Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Vengo pronto; retén firme lo que
tienes, para que nadie tome tu corona”. (Ap 3,11).
Los peregrinos andariegos trazaron sus rumbos hacia la Villa de los
Milagros. El despertar montañero del amanecer arropó sus esperanzas con la
ilusión del retorno. El tatuaje de la trocha se bendijo con el ángelus. Los
tiples tocaron las letras de un pentagrama fúnebre. La algarabía, aprendida en
la arriería de los caminos reales, llevaba la hidalguía de una herida. El tumulto no marchó al compás vertiginoso
del labriego. La muchedumbre latió hundida en el corazón de la melancolía. El polvoriento
periplo, surgido de la geografía de las ausencias, se movió junto al zurriago
anciano de una pena.
Los campesinos se arrodillaron con la gracia de una conciencia humilde, raza devota de María Santísima. Colombia volvió, por pedazos, a visitar a la Virgen de Chiquinquirá. Las manos inquietas desgranaron una camándula, tejedora de misterios sin tregua. La Patria suplicó indulto porque hasta el ignoto bohío, de selvas y yacarés, llegó la queja adolorida de una campanada. El eco terrible del badajo protestó con el sonido en la sangre. La primicia absurda vociferó, con afán de eternidad, una locura: “El altar de la Patrona ha sido profanado”. La fiesta de la Reina fue mancillada por la ferocidad de la avaricia. La sombra de una garra rasgó el respeto debido a la tradición de sus mayores. Los promeseros del mes de julio ciñeron la frente inmaculada de la Rosa del Cielo con un rosario de gloria y en el relicario de sus almas se llevaron una espina de la cruz chiquinquireña.
Foto archivo particular
Con la corona del Santo Rosario, ceñimos la frente de nuestra Madre bendita.
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