Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
La corporeidad inmaculada de María fue el diseño de Dios para poseer su
altar de Salvador dentro de la criatura amada, su madre.
El tabernáculo del Altísimo vive en el alma de su progenitora sostenido por
la condición terrena de la carne. Así el soma entró a desempeñar una misión
vital y definitiva en la redención del neuma.
La virginidad, símbolo de la entrega al Creador, integró la dupla milagrosa
del asombro: la madre virgen que da a luz al Dios hombre.
El Todopoderoso tomó su naturaleza humana de las entrañas purísimas de
María y se hizo consustancial a la mujer. Bastaría esa idea para santificar al
mundo, especialmente al feminista herético.
La materia de la cual el Eterno hizo su volumen anatómico pasaría rigurosas
pruebas de amor en el martirio, la crucifixión, la muerte y la resurrección. La
sangre derramada en el calvario tuvo una herencia genética e indivisiblemente
mariana. Esa cooperación, desde la anunciación hasta Pentecostés, fue asociada
al misterio de la cruz para transformar a María Santísima en Corredentora
(colaboradora) de la obra mesiánica. Gracia del Espíritu Santo.
El cuerpo de María, inmune al dolor del parto, sí padeció el horror de sus
lágrimas silentes en un tormento brutal incendiado por la huida Egipto y
traspasado en el holocausto del madero.
Ese trauma feroz, sometido en humilde oblación a la voluntad divina, la
liberó de la corrupción del sepulcro, léase muerte física. Nada
justifica el fallecimiento de María.
Ella fue asumida por el cielo, en cuerpo y alma, por gracia de los méritos
de su Hijo, necesidad omnipotente del Redentor. “Dónde está, oh muerte, tu
victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Corintios, 15, 55).
La muerte es consecuencia del pecado. María, exenta del pecado no pasó por la corrupción del sepulcro; fue llevada directamente al cielo.
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