Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
Los
paraguas se convirtieron en sombrillas para guarecer del sol a la romeros que participaron
en la procesión de los 429 años de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.
El
desfile congregó a miles de adeptos que saludaron a dos obispos, Luis Felipe Sánchez Aponte
y Leonardo Gómez Serna. Los prelados, acompañados del prior Jaime Monsalve
Trujillo y presididos por varios frailes dominicos, salieron a la Plaza de la Libertad para ordenar el
tren de marcha. Los cargueros colocaron sobre sus recios hombros las andas de la Virgen y los soldados del
batallón de Policía Militar formaron la escolta de honor. El reloj marcaba las
9:32 de la mañana del 26 de diciembre de 2015.
La
gente se movió al compás del rezo del santo rosario, que meditaba los misterios
gozosos. La comitiva tomó al suroeste por la carrera décima donde una lluvia de
pétalos de rosas cayó con singular abundancia sobre la réplica del lienzo original,
el vestido de María Santísima para esa ocasión.
Los
cohetes vociferaban su estruendo. Las tiras de papel triangular, blancas y
azules, colgaban de un extremo a otro de las estrechas calles donde se moldeaba
la formación bajo la rigidez del trazado urbano. Los fieles, ubicados en los
balcones de sus viviendas, arrojaban cientos de corolas granates, amarillas y
rosadas que eran trituradas por los zapatos al pasar sobre una especie de tapete
florecido.
Las
desojadas plantas dejaron un rastro de amor por la Patrona. La cantidad de hojitas
lanzadas obligó a que tres señoras de la empresa de aseo estuvieran recogiendo
los restos vegetales. Sus impecables uniformes verde claro sufrieron la
dimensión del esfuerzo. De la terraza de Drogas la Economía caían miles de
papelitos y bombas infladas a pulmón. Además, los empleados lanzaban los voladores que volvía a la calle,
entre cañas destrozadas, después de estallar con tres vigorosos truenos. Las
palas y las escobas no tuvieron tregua.
El
espectáculo organizaba el caos uniforme del festejo.
Los
seguidores, a unas cuadras de distancia, solo podían contemplar entre el gentío
la parte posterior del retrato. Allí estaba pintada la escena de la renovación
en los aposentos de Chiquinquirá. Los trazos, magistralmente logrados, mostraban
a una sorprendida María Ramos, al niño Miguel, la india Isabel y quizás, no se
sabe, a Catalina García de Irlos. Las mujeres sorprendidas observaban
regocijadas el fenómeno de aquel diciembre de 1586. Ese mismo portento seguía
convocando a los bautizados a una transformación de su ser por los méritos de
la infancia del Redentor.
El
prodigio inagotable del nacimiento del Salvador permanecía vigente en los
brazos de la
Santísima Virgen María. Así lo predicaba el salterio en su
tercer misterio de gozo. La plegaria emergía de dos enormes parlantes negros
que trasportaba un Chevrolet Spark,
cupé blanco. El vehículo cerraba el cortejo en un lento desplazamiento.
La
multitud soportaba, con piadoso estoicismo, los decibles de la trasmisión del
rezo que les golpeaba los tímpanos. A ese inconveniente se sumaban el bochorno,
la sed y el estrujón de los vendedores callejeros que ofrecían sus botellas de
agua cristal, paletas de mora, los sombreros aguadeños y los banderines
estampados con la leyenda: “Virgencita de Chiquinquirá, Patrona de Colombia”.
El
empuje de la devoción mantenía a la manifestación en un movimiento particular:
sin prisa y con pausas. Los participantes reposaron mientras disfrutaban de una serenata
en la Central
de Abastos. Los cargadores movían el armazón al ritmo de los acordes del tema
musical. La pesada estructura seguía firme ante el vaivén de sus portadores. Tarea
hercúlea por la dinámica de la inercia mecánica.
La
muchedumbre aplaudía con la convicción del buen gusto. La música y la pólvora
competían por colocar sus sonidos entre el sentir de la aglomeración que
parecía enredada entre los pabellones de la Villa de los Milagros. Los pasacalles de
tiras amarillas, azules y rojas, los adornos inflables, los sencillos
altares en los andenes y el inagotable aguacero de capullos mantenían la
verbena en un punto elevado de acción de gracias.
La
pausa terminó. Una voz ordenó la continuación de la jornada. Los barrios pasaron
y la gala se repetía dentro de la abundante variedad de colorines en una
algarabía respetuosa. El campesinado oponía su duelo de sudor contra la
radiación solar.
Los
antiguos, los que viajaron a pie desde los corregimientos olvidados, ofrecían su mirada agradecida ante
la colección de bendiciones recibidas en la travesía de sus vidas. Los ojos
húmedos brillaban bajo las lágrimas de júbilo, pues Jesús en los brazos de
Nuestra Señora los adhería a su corazón.
A
su lado, la patria humilde se aferraba a su camándula en un ejercicio comunal
de evangelización. Eran los pasos de la fe sostenidos por el amor al Cristo
recién nacido. Era el regreso a la tradición colonial que aún vivía feliz entre
los nietos de los muiscas y sus encomenderos. Era el himno de un pueblo que
caminaba detrás de sus pastores por la historia del Evangelio en versión
chiquinquireña.
El
llamado de la iluminación convocó a las gentes buenas desde las ignotas selvas
amazónicas hasta la península de la
Guajira wayúu. La invitación llegó al Guaviare encantado, al intrépido
Vichada, a los briosos Llanos orientales, al poético Valle del Cauca, a la mulata
costa Atlántica, a los desafiantes desfiladeros del Guáitara y a la
circunferencia de las 100 leguas, que rodea a la urbe. Este es un territorio
mariano por vocación donde el fervor del promesero se arraigó entre la humildad
boyacense, el coraje santandereano, la laboriosidad antioqueña y la nobleza
cundinamarquesa. Sobre esos cuatros pilares se edificó la fortaleza moral de la
romería porque la esencia del tiple y la guabina llevaron por los caminos
reales la jaculatoria de María Ramos: “pues
eres de los pecadores el consuelo y la alegría, oh, Madre clemente y pía,
escuchad nuestros clamores”.
Sí,
los embajadores de la
Colombia heroica habían llegado puntuales a la cita con la Señorita morena, el
regalo de Navidad de un Dios enamorado del jardín mariano.
Al
pasar por el frente del Monasterio de Santa Clara, una mano ajada por el
servicio, lanzaba desde una ventanilla manotadas de hojillas escarlatas que el
viento raptó. La extremidad nerviosa insistía en rendir su anónimo homenaje a la Reina , pero Ella victoriosa
en su humildad pasó hacia el sitio donde tomó la nacionalidad colombiana, la Capilla de la Renovación , el
vecindario del asombro y la cuna de los poetas.
Hasta
este punto místico, la base de la caravana se mantuvo compacta. Los turistas movidos
por el afán partieron para asistir a una eucaristía que no comenzaría sin la Madre Inmaculada. El manojo de
las familias se desprendió. Se fueron para instalarse en los locales de la plaza
principal. Querían poseer la sombra de sus aleros tutelares. La cuadra
castellana del sector permitió la ocupación de los espacios y la fuga de la
comodidad. El tema de una canción, que llegó del recuerdo, resumió la realidad
del aquel momento…
“No podemos caminar
con hambre bajo el sol
Danos siempre el mismo pan,
tu cuerpo y sangre, Señor…”
La
desbandada colaboró para que estas líneas corrieran con algo de quietud. Ya no estaban
las corroscas interpuestas entre la lente de la cámara y el objetivo. Las
letras, consignadas en la libreta de apuntes, parecían legibles y podrían ser
vertidas en el procesador de palabras del computador.
El
ejercicio de la reportería, gráfica y escrita, se ejecutó en contravía de las
circunstancias. El manejo de la camándula, el lapicero, el papel y la cámara
dejó un vestigio de yerros. La función de salir de la corriente para realizar
un par de tomas y regresar contra la marea causó malestar entre los penitentes
que miraban molestos al foráneo. Los empujones y el ajetreo no permitieron laborar
con las técnicas adecuadas. Solo algunas fotografías captaron que la vivencia,
la evocación del alma, seguía vigente.
El
planeado trayecto se detuvo frente al templo parroquial. Las campanas tañeron
vigorosas y sus sonidos recordaron el primer tropel que llegó a la choza de los
aposentos. Aquel alboroto, organizado por la sorpresa, estuvo conformado por la
servidumbre y los indios de la encomienda.
Los
recién catequizados vivieron el testimonio del Evangelio: “…Mas el ángel
les dijo: No temáis, porque he aquí, os traigo buenas nuevas de gran gozo que
serán para todo el pueblo; “porque os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un
Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal: hallaréis a un
niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre…” (Lucas 2. 10, 12).
Y
como antaño, la algarabía del bronce, que anunció la nueva buena, atrajo a muchos.
Los parroquianos llegaron para contemplar que la Madre del Altísimo estaba
frente a la morada de su Hijo unigénito.
La
fiesta, al finalizar el homenaje central
del recorrido, viró hacia un instante aguardado. La orden que estremece a la
formación: “Peregrinos, carguen” no tuvo el elegante arrebato de ocasiones
anteriores. La maniobra del relevo se ejecutó con extremo cuidado. Los hombres
eran novatos y requerían ayuda extraordinaria para asumir el peso del madero.
La viga fue demasiado lacerante para un voluntario que la soportó con el
antebrazo derecho y la mano izquierda, en un gesto de acrobático sacrificio.
La
carga resultó ligera porque el trecho fue corto. El tramo final estaba a la
vista. La calle 18, donde solo se encontró un ornamento que recibiera a la Virgen , encajonó el
regreso. Afortunadamente, al Occidente
aguardaba una explanada atestada por miles de personas que buscaban afanadas el
alquiler de una butaca. En las tiendas y cafés había tres filas de arrumados en
cada lugar disponible porque la sombra desaparecía de prisa. Para cuando La Chinca ocupó su puesto
junto al atrio de la basílica, el astro rey llegaba con puntualidad canicular
al medio día. La mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona
sobre su cabeza recibió el aplauso de sus hijos.
La
santa misa comenzó cuando 60 mil almas se persignaron en un sincronizado acto
de humildad. La incandescencia de la palabra llegaba a un vecindario amontonado
entre los ropajes que funcionaban como hornos.
El
bluyín del redactor tuvo que ser regado con un líquido saborizado para evitar
que la piel se ampollara. El agua, en esa
celebración campal, llegaba tibia a la garganta. El acaloramiento hacia
estragos entre los niños y sus madres que no encontraban la forma de calmar sus
llantos. En esa caldera de circunstancias e incomodidades se escuchaba nítida
la homilía. Los ecos de la predica ayudaban a fermentar en los párvulos inquietos
la raza de los caminantes, el otro Israel.
La
fatiga, trasnochada y hambrienta, participó en la cena del Señor. La ceremonia incluyó
tres canciones del niño Fabby Martínez que seguía promocionando su canción
estelar Oh Madre clemente y pía.
A
la una y media de la tarde, monseñor Sánchez Aponte impartió una
bendición especial que donó una doble indulgencia plenaria. El indulto a la
culpa, rezago del pecado, llegó por el octingentésimo aniversario de la Orden de Predicadores y el Año
de la Misericordia.
Fue un premio celestial porque Chiquinquirá es la casa de
María, la llena de gracias.
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