Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
El día en que
Bochica le enseñó a hilar el algodón al pueblo muisca comenzó la historia del
lienzo de la Virgen de Chiquinquirá.
La siembra del
algodón, en la era prehispánica y
durante la Colonia, usó las tierras de los muzos, los guanes y las fronteras
bajas de las comunidades muiscas del altiplano cundiboyacense.
Una manta cualquiera
formó parte de esa tradición comercial entre los de Boyacá y sus vecinos de los
pisos términos cálidos. En esas zonas se cultivaba una planta de flores amarillas
con manchas rojas y fruto en cápsula que contiene semillas envueltas en una
pelusa blanca y suave (Gossypium
barbadense).
La materia prima
fue cambiada por maíz o papa después de la cosecha de 1560. Los copos blancos fueron hilados por mujeres
y los hilos tejidos por varones en Tibaná. Luego fue comprada en Tunja por
Alonso de Narváez, según explicó el historiador Víctor Raúl Rojas (Q.E.P.D) en
una carta a este redactor. En aquella época esa pieza pudo costar una fanega de
maíz (media carga, 65 kilos).
La trayectoria del
trueque y el comercio de la manta quedaron enmarcados en una etapa de cambios
culturales. El Evangelio de Cristo modificaría las conductas rituales propias
de la mitología indígena.
La enseñanza de
la ciencia teológica en las capillas doctrineras permitió integrar a distintos
clanes compuestos por laicos. Esa colectividad permitió que existieran vínculos
comerciales y culturales entre ellos.
El conjunto y
condición de los fieles, que no tomaron las órdenes religiosas, formó un gran
laicado cobrizo. Ese conglomerado fue testigo del nacimiento de la Villa de los
Milagros.
Los lugareños que
tuvieron responsabilidad en la preparación del portento, que ratificó el título
de la aldea, se pueden asociar en tres grupos. El primero estuvo compuesto por
los nativos sembradores, recolectores y comerciantes.
El segundo fue
una tribu distinta que manufacturó, a través del tejido, el producto. Al
trasformar el material básico se cambió el uso. Las mantas se convirtieron en
prendas de vestir, moneda de pago, tributo para el encomendero, vestimenta
sagrada para sus caciques y sustento económico de las aldeas.
El tercero quedó
compuesto por los forasteros, una minoría que estuvo representada por la clase
dirigente. Un trío de españoles marcó la pauta. Ellos realizaron la primera
figura de María Santísima que se delineó sobre un tejido de algodón en el Nuevo
Reino de Granada. El fraile Andrés de Jadraque, O.P., el encomendero Antonio de
Santana y el pintor Alonso de Narváez
El hermano lego indicó
la necesidad de ilustrar la catequesis, el patrón pagó por la elaboración de la
pintura 20 pesos oro y el artista dibujó una imagen de la Virgen del Rosario en
compañía de san Antonio de Padua y san Andrés Apóstol, 1562.
La
imagen
En ese punto
quedan varias preguntas para estudiar en futuras investigaciones. ¿Por qué tan
costosa la obra del templista? Entre 15 y 17 pesos hubiera sido el precio justo,
incluido el costo de la manta.
La creación de
Alonso de Narváez, que reposa en la Basílica Menor de Nuestra Señora del
Rosario de Chiquinquira (Boyacá), mide 1,19 m x 125 m y contrasta severamente
en tamaño con el modelo usual. El largo tiene tres palmos menos que la medida
estándar. ¿Por qué la manta es más ancha que larga?
Seguramente el
artista, para ahorrar tiempo y elementos pictóricos, la recortó a su gusto y
conveniencia de artista ocupado en sus menesteres de platero.
“…El tamaño de las mantas prehispánicas
generalmente era de 1,80 m de largo x 1,20 m de ancho aproximadamente, medidas
tomadas a partir de una de las pocas mantas que se ha hallado completa en
Santander (Colombia)…” (Cf. Laura Liliana Vargas Murcia. “de Nencatacoa a san
Lucas: mantas muiscas de algodón como soporte pictórico en el Nuevo Reino de
Granada”. Bogotá. Ucoarte. Revista de Teoría e Historia del Arte, 4, 2015, pp
25-43”.
Los estudios
radiológicos realizados por María Cecilia Álvarez White arrojaron un resultado,
que por la densidad del tejido, se podría pensar que pertenecía a las mantas
denominadas “chingas” o comunes. Lo cual ratifica esa predilección de Dios por
los humildes.
“En cuanto a la
manufactura de la tela, se ha comprobado, mediante el análisis microscópico de
la fibra, que se trata de un tejido de algodón. La tela tiene una contextura
muy delgada, de trama abierta, con un promedio de 14.5 hilos por centímetro
cuadrado y tejida en telar manual. Lo más probable, sobre todo por lo delgado
de las fibras y lo abierto de la trama, es que para darle un poco de rigidez al
soporte, se haya encolado.
La obra no
muestra la capa de base de preparación que habitualmente sirve de apoyo a la
capa pictórica. El color se aplicó directamente sobre la tela impregnando los
hilos.
Para la capa
pictórica se utilizó blanco de España o carbonato de calcio, que era de muy
fácil adquisición en su estado natural, mezclándolo con cola como aglutinante,
a lo cual fueron añadidos colores de origen orgánico, obteniendo matices en
escasa gama”. (Cf. Chiquinquirá, Arte y Milagro. Museo de Arte Moderno. Bogotá,
1986. Pág. 26).
La elegida para
convertirse en una página viva de la Biblia pasó por las fases de un nacimiento
pictórico en Tunja. Creció como factor de apoyo a los preceptos en la capilla
de la encomienda de Suta y por último murió. Dejó de ser un objeto útil para el
culto católico. La deteriorada y decolorada tela halló su morada final en
Chiquinquirá, donde fue trapo de oficios varios.
El despintado
La muerte del
lienzo no finalizó la tarea de ser el primer docente de la escuela de María
(intimidad con el misterio de la redención) en la comunidad muisca.
La crónica del
deshilachado firmó el pasaporte para que la Rosa del Cielo tomara en su corazón
la nacionalidad colombiana.
El trámite de la
ciudadanía contó con la participación de María Ramos cuyo ramillete de virtudes
teologales la movió a orar frente a un textil usado para abrigo de
animales.
Ella le
construyó un bastidor y la colgó en la pared de la capilla de los Aposentos de
Chiquinquirá, propiedad de Catalina García de Irlos, viuda de Santana. En aquel
recinto imploró con preces dignas de mover el cielo.
Al pasar el
tiempo, sus ruegos fueron escuchados. Un mestizo, el niño Miguel, hijo de
Isabel de Turga, expresó: “Madre, mira que la Madre de Dios está en el suelo…”
el calendario marcó el 26 de diciembre de 1586, día en Nencatacoa, deidad de
los tejedores de mantas, pasó al retiro del mito.
Sobre ese
instante, de iluminación celeste, quedaron las ideas del amigo chiquinquireño,
Marco Suárez, experto en el tema de doña María Ramos. Él planteó tres momentos
previos al instante superior de la renovación de la pintura que catequizó a los
muiscas de Suta.
La trilogía comprende la acción que
encierran unos verbos, muy queridos por los misioneros de antaño y hogaño:
“rescatar, preparar y acompañar”.
“…Lo que en buena tierra, son los que, después
de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y dan fruto con
perseverancia…” Lucas 8, 15.
María Ramos
rescató el arrapiezo del “desprecio, maltrato y abandono” a que fue sometido por
sus dueños como cosa estéril para lucir en un lugar sagrado.
María Ramos preparó con sus “visitas, lágrimas
y oraciones” la sustancia del objeto inerte para que sobre él se ejerciera la
gracia renovadora del Espíritu Santo.
María Ramos acompañó, testificó y sirvió a su
Señor en la capilla o la Casa Santa como la denominó. La pintura regresó a la
vida del color y la forma para anunciar la buena nueva. El pueblo, cegado por
las nieblas de la idolatría, vio la luz de Jesucristo en los brazos de la
Inmaculada Concepción, María, la Virgen del Fiat.
La romería
Las voces de los indígenas católicos tuvieron
un argumento irrefutable. Ellos tejieron la manta donde se manifestó la fuerza
del Altísimo. La vieron recién elaborada en el taller de Narváez. Durante años
asistieron a las misas dominicales delante de ese cuadro sacro. La contemplaron
desteñida y raída por causa de las goteras. La llevaron de Suta a Chiquinquirá.
Los mayores testificaron sobre el fenómeno. La sobrenatural restauración de las
figuras cambió la ideología atávica de las comunidades raizales.
Sobre sus recios hombros salió aquel
lienzo maravilloso para ir a Tunja y salvar a la ciudad de una epidemia de
viruela, 1587. Los recién bautizados levantaron un templo en el cerro de San
Lázaro como agradecimiento a ese prodigio. La merced divina formó parte de las
doctas investigaciones que anuló cualquier intento de engendrar leyendas.
La realidad avasallante de un poder
omnímodo cambió el rumbo de la faena y su apostolado. El examen inquisidor de
los hechos continuó sobre el alma de los seglares asombrados hasta 1633.
En ese año la peste de Santos Gil determinó
que los nietos de la primera generación sacaran en procesión a Nuestra Señora
del Rosario de Chiquinquirá, que al regresar de Bogotá quedó bajo el cuidado de
la Orden de Predicadores. Durante siete décadas, los neogranadinos anónimos
tejieron la fundamental devoción por la virgencita morena.
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