Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“…Simeón les bendijo y dijo a
María, su madre: ‘Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel’...”
(Lc 2, 34).
La Candelaria es la conmemoración de la presentación del Niño Jesús y la
purificación de la Virgen en el templo de Jerusalén. El doble acontecimiento
guarda un misterio que la modernidad olvida o mutila. Esa memoria de la Iglesia
obliga a la feligresía a preguntarse: ¿quién lo presentó?” Porque esa acción,
que cumplía con la voluntad del Altísimo, necesitaba un sujeto oferente. El
acudiente de ese privilegio es María, la Madre de Dios. La razón es la santa
obediencia a la Ley. La responsable acató con humildad lo establecido por la
cultura religiosa judía y llevó al recién nacido ante el altar.
“Cuando se cumplieron los días de
la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén
para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón
primogénito será consagrado al Señor”. (Lc 2, 22-23).
La actividad de trasladar al Mesías hasta el santuario fue puramente
maternal sin descuidar el apoyo de san José, padre legal. La Sagrada Familia
respondió indivisible a la ceremonia de la depuración. Sin embargo, la cualidad
del acto único, común a Cristo y a su Madre, pareciera, para algunos fieles,
que llevara caminos distintos o al menos paralelos.
La advocación de Nuestra Señora de la Candelaria se convierte en un olvido
litúrgico porque la homilética hace un profundo énfasis en el encuentro del
Señor, como lo llamaron los griegos. La
costumbre se convierte en error y la escuela mariana del Nazareno, fundamento
del cristianismo, obtiene fisuras en las devociones propias de la piedad nacional
porque se piensa en dos momentos diferentes: uno enraizado en las actividades
del folclor (ceremonial, procesión y bendición de las candelas) y el otro narrado
por el Evangelio.
Las Sagradas Escritura enseñan que Jesús fue presentado a su Padre mientras
permanecía en los brazos de su Madre Santísima. Ella aceptó la oblación del
Hijo mediante la profecía de Simeón: “¡Y a ti misma una espada te atravesará el
alma!” (Lc 2,35).
“En efecto, del mismo modo que la Virgen Madre de Dios tomó en sus brazos
la luz verdadera y la comunicó a los que yacían en tinieblas, así también
nosotros, iluminados por él y llevando en nuestras manos una luz visible para
todos, apresurémonos a salir al encuentro de aquel que es la luz verdadera”. (Cf.
San Sofronio, obispo, Sermón 3, sobre el Hypapanté,
6. 7: PG 87, 3, 3291-3293).
La consagración del Verbo, principio generoso del sacrificio salvífico en
la cruz, está unida magníficamente a la mujer cooperadora cuya misericordiosa
misión es la de interceder, función corredentora.
“Ofrece a tu hijo, Virgen santa, y presenta al Señor el fruto bendito de tu
vientre (Lc 1,42). Ofrece para nuestra reconciliación a la víctima santa que le
agrada a Dios. Dios aceptará sin duda alguna esta ofrenda nueva, esta víctima
de gran precio, sobre quien él mismo dijo: «éste es mi Hijo amado; en quien me
complazco» (Mt 3,17). (Cf. San Bernardo,
monje y doctor de la Iglesia. Sermón: ofrenda nueva y eterna).
La Reina de los Mártires, portadora de Cristo, no debería estar ausente de
la conciencia evangelizada de sus devotos porque los primeros 40 días del
Salvador tienen el servicio fulgurante de su delicada sumisión. La Inmaculada
se mantuvo fiel a las palabras del hombre, justo y piadoso. Él le anunció la
sangrienta inmolación de su primogénito. Ella iluminó con su suplicio estoico
aquel culto sagrado, revelación a la humanidad del Redentor, luz para las
naciones.
Presentar el Niño Dios a su Padre y purificar a la Purísima, dos signos de humildad profunda al someterse a la ley mosaica.
ResponderEliminar