Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
La romería, arrullo
ancestral de la devoción por Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá,
cumplió 432 años de tejer la nacionalidad en la rueca de la tradición.
La noble artesanía
impuso su heráldica de patria al corazón de la raza campesina. La belleza
humilde del labrador abrió el surco para sembrar las semillas de una profecía
de esperanzas. La tierra de los sacerdotes redactó el documento del saber
popular y compuso la canción del dulce gozo de la nación heroica.
La peregrinación al
hogar de María de Chiquinquirá fue entretejida por el derrotero histórico de los
pueblos mestizos. La excursión inventó la sinfonía de los relámpagos en los páramos,
paisaje de la luz.
El noble linaje,
enamorado del Evangelio, agitó el tropel migratorio. El gentío fecundo cumplió
su voto de antaño. La promesa se desbordó sobre la superficie de una Colombia
de serenatas.
Chiquinquirá cursó la
invitación andariega con letras de tagua. Aquella encomienda vio nacer el zurriago,
el tiple y el romance con acordes de guabina. María Santísima y su gracia de azucena
encendió el corazón de una muchedumbre en cuyos latidos se fatigan las
distancias de los luceros.
La Chinca guarda el
testimonio de los suspiros, sus coplas y el oficio de la camándula. A sus pies se inclinan las banderas de cien
naciones. La Reina de los Ángeles, con acento castellano de ancestro muisca,
bendice a las espigas morenas de los campos. Su esencia inmaculada incendia los
rezos que reposan absortos en la Villa de los Milagros.
Chiquinquirá, en su
inconfundible bondad, declama la poesía inconfundible de la encarnación del
alivio.
Las proles de
ignotas geografías toman de la mano al ángel de la guarda, ajustan sus
alpargates y al compás del testimonio trazan sobre la madrugada el signo de la
cruz. Las penas y la rústica molicie quedan atrás, junto al sueño de la aldea.
El empuje de la
sangre recita el catecismo elemental de la existencia. La mano se aferra al
escapulario, la jaculatoria y la veladora. El paso de la infantería de Dios
lleva como consigna en sus labios un avemaría.
El azadón y la
totuma marchan juntos. La peregrinación desatada ensilla las cordilleras junto al
suspiro del raizal enamorado. La ortografía del recuerdo, legado de los abuelos,
transcribe de los bambucos un himno a una ilusión inmensurable.
La Colombia
inmortal entra de rodillas a la basílica para renovar sus votos de promesera.
La romería, en su
trajín de dulce panal del costumbrismo, reclama las aguas eternas del pozo del
Virgen para regar sus oraciones sobre las latitudes del continente.
La urbe repleta por
la gracia de la reconciliación, síntesis teológica del arcano de la renovación,
lanzó sus voces de campanario. Envió su alegría por los rumbos continentales. La
escritura de las lenguas romances y los juglares delicados llevaron por los
cuatro puntos cardinales el pregón de María Ramos, la oración de los siglos.
La noticia
inconfundible del prodigio trajo por entre las trochas empedradas el rumor de
los pasos foráneos.
María Santísima aguarda
a sus hijos con ternura de poesía. La palpitación del empuje se arremolina ante
su altar sin la geopolítica de las fronteras porque en diciembre Chiquinquirá
es la Capital del Rosario, la promesa grande.
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