Por Julio Ricardo Castaño
Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá recibe las voces que emanan de
las almas de los peregrinos. Es el eco de la romería, la súplica por una
alegría eterna.
El gentío deja sobre el atrio de la basílica las improntas de los
andariegos. En cada veladora arde un pequeño relato sin registro porque la
prisa ordena el impulso del regreso.
El comentario en voz baja construye la confesión sacramental y pública. La
segunda se puede incluir en estas páginas porque se torna en el archivo
colectivo de un conglomerado.
El desfile trae corazones anhelantes por hablar. La oralidad cumple con un
desahogo desfallecido. El vociferar de
la multitud se compone de prosas y coplas, herejías y bendiciones, misterios y embustes.
El choque de las muchedumbres contra las paredes saca chispas de cuentería
y, a veces, escribe párrafos de un comportamiento social difícil de asimilar
por la realidad doctrinaria de la verdad.
El ejemplo consignado, por la libreta de apuntes, muestra una persistencia
en la tozudez por oposición. En el templo de la Renovación es común escuchar a
un paisano decir en voz alta: “Ese no es el cuadro original”. Cuando sus
familiares sorprendidos lo miran inquietos responde con pose y maneras de autodidacta:
“Sí, los curas lo cambiaron porque mi taita me contaba que tenía muchas joyas y
nos la veo”.
La controversia estalla. Tarea de alegatos. La cordura se disuelve entre la
charlatanería y la especulación como consecuencia de la falta de un guía
especializado en el tema. ¿El sujeto tiene la razón?, no.
La explicación es simple. El lienzo es conocido como “La Peregrina”, documento
que enriquece la maestría pictórica. La tela original está bajo el baldaquino
de la basílica. ¿Y las joyas? Las que no se entregaron en 1815 a la fallida
causa de la independencia permanecen a buen recaudo. Se conoce como el Tesoro
de la Virgen que está al cuidado de la Orden de Predicadores, guardián del
santuario desde 1636.
Resuelto el enigma de la falacia, impuesto por la duda que trajo un
comentario socarrón, se tiene la certeza de volver a oír el argumento de la
sandez. Es la ausencia de patria que peregrina en busca de identidad.
El aliento de la virtud también vive en esa capilla primaria. Se trata de
los ancianos venerables que con su humilde fidelidad mantienen vigente la
esencia del prodigio. Los abuelos, de monumental autoridad, redactan el diario
del compromiso. Son dos grupos.
Los primeros han peregrinado por décadas, una vez al año, desde cuando tuvieron
conciencia de ser nietos. La mayoría pervive. Son los hijos de los años 30,
recia generación de patriarcas. Llegan en diciembre con la puntualidad del
aguinaldo para postrarse agradecidos. Algunos proclaman que es su última mirada
a la Patrona, la próxima será en el cielo porque ya pasaron de las 80 y tantos viajes.
Lo cual no obstaculiza el paso vigoroso de un nonagenario que ingresa para santiguarse
reverente ante el sagrario. Esos gigantes, de bordón y alpargate, se quedan
tendidos en el piso de la basílica. Sus piernas inflamadas, por una extenuante
caminata de varios días, atestiguan su deslumbrante devoción.
Los segundos tienen una característica inversa. Ellos han dejado pasar el presente
para construir un futuro fugitivo. Son 70 años o más sin visitar a la Reina.
Vinieron una vez, solo una, a principios de su puericia. Los trajines de la
vida los alejaron de la Ciudad Promesa.
Hoy, ayudados por una fila de hijos maduros, vuelven al Pozo de la Virgen.
La silla de ruedas, las muletas, los caminadores y el santo rosario concluyen
la procesión. Jamás olvidaron a La Chinca. Su modo de llorar contagia porque la
máquina del tiempo, los recuerdos, les ha permitió regresar al origen de sus
devociones. María de Chiquinquirá, la Puerta del Cielo, los recibe con su cántico
de acción de gracias: “…Auxilia a Israel su siervo acordándose de la
misericordia como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abraham y
sus descendencias por siempre…” (Lucas 1, 55- 56).
Sus rezos perfuman con sus tonos de la humildad. Pidieron y recibieron
porque la fuerza del promesero no duda en volver a la Villa de los Milagros.
Detrás de los mayores viene otro segmento de personas movidas por la
tradición del Evangelio. Corresponde este conjunto a los forasteros. Los
protagonistas son los niños que fueron bautizados en Colombia y criados en
naciones lejanas. Sobre la dimensión de los 50 años vuelven como foráneos.
Quieren indagar sobre lo que oyeron de pequeños. Chiquinquirá, palabra casi
impronunciable para algunos, tiene un acento de tierra muisca y un sabor de
leña. Su claridad iluminó las latitudes de las noches nevadas junto al regazo
de la abuela.
La nostalgia los invade y desean saber cada detalle sobre la celestial
crónica del trapo de algodón, famoso desconocido. ¿A qué escuela pictórica
pertenece?, ¿qué pincel europeo lo plasmó?, ¿qué técnica se usó?, ¿la iglesia
es un museo?, ¿por qué se renovó? El cuestionario se prolonga en una serie de
preguntas sin pausa y sin respuestas objetivas.
El idioma no ayuda, los traductores menos y la Internet los confunde con
sus muchas versiones erróneas sobre el suceso.
El viajero nostálgico sonríe agobiado porque quiere desyerbar sus raíces de
tantas distancias y sentimientos. La confusión de la emocionalidad surte un
efecto crítico. La vendedora de escapularios le cuenta su retahíla de un fenómeno
que no ocurrió (la aparición de la Virgen).
La acompañante le traduce sin comprender porque su alergia al catolicismo
así lo impone. Y por último, el primo, el acompañante por interés decide zanjar
la cuestión con la búsqueda urgente de un restaurante. La argumentación
bromatológica sentencia: “Hay que probar lo típico de la región”.
El jefe de comedor le entrega, por pagar en dólares, un panfleto donde
aparece la imagen mariana acompañada de un resumen de los sucesos ocurridos en
1586. Los retazos informativos se juntan como una mazamorra de datos. La
chabacanería criolla, el paseo de olla, la aversión nacional por sus valores
autóctonos y la ausencia institucional de país cierran el ciclo del absurdo.
La historia de Chiquinquirá ha muerto en su cuna. Al excursionista solo le
queda perseverar en las ternuras de su infancia. La tesis familiar no miente.
El extranjero optó por andar solo, sin parientes ni asesores, y buscar, con
su pobre y caótico español, algo de indicación veraz y oportuna entre la gente del
común. La muralla de las condiciones impuestas por la indiferencia surge al ritmo
del no servicio traducido en el reiterado: “No hay, no está y no se puede”. La
norma severa acumula trabas contra el turismo.
Por obra y gracia de un aparato tecnológico escoge tomar fotografías de las
casas bellas. Los trazos de las calles comienzan a coincidir con la imaginación.
Los cuentos de la niñez suben de categoría en los anaqueles de la remembranza. Las
narraciones de antaño eran ciertas porque estaban empapadas de hogar y juventud.
El modo urbanístico completa la articulación de la memoria. El centro histórico
de la villa guarda las reliquias. La verbena es la artería vital. Su
funcionamiento es certeza.
Las curaciones siguen cumpliendo con el mandato evangélico consignado en
Mateo 10, 8. El gentío, que inunda los espacios, ciñe de tumulto a la urbe de
María Santísima.
El turista entiende la complejidad enorme de sus preguntas. La contestación
necesita una reflexión. La introspección es necesaria para poder discernir qué
significa el verbo renovar desde la perspectiva del prodigio, el arte alfarero
del Omnipotente.
Pasa las horas lejos del hotel. Quiere volver a revisar el por qué una pintura
desteñida, oscura y sin muchos linajes de obra máxima puede congregar gentes de
lugares tan distantes y dispares en su cultura como Sídney (Australia) y
Somondoco (Boyacá).
El remolino de sus circunstancias afectivas le oprimen el pecho. Sabe que
ese terruño le pertenece genéticamente. Es inmensamente feliz por la
jaculatoria escrita en la pizarra de su existencia.
La Patrona, como la denominaba su nana, está de pie en su trono. Mira delicada a su Jesús que desea reinar sobre
un pueblo noble e inteligente, pero lleno de extranjerismos en su nacionalidad
producto atávico de su pasado colonial.
Al finalizar la semana, pudo retratar las costumbres, pero no encontró la
oficina de información, dedicada a patrocinar las correrías de los hijos
pródigos. Ese ente no existe.
Chiquinquirá sigue siendo un vocablo difícil de pronunciar en Colombia.
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