Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“El Señor guarda a los
peregrinos”. Sal 145.
Las trochas de la historia, las fotografías antiguas y la tradición de los
mayores dictaron la charla: “Una corona para la Rosa del Cielo”.
El relator terminó su exposición a las cinco de la tarde del 8 de julio de
2019. Cien años atrás, a la misma hora, Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá ingresaba a la Plaza de Bolívar de Bogotá. Al otro día, ciñeron su
sien con diadema regia. El auditorio presente en el aula Santa Rosa de Lima del
Convento San José, frailes dominicos, aplaudió el coraje de los abuelos por la
travesía de antaño.
El final indicó el principio del regreso a los acontecimientos marianos. Era
un imperativo categórico de los afectos mariológicos retornar al valle del río
Suárez para llamarla: “Bienaventurada”.
La necesidad ancestral se volvió prisa en la conciencia de los viajeros. El
morral al hombro y junto a la mujer amada se ofició la promesa de la partida. Los
arreboles de la tarde miraron lejanos el templo votivo de la Patrona mientras
se desplazaron a la estación Marly de Transmilenio.
La siguiente parada ocurrió en el Portal Norte donde un extenso conjunto de
pasajeros se agitaba quejumbroso por tomar un bus para Zipaquirá, la
precolombina ciudad de la sal. Se necesitaron cinco flotas para poder abordar
al principio de la noche. El cobrador recibió 11.400 pesos por los pasajes. Las
sombras se tragaron el paisaje sabanero. Nada interrumpió la rutina del regreso
para los que se apearon del vehículo en Chía y Cajicá.
El sonido del hogar lo dio la alegría de los latidos de una perra gozque
rescatada del infortunio de la barriada llamada Pepa, alias Micifuz, y su
anciana amiga Maya, una Fox Terrier, de trece años, que ladraba feliz.
La realidad de los aposentos volvía con sus compromisos, dudas y
cuestionamientos. ¿Salir para Chiquinquirá o quedarse? ¿Alcanzaría el dinero de
la hucha? ¿Habría transporte suficiente? ¿Y cuál era el sitio para el duelo,
allá o acá? La última pregunta rompía las ansias por la partida. Mi señora
María y estas letras estaban de luto.
Al levantarse el sol del 9 de julio, en la capilla del ancianato de las
hermanitas de los pobres se ofreció una misa por el eterno descanso del alma de
doña Aurora Teresa de Jesús Abigail de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá Bernal y Nieto Forero quien se fue a celebrar su cumpleaños número
84 en compañía de su inmaculada homónima. Apenas habían pasado seis semanas de
la partida y el trauma humedecía las preces. Su anterior aniversario tuvo el
fascinante misterio del señorio terrenal y el encanto de la realeza mariana. Su
ausencia llegó preñada de una lacerante soledad.
La bendición de envío, podéis ir en paz, agitó la voluntad tiránica del
tiempo que ajustaba sus agujas. Todavía faltaba el paseo de media hora de los
canes huérfanos. Quedaban dos horas para llegar a la Ciudad Promesa y asistir a
la misa campal programada para las 11:00 a.m. Los planes de la puntualidad y las
cuentas del trayecto no coincidían. Imposible llegar para recibir la
indulgencia plenaria. La dimensión de los espacios, traducidos en kilómetros, y,
escrita sobre el afán del acontecimiento, dependía de la suprema voluntad.
La buseta adecuada llegó sobre las 9:30 a.m. El retardo sacudió los
espasmos de la distancia. El abordaje sumó 5.600 pesos. La máquina tomó rumbo a
los antiguos predios de la Hacienda Casablanca-Nieto. Allí Francisco, el buen
hermano de la amada morena, realizó la obra de caridad de recogerlos y
llevarlos en su camioneta Ford Raptor al galope total de sus caballos de fuerza
hasta la glorieta ubicada a las afueras de Ubaté. Desembarco y a esperar sobre
la carretera un vehículo con destino a la morada de la Chinca. Casi al instante
pitó una flota de color naranja denominada “Boyacá” que pasó veloz.
El cielo despejado le permitía volar a un rápido helicóptero que llevaba al
presidente de la República, Iván Duque, a la Capital Religiosa. El cronometro señaló las once de la mañana. El
cortejo presidencial abolía las esperanzas al adelantarse hacía la profundidad
del horizonte. En la vía solo vivía el vacío, el asfalto y la tierra seca.
Los minutos pesaban sobre el aprieto con su carga de premura sin tregua. El
bus de Transporte Alianza se detuvo. Había dos puestos disponibles y separados.
El ayudante recibió 20 monedas de mil pesos sacadas de una bolsa plástica de
color amarillo para cubrir el costo de los pasajes. Eran las entrañas de la
sacrificada alcancía. La velocidad se tornó en favor hasta la parada de control
en Simijaca. El empuje viajero siguió sin novedad hasta la tierra de los
sacerdotes.
La Ciudad Promesa mostraba un movimiento inusual del comercio. Las sonrisas
tenían el gesto de las ganancias. La atareada terminal de transportes contaba
con su habitual servicio de taxis y sobre la marcha, se abordó al primero en
turno: “por favor, llévenos a la basílica”. La respuesta del conductor fue:
“los acerco porque las calles están cerradas, vino el presidente”. La pericia resultó
definitiva para tomar recovecos, atajos… y hasta aquí llegamos, informó el taxista.
Cobró la propina autorizada de 800 pesos. La carrera se ajustó en 5.300 pesos.
Faltaban tres largas cuadras repletas de peregrinos para poder acceder a la
corraleja de la Plaza de la Libertad. La Policía controlaba con vallas metálicas
las áreas de una especie de campo de concentración para romeros. Su único
acceso era la esquina sur oriental. Tres retenes y requisa obligatoria en el
corredor más angosto cerraban el circuito de seguridad. La caravana se movía,
los vendedores de ocasión ofrecían sus productos de feria. Las banderas, las
láminas y las figuras de la Virgen se promocionaban como la gran ganga. Ninguno
de esos adminículos tenía la palabra “centenario”. Se vendía de forma repetida
y con acento venezolano. Junto a ellos estaban los repartidores de volantes
para el aquelarre de las brujas. El primer papelito, entregado al revés, decía:
“Templo astral. Dominios de amor. Poderes curativos con
la madre naturaleza. Curo todo lo extraño y desconocido. Quito brujería y
hechicería. Desde las llanuras colombianas para todo Colombia y el mundo.
Hermano Saulo…”
La competencia no se quedó atrás y donó su propaganda: “Templo de sanación indígena Los Tikunas. La selva, las
plantas y sus secretos. Curaciones de toda clase de enfermedades con la plata
viva del Amazonas”.
El sincretismo esotérico, el folclor, la fiesta católica y la santa misa se
encontraron a campo abierto. Pasar el último punto de control sin requisa fue
la maravilla enardecida, delicado gesto de la divinidad. El reloj de la basílica
marcaba las 12:10 p.m., y la eucaristía inició presidida por el delegado del
santo Padre Francisco, el arzobispo emérito de Aparecida (Brasil), el cardenal
Raymundo Damasceno Assis. Dos pantallas gigantes de televisión, ubicadas junto
al atrio del templo, trasmitían la ceremonia.
Firme apretura
Los campos libres se reducían y el movimiento cesó. La plaza tenía sillas
Rimax blancas amarradas entre sí para formar una muralla infranqueable. Esa
talanquera fue destinada para las posaderas de los invitados especiales. Atrás,
junto a la escultura del “Bolívar joven”, una tarima para las cámaras de los
noticieros y al costado Norte, la carpa de la Defensa Civil. El resto del
incomodo baldosín se asignó para 30.000 devotos que permanecían de pie
anhelando una bocanada de aire fresco que baja de las lomas de occidente.
Los coches para bebes atestados de pañaleras, los tullidos deformes, los
ancianos envejecidos por el olvido, los enfermos desahuciados, los mutilados,
las embarazadas con sus sillines portátiles y su prole de hijos agobiados por
el calor corporal formaron una pared de menesteres. Su forma de estorbar era el
egoísmo propio de quien defiende un feudo vital. Su férrea postura cuestionaba
a las leyes de la caridad y de la física. ¿Cómo pudieron llegar hasta el meollo
de la aglomeración? La respuesta está en la Villa de los Milagros manantial de
misericordia.
Una señora protestaba contra las fuerzas adheridas a su ser. El intento de
un desmayo lento la acosaba. Le faltaron 35 metros para acercarse a las
escalinatas del altozano. La masa inmóvil se estacionó en su quietud de
estatuas. El corral estaba repleto de gentes llegadas de aldeas agrarias,
ciudades capitales y de ignotas regiones. Eran una minúscula muestra de
elegidos. El compacto gentío sumaba menos del uno por ciento de la población de
Colombia, superior a 50 millones de habitantes. El estoico pueblo anónimo se
mantuvo firme en su estatismo místico porque su Reina los contemplaba maternal
desde las andas del milagroso lienzo que recordaba el Magníficat. “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava”. (Lucas 1. 46, 48).
Los cúmulos mantenía su color gris plomizo cargados de lluvias que no
llegaron. Los paraguas se mantuvieron a la mano. Las cabezas descubiertas
mantenían ese manchón de cabelleras negras que al contraluz oscurecían
cualquier fotografía. No faltaron las casuchas de colorines sobre las testas
irreverentes. La santa misa consumió los pecados veniales en una expiación sin
penitencia. La disciplina formal de la romería soportaba el peso del trasnocho,
el hambre, la queja y la incomodidad. El agobio, del alegre compromiso, era
compensado por el delicado equilibrio de la responsabilidad moral de ser los
testigos y depositarios del tesoro de la realeza de María.
Los infantes dormidos recibieron la herencia del peregrinar. Sin saberlo se
preparaba la generación del sesquicentenario. El tejido de la memoria cultural
tenía un nuevo telar en las juveniles caritas de fatiga.
La homilía del señor cardenal logró un hábil equilibrio conceptual entre el
Evangelio y la desconocida crónica de la patria y la Virgen María.
Al principio de la liturgia eucarística un pequeño movimiento de la
concurrencia retrocedía o se desenvolvían por entre vericuetos, túneles, vacíos
y obstáculos humanos. El objetivo era conseguir una salida del laberinto. Comulgar
o almorzar. Las conductas se ejecutaban al modo de ser, peregrinos o turistas.
Los primeros buscaban las bombas blancas donde estaba el sacerdote y el Pan de Vida.
Por ratos, las fuerzas de la devoción chocaban con los apuros de aquellos que
iban de salida. Unos querían con urgencia cerrar el ciclo de la última
indulgencia plenaria concedida por el Año Jubilar. La minoría buscaba oxígeno y
alimento de restaurante para evitar el soponcio.
El adiós del obispo anunció la partida hacia los cuatro puntos cardinales
de la geografía nacional. La compacta masa se deshizo como desmadejando un
tubino de hilo enredado. En algún punto se ejerció la presión correcta y la
piola de los destinos indicó los senderos del desbarajuste guiados por el
hechizo de la salida. María de Chiquinquirá guardó a esas almas en su corazón.
Los mercaderes de imágenes rebajaban los precios. Los curiosos, sin
compresión de la realidad, miraban alelados. Los mancebos rezagados preguntaban:
¿a qué hora es la misa? La muchedumbre se perdía entre las calles aledañas.
Tiendas, graneros, viveros, fondas, cafeterías y droguerías eran copadas por
familias ávidas de saciar el buche y el gaznate. La gran comilona daba cuenta
del voraz banquete comunitario. El folclor demosófico se rindió gustoso ante la
abundancia de la bromatología criolla.
La ocasión se aprovechó para que una monja encorvada entregara una hoja
fotocopiada de algún original desteñido. La Fundación Encuentros con Cristo. P.
Eduardo Levy, S.J., estaba presente. “Retiro para hombres: Para ser hermosa persona como hombre, esposo, padre
para llenarse de la luz y fuerza de Dios.
Retiro para mujeres:
El sueño de Dios a que seas hermosa persona como mujer, esposa y madre. Te
llevaré al desierto y te hablaré al corazón”.
La invitación quedó archivada entre el bolsillo porque primaba el hambrón
en el vecindario.
Pola y gula
Los aromas de tantas carnes asadas guiaron a los dos amartelados hacia los
prados del Parque David Guarín. Allí, sentados en el pasto, desempacaron sus
emparedados, los huevos cocidos, las papas fritas, el té de durazno, los
plátanos, las manzanas y de postre, deditos de chocolate. Las deliciosas
viandas cumplían la función de activar los placeres del paladar. La
tranquilidad gastronómica fue interrumpida por una invasión de carabineras
montadas en grandes mulas negras. Las caballistas uniformadas desmontaron. La
orden fue desatalajar a sus cabalgaduras y empacar sus monturas en las maletas
diseñadas para esa función. Los mulares inquietos se acercaron demasiado al
improvisado comedor de kikuyo. Los comensales se trastearon a una banca para
terminar sus alimentos. Los semovientes reclamaban concentrado. La comilona no
respetaba prados ni grados. Bestias y hombres comían con ganas. Una familia
destapó, sobre el andén, sus ollas con el típico piquete campestre. La Colombia
sencilla descansaba sobre la prosperidad de sus relajados paisajes de múltiples
sabores.
La tranquilidad periférica quedó atrás y la búsqueda de un bocadillo veleño
cerró esa primera etapa del promesero: oración y viandas. El rumbo los envió a
la Capilla de la Renovación donde está el Pozo de la Virgen, punto gestor de un
episodio que no termina. Un empresario del turismo vociferaba información y
calculaba las utilidades. La gesta sagrada del recinto desaparecía ante el
empuje de las ventas. Por los lares del parque Julio Flórez, la urbe comercial
captaba clientes.
La rutina pueblerina de los corillos de turistas la rompió Carlos Alberto
González, el Apóstol de los Sagrarios Abandonados, que, con su sayal y cayado,
tonsura y pies descalzos pidió ser llamado simplemente Francisco. El singular
personaje relató su viaje Chiquinquirá-Santiago de Chile de 17 días a punta de
limosnas y aventones. Su figura de monje mendicante medieval se alejó con
destino a la casa de las clarisas.
La faena de los enamorados continuó su periplo de compras en la Librería
Paulinas y saludó al Cristo preso en el sagrario del local. Ese punto de ventas
tenía un tabernáculo metido dentro de una cabina donde Jesús Eucaristía
permanecía convicto. El sollozo de Dios encendía la protesta en el pecho.
La marcha errabunda
continuó para cumplir el programa tradicional de visitas a los amigos. La fiel
María Fernanda, de Artesanías Santafer, no consiguió algún objeto manufacturado
para recordar el festejo. El inventario se agotó entre el 6 y el 8 de julio.
Los compradores compulsivos de reliquias vaciaron las estanterías. Pero,
¿cuáles fueron los trabajos destacados de la tagua para la fecha? nunca se
supo. Un hormiguero de promeseros regateaba los precios de las imágenes tradicionales
de la Virgen Nacional.
El corredor del
despacho del santuario permanecía atestado de campesinos que facturaban salves,
mandas y misas. La transacción mantenía la vigencia económica del prodigio.
Nadie paga favores no recibidos. La vitrina lo confirmó. El vidrio resguardaba
una moneda conmemorativa que costaba 240.000 pesos. Esa repetida acción
comercial bastaría para convencer al más escéptico hereje sobre los favores del
Altísimo en la Villa… Colombia se olvidó de su condición de Jardín Mariano cuya
flor más bella es la Rosa del Cielo.
La prudencia
ordenó seguir hacia la siguiente estación de la romería. La parada de rigor fue
en un lugar dulce, a un lado de la plaza principal. La pared tenía un cartel
colgado: “Obleas Any agradece su visita en los 100 de la coronación de la
Virgen del Rosario de Chiquinquirá”.
Salve,
María
El deleite del arequipe plateó la idea descortés de pasar por alto la
visita a la Madre Castísima, que aguardaba a sus hijos. La fila, larga y
tediosa, resultaba infinita. Tentación de la acedía. El número del personal generaba la dinámica de
lo inacabable. El corazón ya estaba repleto de bendiciones y el cansancio,
acumulado por el trajín, pedía reposo. La idea formal era observar desde lejos
el desfile. No cabía más dicha en el pecador redimido. Se cavilaba sobre la
duda de formar en la procesión.
“En la multitud de mis pensamientos dentro de mí, Tus
consolaciones alegraban mi alma. Cuando en mí la angustia iba en aumento, tu
consuelo llenaba mi alma de alegría”. (Salmo 94:19).
La solución al dilema llegó con Jenny Alfonso. Ella trajo su cariño, el
botón dorado del centenario y la invitación imperativa: “Hay que ir a visitar a
la Reina porque esto es sola una vez en la vida”. La buena hermanita lideró la entrada
a la basílica para un reconocimiento táctico. El baldaquino estaba envuelto en
el pabellón nacional y el camarín vacío. Fray Carlos Ortiz, O.P., predicaba con
voz quejumbrosa desde el ambón. Denunciaba los asesinatos de inocentes
labriegos en el país de la guerra incruenta. Jenny quería gestionar una imagen
para el recuerdo, pero las medias de seguridad lo impidieron.
Los últimos en la
extensa línea comenzaron el largo paseo. El vallado apuñuscaba a los
visitantes. La camándula recitó los misterios gloriosos en un martes. La hilera
se formó junto a la puerta del despacho, entró a la sala de la reconciliación,
pegada a la pared sur, pasó por la sacristía y siguió a la nave principal.
Allí, detrás del altar, en la capilla occidental, aguardaba Nuestra Señora del
Rosario de Chiquinquirá radiante, majestuosa, humilde y alegre. La Santísima
Virgen María permanecía escoltada por agentes del orden y los grupos
parroquiales.
Santiguarse, caer
de rodillas, limpiar lágrimas de gozo, posar para la cámara y recordar los
pasajes bíblicos fundidos en la memoria de los tiempos consumió 16 segundos. “…Canta de
júbilo y alégrate, oh hija de Sión; porque he aquí, vengo, y habitaré en medio
de ti -declara el Señor…” (Zacarías 2, 10). Profecía que
encontró su esplendor mesiánico en las palabras del ángel Gabriel: “…Salve,
Llena de Gracia el Señor es contigo…” (Lucas 1, 28).
Los promeseros de
hogaño: “…fueron de prisa y encontraron a María y a
José, y al niño que estaba acostado en el pesebre…” (Lucas 2,16).
El neuma conturbado estalló con la gracia sublime del amor a María
Santísima. La sangre repetía la pregunta de santa Isabel: “¿Quién soy yo, para que venga a visitarme la Madre de mi
Señor?” (Lucas 1, 43).
El momento, tan anhelado por más de 21 años, era una realidad
concreta que se aferró agradecida a los cálidos abrazos de Jenny. A las 4:30
p.m., la misión encendió una avemaría, lámpara del regreso. El bicentenario,
Dios mediante, será celebrado en el cielo junto a la coral angélica. “…Y pasados aquellos días partimos y emprendimos nuestro
viaje mientras que todos ellos, con sus mujeres e hijos, nos acompañaron hasta
las afueras de la ciudad. (Hechos 21,5).
La ruta de los anónimos se tornó distinta porque el próximo
capítulo de este relato se tituló: “Vuelve a casa y cuenta lo que Dios ha
hecho por ti”. (Lucas 8, 39).
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