jueves, 7 de enero de 2016

La procesión, oficio de peregrinos



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

Los paraguas se convirtieron en sombrillas para guarecer del sol a la romeros que participaron en la procesión de los 429 años de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

El desfile congregó a miles de adeptos que saludaron a dos obispos, Luis Felipe Sánchez Aponte y Leonardo Gómez Serna. Los prelados, acompañados del prior Jaime Monsalve Trujillo y presididos por varios frailes dominicos, salieron a la Plaza de la Libertad para ordenar el tren de marcha. Los cargueros colocaron sobre sus recios hombros las andas de la Virgen y los soldados del batallón de Policía Militar formaron la escolta de honor. El reloj marcaba las 9:32 de la mañana del 26 de diciembre de 2015.

La gente se movió al compás del rezo del santo rosario, que meditaba los misterios gozosos. La comitiva tomó al suroeste por la carrera décima donde una lluvia de pétalos de rosas cayó con singular abundancia sobre la réplica del lienzo original, el vestido de María Santísima para esa ocasión.

Los cohetes vociferaban su estruendo. Las tiras de papel triangular, blancas y azules, colgaban de un extremo a otro de las estrechas calles donde se moldeaba la formación bajo la rigidez del trazado urbano. Los fieles, ubicados en los balcones de sus viviendas, arrojaban cientos de corolas granates, amarillas y rosadas que eran trituradas por los zapatos al pasar sobre una especie de tapete florecido.

Las desojadas plantas dejaron un rastro de amor por la Patrona. La cantidad de hojitas lanzadas obligó a que tres señoras de la empresa de aseo estuvieran recogiendo los restos vegetales. Sus impecables uniformes verde claro sufrieron la dimensión del esfuerzo. De la terraza de Drogas la Economía caían miles de papelitos y bombas infladas a pulmón. Además, los empleados  lanzaban los voladores que volvía a la calle, entre cañas destrozadas, después de estallar con tres vigorosos truenos. Las palas y las escobas no tuvieron tregua.

El espectáculo organizaba el caos uniforme del festejo.

Los seguidores, a unas cuadras de distancia, solo podían contemplar entre el gentío la parte posterior del retrato. Allí estaba pintada la escena de la renovación en los aposentos de Chiquinquirá. Los trazos, magistralmente logrados, mostraban a una sorprendida María Ramos, al niño Miguel, la india Isabel y quizás, no se sabe, a Catalina García de Irlos. Las mujeres sorprendidas observaban regocijadas el fenómeno de aquel diciembre de 1586. Ese mismo portento seguía convocando a los bautizados a una transformación de su ser por los méritos de la infancia del Redentor.

El prodigio inagotable del nacimiento del Salvador permanecía vigente en los brazos de la Santísima Virgen María. Así lo predicaba el salterio en su tercer misterio de gozo. La plegaria emergía de dos enormes parlantes negros que trasportaba un Chevrolet Spark, cupé blanco. El vehículo cerraba el cortejo en un lento desplazamiento.

La multitud soportaba, con piadoso estoicismo, los decibles de la trasmisión del rezo que les golpeaba los tímpanos. A ese inconveniente se sumaban el bochorno, la sed y el estrujón de los vendedores callejeros que ofrecían sus botellas de agua cristal, paletas de mora, los sombreros aguadeños y los banderines estampados con la leyenda: “Virgencita de Chiquinquirá, Patrona de Colombia”.

El empuje de la devoción mantenía a la manifestación en un movimiento particular: sin prisa y con pausas. Los participantes  reposaron mientras disfrutaban de una serenata en la Central de Abastos. Los cargadores movían el armazón al ritmo de los acordes del tema musical. La pesada estructura seguía firme ante el vaivén de sus portadores. Tarea hercúlea por la dinámica de la inercia mecánica.

La muchedumbre aplaudía con la convicción del buen gusto. La música y la pólvora competían por colocar sus sonidos entre el sentir de la aglomeración que parecía enredada entre los pabellones de la Villa de los Milagros. Los pasacalles  de  tiras amarillas, azules y rojas, los adornos inflables, los sencillos altares en los andenes y el inagotable aguacero de capullos mantenían la verbena en un punto elevado de acción de gracias.

La pausa terminó. Una voz ordenó la continuación de la jornada. Los barrios pasaron y la gala se repetía dentro de la abundante variedad de colorines en una algarabía respetuosa. El campesinado oponía su duelo de sudor contra la radiación solar.

Los antiguos, los que viajaron a pie desde los corregimientos  olvidados, ofrecían su mirada agradecida ante la colección de bendiciones recibidas en la travesía de sus vidas. Los ojos húmedos brillaban bajo las lágrimas de júbilo, pues Jesús en los brazos de Nuestra Señora los adhería a su corazón.

A su lado, la patria humilde se aferraba a su camándula en un ejercicio comunal de evangelización. Eran los pasos de la fe sostenidos por el amor al Cristo recién nacido. Era el regreso a la tradición colonial que aún vivía feliz entre los nietos de los muiscas y sus encomenderos. Era el himno de un pueblo que caminaba detrás de sus pastores por la historia del Evangelio en versión chiquinquireña.

El llamado de la iluminación convocó a las gentes buenas desde las ignotas selvas amazónicas hasta la península de la Guajira wayúu. La invitación llegó al Guaviare encantado, al intrépido Vichada, a los briosos Llanos orientales, al poético Valle del Cauca, a la mulata costa Atlántica, a los desafiantes desfiladeros del Guáitara y a la circunferencia de las 100 leguas, que rodea a la urbe. Este es un territorio mariano por vocación donde el fervor del promesero se arraigó entre la humildad boyacense, el coraje santandereano, la laboriosidad antioqueña y la nobleza cundinamarquesa. Sobre esos cuatros pilares se edificó la fortaleza moral de la romería porque la esencia del tiple y la guabina llevaron por los caminos reales la jaculatoria de María Ramos: pues eres de los pecadores el consuelo y la alegría, oh, Madre clemente y pía, escuchad nuestros clamores”.

Sí, los embajadores de la Colombia heroica habían llegado puntuales a la cita con la Señorita morena, el regalo de Navidad de un Dios enamorado del jardín mariano.

Al pasar por el frente del Monasterio de Santa Clara, una mano ajada por el servicio, lanzaba desde una ventanilla manotadas de hojillas escarlatas que el viento raptó. La extremidad nerviosa insistía en rendir su anónimo homenaje a la Reina, pero Ella victoriosa en su humildad pasó hacia el sitio donde tomó la nacionalidad colombiana, la Capilla de la Renovación, el vecindario del asombro y la cuna de los poetas.

Hasta este punto místico, la base de la caravana se mantuvo compacta. Los turistas movidos por el afán partieron para asistir a una eucaristía que no comenzaría sin la Madre Inmaculada. El manojo de las familias se desprendió. Se fueron para instalarse en los locales de la plaza principal. Querían poseer la sombra de sus aleros tutelares. La cuadra castellana del sector permitió la ocupación de los espacios y la fuga de la comodidad. El tema de una canción, que llegó del recuerdo, resumió la realidad del aquel momento…

“No podemos caminar                                                 
con hambre bajo el sol                                                 
Danos siempre el mismo pan,                                      
tu cuerpo y sangre, Señor…”                                            
 
La desbandada colaboró para que estas líneas corrieran con algo de quietud. Ya no estaban las corroscas interpuestas entre la lente de la cámara y el objetivo. Las letras, consignadas en la libreta de apuntes, parecían legibles y podrían ser vertidas en el procesador de palabras del computador.

El ejercicio de la reportería, gráfica y escrita, se ejecutó en contravía de las circunstancias. El manejo de la camándula, el lapicero, el papel y la cámara dejó un vestigio de yerros. La función de salir de la corriente para realizar un par de tomas y regresar contra la marea causó malestar entre los penitentes que miraban molestos al foráneo. Los empujones y el ajetreo no permitieron laborar con las técnicas adecuadas. Solo algunas fotografías captaron que la vivencia, la evocación del alma, seguía vigente.

El planeado trayecto se detuvo frente al templo parroquial. Las campanas tañeron vigorosas y sus sonidos recordaron el primer tropel que llegó a la choza de los aposentos. Aquel alboroto, organizado por la sorpresa, estuvo conformado por la servidumbre y los indios de la encomienda.

Los recién catequizados vivieron el testimonio del Evangelio: “…Mas el ángel les dijo: No temáis, porque he aquí, os traigo buenas nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo; “porque os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal: hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre…” (Lucas 2. 10, 12).

Y como antaño, la algarabía del bronce, que anunció la nueva buena, atrajo a muchos. Los parroquianos llegaron para contemplar que la Madre del Altísimo estaba frente a la morada de su Hijo unigénito.

La fiesta,  al finalizar el homenaje central del recorrido, viró hacia un instante aguardado. La orden que estremece a la formación: “Peregrinos, carguen” no tuvo el elegante arrebato de ocasiones anteriores. La maniobra del relevo se ejecutó con extremo cuidado. Los hombres eran novatos y requerían ayuda extraordinaria para asumir el peso del madero. La viga fue demasiado lacerante para un voluntario que la soportó con el antebrazo derecho y la mano izquierda, en un gesto de acrobático sacrificio.

La carga resultó ligera porque el trecho fue corto. El tramo final estaba a la vista. La calle 18, donde solo se encontró un ornamento que recibiera a la Virgen, encajonó el regreso.  Afortunadamente, al Occidente aguardaba una explanada atestada por miles de personas que buscaban afanadas el alquiler de una butaca. En las tiendas y cafés había tres filas de arrumados en cada lugar disponible porque la sombra desaparecía de prisa. Para cuando La Chinca ocupó su puesto junto al atrio de la basílica, el astro rey llegaba con puntualidad canicular al medio día. La mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona sobre su cabeza recibió el aplauso de sus hijos.

La santa misa comenzó cuando 60 mil almas se persignaron en un sincronizado acto de humildad. La incandescencia de la palabra llegaba a un vecindario amontonado entre los ropajes que funcionaban como hornos.

El bluyín del redactor tuvo que ser regado con un líquido saborizado para evitar que la piel se ampollara. El agua, en esa  celebración campal, llegaba tibia a la garganta. El acaloramiento hacia estragos entre los niños y sus madres que no encontraban la forma de calmar sus llantos. En esa caldera de circunstancias e incomodidades se escuchaba nítida la homilía. Los ecos de la predica ayudaban a fermentar en los párvulos inquietos la raza de los caminantes, el otro Israel.

La fatiga, trasnochada y hambrienta, participó en la cena del Señor. La ceremonia incluyó tres canciones del niño Fabby Martínez que seguía promocionando su canción estelar Oh Madre clemente y pía.


A la una y media de la tarde, monseñor Sánchez Aponte impartió una bendición especial que donó una doble indulgencia plenaria. El indulto a la culpa, rezago del pecado, llegó por el octingentésimo aniversario de la Orden de Predicadores y el Año de la Misericordia. Fue un premio celestial porque Chiquinquirá es la casa de María, la llena de gracias.

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