Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“A la madrugada se presentó otra
vez en el Templo y el pueblo acudía a él”. (Jn 8, 2)
La barriada guarda la herencia castellana de las grandes romerías
santafereñas: el saludo humilde a la Virgen de la Peña. Los peregrinos suben al
cerro de los Laches para vivir la santa misa dominical en un lugar sin tiempo.
El templo evolucionó de enramada montañera, a la orilla de un abismo, a
débil ermita de la Peña Vieja. Allí los vientos del Diego Largo lo derribaron
con el impulso del aliento paramuno.
Los abuelos y los ángeles bajaron las estatuas de la Sagrada Familia para
construirle una capilla digna. La edificación fue ampliada varias veces y
reparada según la economía de los patrones. Los devotos conservaron su linaje
histórico y vieron a un capellán alemán, el padre Struve, en una gestión
eclesial para trasformar el sitio en parroquia, la joya de la Arquidiócesis. El
esfuerzo tuvo un premio con el decreto de monumento nacional y por antonomasia
el de santuario mariano cuyo patronazgo ejerce desde 1685 sobre la urbe
capitalina.
Hoy un reducido rebaño de valientes es el hilo conductor de una bella
tradición colonial. Su acervo cultural es ignorado por la mayoría de los ciudadanos
porque en el colegio les inocularon amnesia patria.
¿Bastaría este resumen de silencios, grabados en el alma de la metrópoli,
para realizar una catequesis sobre la gracia celestial que habita en el
misterioso altar? El próximo año cumplirá 300 años de amor vigilante sobre un
Bogotá olvidadizo.
Una joya desconocida por la mayoría de los bogotanos. Ella sí nos conoce a todos y nos cuida.
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