reine en cada uno el alma de María para gloriarse en Dios3.

16. Especialmente queremos que aparezca con toda claridad que María, humilde sierva del Señor, se relaciona completamente con Dios y con Cristo, único Mediador y Redentor nuestro. E igualmente que se expliquen la naturaleza verdadera y la finalidad del culto mariano en la Iglesia, especialmente donde hay muchos hermanos separados, de forma que cuantos no forman parte de la comunidad católica comprendan que la devoción a María, lejos de ser un fin en sí misma, es un medio esencialmente ordenado para orientar las almas hacia Cristo, y de esta forma unirlas al Padre, en el amor del Espíritu Santo.

17. Al paso que elevamos nuestro espíritu en ardiente oración a la Virgen, para que bendiga el Concilio Ecuménico y a toda la Iglesia, acelerando la hora de la unión entre todos los cristianos, nuestra mirada se abre a los ilimitados horizontes del mundo entero, objeto de las más vivas atenciones del Concilio Ecuménico, y que nuestro predecesor, Pío XII, de viva memoria, no sin una inspiración del Altísimo, consagró solemnemente al Corazón Inmaculado de María. Creemos oportuno, particularmente hoy, recordar este acto de consagración. Con este fin hemos decidido enviar próximamente, por medio de una misión especial, la Rosa de Oro al santuario de la Virgen de Fátima, muy querido no sólo por la noble nación portuguesa -siempre, pero especialmente hoy, apreciada por Nos-, sino también conocido y venerado por los fieles de todo el mundo católico. Así es como también Nos pretendemos confiar a los cuidados de la Madre celestial toda la familia humana, con sus problemas y sus afanes, con sus legítimas aspiraciones y ardientes esperanzas.

18. Virgen María Madre de la Iglesia, te recomendamos toda la Iglesia, nuestro Concilio Ecuménico.

19. Tú, «Socorro de los obispos», protege y asiste a los obispo, en su misión apostólica, y a todos aquellos, sacerdotes, religiosos y seglares, que con ellos colaboran en su arduo trabajo.

20. Tú, que por tu mismo divino Hijo, en el momento de su muerte redentora, fuiste presentada como Madre al discípulo predilecto, acuérdate del pueblo cristiano que se confía a Ti.

21. Acuérdate de todos tus hijos; presenta sus preces ante Dios; conserva sólida su fe; fortifica su esperanza; aumenta su caridad.

22. Acuérdate de los que viven en la tribulación, en las necesidades, en los peligros, especialmente de los que sufren persecución y se encuentran en la cárcel por la fe. Para ellos, Virgen Santísima, solicita la fortaleza y acelera el ansiado día de su justa libertad.

23. Mira con ojos benignos a nuestros hermanos separados, y dígnate unirlos, Tú, que has engendrado a Cristo, puente de unión entre Dios y los hombres.

24. Templo de la luz sin sombra y sin mancha, intercede ante tu Hijo Unigénito, Mediador de nuestra reconciliación con el Padre4, para que perdone todas nuestras faltas y aleje de nosotros toda discordia, dando a nuestros ánimos la alegría de amar.

25. Finalmente, a tu Corazón Inmaculado encomendamos todo el género humano; condúcelo al conocimiento del único y verdadero Salvador, Cristo Jesús; aleja de él los males del pecado, concede a todo el mundo la paz en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor.

26. Y haz que toda la Iglesia, al celebrar esta gran asamblea ecuménica, pueda elevar al Dios de las misericordias el majestuoso himno de alabanza y agradecimiento, el himno de gozo y alegría, puesto que grandes cosas ha obrado el Señor por medio de Ti, oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María.

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1 Cf. A.A.S. 53 (1961) 37 ss., 211 ss., 54 (1962), 727.

* Se refiere a la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen gentium), cuyo capítulo VIII, está dedicado a la Virgen (N. del E.).

2. Rupett. In Apoc 1, 7, 12; PL 169, 1043.

3 S. Ambr. Exp. in Luc 2, 26; PL 15, 1642.


4 Rom 5, 11.

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