Por
Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro
de la Sociedad
Mariológica Colombiana
El
amor y la veneración por Nuestra señora del Rosario de Chiquinquirá no pudieron
evitar el irrespeto y la profanación de su altar en varias ocasiones. Ese dúo
de dolores recuerda el trauma de la
Madre al pie de la cruz. Las improntas se convirtieron en crueles
cicatrices de formas imborrables.
Entonces
para poner el dedo en la llaga estas líneas resumen algunos de los patéticos
atentados cometidos contra la
Patrona porque el olvido amenaza lo esencial de lo propio, la
identidad.
I.
En
1633, un primigenio acto atarbán fue trazado por la casta dominante cuando
después de la segunda salida de la
Virgen de Chiquinquirá, a Tunja y a Santa Fe de Bogotá, para
salvarlos de la Peste
de Santos Gil, el lienzo se retuvo indebidamente. Al finalizar la emergencia
sanitaria, los santafereños hicieron las diligencias necesarias para que no
volviera a su casa. El alegato arguyó que Chiquinquirá ni Tunja podrían ser
lugares dignos de custodiar a la
Rosa del Cielo. La vanidad de una aldea convertida en capital
de un anómalo reino quería enseñar el principio del quinto mandamiento, pero
adaptado a la jurisprudencia del altiplano. Es decir que no hay hurto cuando lo
ilegal es formalizado por el peso del fraude.
El
pleito tedioso lo ganaron los tunjanos a los reinosos bajo el imperio de la
lógica: “La Virgen
se renovó en Chiquinquirá” y el misterio de esa manifestación divina abrió la
carta de la evangelización desde Boyacá hasta las Filipinas.
El
asunto se solucionó bajo la dignidad de una penitente procesión con rumbo al prehispánico
caserío de los Cocas. El erario bogotano desembolsó los viáticos para la
correría.
II.
El
siguiente episodio hiede a sacrilegio. El 21 de abril de 1816, el mercenario
francés, Manuel Serviez, profanó con su
caterva de saqueadores el hogar de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá y
se llevó por la fuerza de las bayonetas el ícono tutelar. La pieza fue
transportada por unos reclutas que huían hacia los Llanos Orientales. La imagen
fue abandonada en Cáqueza (Cundinamarca) porque los soldados del Pacificador
Pablo Morillo los alcanzaron y los derrotaron. A finales del mes de julio, los
representantes del Rey devolvieron la pintura a su lugar de origen.
Después
de este acto criminal se maquilló la historia para enaltecer al delincuente.
Este proceder es parte de la manía atroz de levantar estatuas en honor del
malhechor. Todo con el aval de los prohombres de la corrupción.
III.
La
devoción por la Reina
se extendió por varias regiones y las necesidades del hampa la seguían. El 21
de mayo de 1882, el padre Álvarez Llain dejó constancia escrita de otra afrenta
en detrimento de los bienes de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Río de Oro
(Cesar) “…Habiendo sido aprehendido en Bogotá el ladrón de las alhajas de la Virgen de Chiquinquirá, se
dedicará la suma de doscientos pesos para los gastos que se ocasionen con la
conducción del reo al lugar donde debe ser juzgado para rescatar las alhajas
que hayan sido vendidas y para satisfacer caso de reclamo, cien pesos que se
ofrecieron al que presentará a la autoridad a Lorenzo Anzuola…”
IV.
De
regreso a la Ciudad
de los Cien Pianos, la codicia condenó al señor Joaquín Gómez, dentista de
profesión, que aprovechó unos festejos para masticar un plan de asalto. Él, el
2 de enero de 1886, entró de forma clandestina al recinto de Nuestra Señora del
Rosario de Chiquinquirá, para cargarse las joyas. El sacamuelas se ocultó en la
torre llamada de Las Campanas y en la noche procedió a cometer el ilícito. (Cf.
José David Guarín (1830-1890). El cinturón de la Virgen de Chiquinquirá.
Imprenta El Artista. Bogotá, 1908).
Al
día siguiente, el buen párroco, padre Buenaventura García, O.P., denunció a la
comunidad el robo. A las once de la mañana, luego de la Santa Misa , el alcalde
de la localidad acompañado de personas prestantes emprendió la búsqueda del
caco. El personaje fue sorprendido escondido en las bóvedas del templo. Joaquín
Gómez tuvo un último y gentil acto de delicadeza moral. Se descerrajó un tiro
en la cabeza. Sin embargo, sólo murió horas más tarde.
V.
La
noche del 12 al 13 de agosto de 1896 resultó especialmente cálida para la Villa. El altar mayor
era consumido por un incendio que amenazaba con acabar con la reliquia. Los
feligreses hicieron milagros de heroísmo para controlar la situación. La duda
sobre si hubo manos criminales o no en este incidente está aún por averiguarse,
pero las circunstancias sospechosas de la época le otorgan un puesto en esta
lista.
VI.
El
12 de enero de 1901, la guerra de los Mil Días, llevó de la mano de Benito
Ulloa sus ventoleras de pandilla atrabiliaria a los feudos de la Señorita. El sujeto
sintiéndose el adalid de los “come curas” decidió tomarse a la Capital Religiosa
a sangre, machete y plomo. La respuesta al ataque se la dio un joven de nombre
Jesús Vargas, que apoyado por los conservadores, defendió con éxito el lugar
santo. El bochinche dejó sus huellas en el campanario y en los corazones de las
viudas. Los fulleros fueron vencidos. Ellos, para cubrir las apariencias de su
rotundo descalabro, incendiaron varias casas al amanecer del 13 de enero, día
de Nuestra Señora de las Victorias.
VII.
En
1913, en enero y en abril, la imagen peregrina fue atacada con machetes en las
poblaciones de Pamplona (Norte de Santander) y Rionegro (Santander). En este
pueblo tuvieron la delicadeza de celebrar la Fiesta del Desagravio por espacio de 100 años.
VIII.
Este
es un capítulo oscuro que aún hoy reclama un rigoroso olvido por parte de
ciertas almas piadosas.
El
21 de junio de 1918 es una impronta feroz en la conciencia histórica de los
raizales porque sus mayores les heredaron un desafuero criminal. En la noche la Basílica fue profanada
por una turba iracunda. La asonada atacó el convento de los dominicos y el
presbiterio en un acto de impía barbarie. El hecho dio origen al terrible
entredicho canónigo que sometió a la
Villa de los Milagros al más oprobioso estado de su vida
eclesial. El obispo de Tunja, Eduardo Maldonado Calvo, blandió su cayado como
si fuera la espada del arcángel san Miguel para sofocar una rebelión que puso a
la región al borde de otra guerra civil.
IX.
Las
arremetidas soterradas contra el Santuario fueron patrocinados por aquellas
almas inclinadas ante el soborno de un sanedrín de chisperos. Esos sujetos
idearon un tipo particular de ofensiva. El 9 de julio de 1935, el semanario
Veritas tituló su editorial: “El nueve de julio su significado histórico”. En
ese texto denunció un atentando contra la Virgen Nacional :
“…De dos intentonas, la más para destruirla, me acuerdo por el momento de la
primera, la de un taco de dinamita colocado dentro de un cirio grande que un
desconocido hizo encender al pie del camarín. Quemaba normalmente el cirio
delante de la santa imagen, pero al llegar a cierto punto, se apagó; el
sacristán de entonces, Juan Peña, lo encendió y tornó a apagarse; segunda y
tercera vez lo encendió, y tornó a apagarse. Admirado del caso, el buen
sacristán abrió el cirio con su navaja Castel, y halló el taco de dinamita, la
causa por la cual el cirio no quiso seguir quemando…”
X.
El
insulto, conducta común, en ciertos sectores de la politiquería del siglo XX
hizo su aparición en la escena sacra. El 19 de febrero de 1939, el señor Tomás
Eduardo Bermúdez cometió una irreverencia de bufón en decadencia: “dándoselas
de liberal, penetró varias veces al templo con sombrero y fumando”, según
informó Veritas del 22 de febrero. Afortunadamente, en aquellos tiempos aún
existía la disciplina edificante de la civilización cristiana y los enredos
legalistas no pudieron alcahuetear el sainete de la pobre marioneta cuyos hilos
manejaban zarpas coloradas. El pisco fue condenado a 20 días de arresto o multa
de 20 pesos.
XI.
Un
empleado oficial, para dar una muestra de su sandez superior ante su patrón,
decidió incursionar en Semana Santa en la Casa de la Virgen. El 3 de abril
de 1939, el director de los educandos del municipio, Carlos Martínez Sánchez,
apoyado en una orden del ministro de educación, Alfonso Araujo, allanó el
edificio del Colegio Jesús, María y José bajo la alevosa convicción del
atropello. El establecimiento estaba ubicado al lado de la Basílica. El
funcionario mandó que unos obreros sellaran la puerta que comunicaba a los
escolares con la iglesia.
XII.
Un
mandamás tropical, de aquellos tan atentos en emplear los recursos del Estado
para atacar las posesiones de la
Iglesia , recordó el modus operandi de los expresidiarios
Francisco de Paula Santander y Tomás Cipriano Mosquera. El 14 de septiembre de
1939, Manuel Vargas y su cómplice hicieron derribar las puertas de la pieza
contigua a la torre sur de la
Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, sitio
que servía para guardar los objetos al servicio de Dios. Veritas denunció ese
atropello.
XIII.
La
opereta del poder mostró la sin igual mediocridad del talento institucional
para fracasar. El vodevil impuso su dinámica de bobalicona algarabía. El 10 de
julio de 1944, el coronel Diógenes Gil le dio un burdo golpe de Estado al
presidente Alfonso López Pumarejo que se encontraba en Pasto (Nariño) para
presenciar unas maniobras militares.
Al
otro día, la Policía
allanó el templo de Nuestra Señora de Chiquinquirá (Chapinero) en busca de
armas porque según el Gobierno los padres dominicos eran sospechosos de
patrocinar el fallido atentado contra su eminencia, el presidente López.
XIV.
Los
tiempos cambiaron, pero los cleptómanos no. El 29 de octubre de 1975, la
sagrada imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de La Estrella (Antioquia) fue
saqueada. Entre los bienes hurtados estaba la corona de oro de la Virgen y la corona del
Niño. El lector deducirá rápidamente en qué pararon las investigaciones
exhaustivas del caso.
XV.
Antes
del fin no falta el aporte del grupo terrorista de las Farc (benemérito
defensor de la paz a la cubana) que atacó con cilindros bomba el municipio de
Prado (Tolima), el 16 de noviembre de 1999. En la acción murieron ocho policías
y el templo parroquial de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Prado fue
destruido.
XVI.
La
decimasexta estación no registra ningún acto de impiedad tipo irreverencia.
Sólo muestra las consecuencias de lo advenedizo, una conducta heredada del
arribismo español.
El
ejemplo proclamado tantas veces por las voces de algunos capitalinos se repite
con marcada indiferencia patrimonial. Un parroquiano, descendiente de los
muiscas de Bosa, cuando le preguntaron por la ubicación de la Atenas Boyacense
respondió con una cara de asombro muy singular. Colocó su postura favorita de
pensador ensimismado en un profundo dilema dialéctico.
El
sutano actuó bajo el impulso meditabundo de unos gestos preocupados y al cabo
de unos segundos interminables miró intrigado a su interlocutor y contestó:
“Que yo sepa sólo hay una Atenas Sudamericana, Bogotá”. El romero extranjero
insistió con marcado interés. “Busco llegar a Chiquinquirá, la ciudad de la Virgen , me podría indicar
la ruta, por favor”. Esta vez la pantomima de la desinformación llegó a su
culmen cuando le dijo: “¿Chiquinquirá? ¿Y eso dónde queda?”
La
respuesta total y adecuada se quedó guardada en las mochilas de los turistas de
Australia, Canadá, Brasil y Estados Unidos que peregrinaron en este mes de mayo
para postrarse ante la Patrona
de Colombia. Ellos llenaron un vacío formal de las gentes porque muchos
nacionales hipotecaron su casa para irse a Portugal y conocer el Santuario de
Nuestra Señora de Fátima.
En
síntesis, la Virgen María
tejió su historia con los hilos de la bandera tricolor. El alma de la patria se
gestó en su vientre materno hasta parir una raza heroica en la cuna de sus
nobles abolengos. Sus hijos lucharon por el elogio del bronce y se olvidaron de
su memoria. Hoy todo lo foráneo los embelesa hasta agotarlos con una moda de
extravíos forasteros.
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