Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
La
romería chiquiquireña tiene el corazón encendido por la llamarada de la
tradición, monograma de María Santísima.
La
invitación viene con campanadas de dichas que se juntan al sonido de los tiples
sin mancilla. La marea de familias marchó por entre la madrugada acompañada por
la inocencia de un sendero cuajado de azucenas. La brega del surco enhebró el
perfume de la tierra a la despedida.
Las
estrellas fareras conducen a los centinelas del pesebre nacional hacia una escena
viva que se mueve entre trinos de ruiseñores. Latidos que se apagan al compás
de la patria campesina que atraviesa por los senderos de la historia.
Vuelve
la romería guiada por la profecía de Isaías, la escuela de los reyes magos, el
Emmanuel. Trae la inmensidad de una sonrisa viajera y la camándula desatada que
recita el santo rosario.
Las
canciones incendian la garganta del hombre de alpargate. Los copleros guardan
la voz del abuelo que, dulce en su ancianidad, cabalga al paso del poema del suspiro.
Él acaricia las trochas y las fatigas tensadas por la travesía. Las rutas se funden
con la caída del sol. El crepúsculo les busca el abrigo del posadero. La fiesta,
junto al fogón de tres piedras, es la liturgia del romero. La ruana, blasón de la
nobleza, arropa el alma en la noche andariega.
La
pujanza heráldica los santigua con el brindis ancestral del vino de maíz. Las
cotizas borran las distancias y el horizonte enseña la cúpula plateada de la basílica.
Suena la guabina al son de los promeseritos…
Y en
los brazos de la Virgen
de Chiquinquirá, el Salvador de la
Colombia humilde suspira de amor.
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