San Bernardo (1091-1153).
Sermón para la octava de la Asunción , sobre las doce
prerrogativas de María
María es dichosa, tal como su prima Isabel se lo ha dicho,
no sólo porque Dios la ha mirado, sino porque ha creído. Su fe es el mejor
fruto de la bondad divina. Pero ha sido necesario que el arte inefable del
Espíritu Santo viniera sobre ella para que una tal grandeza de alma se uniera,
en el secreto de su corazón virginal, a una tal humildad. La humildad y la
grandeza de alma de María, así como su virginidad y su fecundidad, son
semejantes a dos estrellas que se iluminan mutuamente, porque en María la
profundidad de su humildad no perjudica en nada a la generosidad de su alma, y
recíprocamente. Puesto que María se
juzgaba a sí misma de manera tan humilde, no fue menos generosa en su fe en la
promesa que el ángel le había hecho. Ella, que se miraba a sí misma como una
pobre y pequeña esclava, no dudó en absoluto ser llamada a este misterio
incomprensible, a esta unión prodigiosa, a este secreto insondable. Creyó
inmediatamente que iba a ser verdaderamente la madre de Dios-hecho-hombre.
Es la gracia de Dios la que produce esta maravilla en el
corazón de los elegidos; la humildad no los hace ser temerosos ni timoratos,
como tampoco la generosidad de su alma los vuelve orgullosos. Al contrario, en
los santos, estas dos virtudes de refuerzan la una a la otra. La grandeza de
alma no sólo no abre la puerta a ninguna clase de orgullo, sino que es sobre
todo ella la que les hace penetrar siempre más adentro en los misterios de la
humildad. En efecto, los más generosos en el servicio de Dios son también los
más penetrados del temor del Señor y los más agradecidos por los dones
recibidos. Recíprocamente, cuando la humildad está en juego, no se desliza en
el alma ninguna ruindad. Cuanto menos una persona tiene la costumbre de
presumir de sus propias fuerzas, incluso en las cosas más pequeñas, tanto más
se confía en el poder de Dios, incluso en las más grandes.
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