Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Legión de María
Las
prescripciones señalan un sendero de santidad para los creyentes. Esas leyes
superiores, de la esclava del Señor, iluminan, desde tres faros distintos, con
una sola luz verdadera: Cristo.
El
resplandor de aquel candil enciende la humildad, la alegría y la obediencia que
son las instrucciones de la beatísima Virgen María para todos sus devotos.
La
forma sencilla de abordar esa complejidad temática es regresar a las páginas de
la Biblia , que
de acuerdo con el magisterio de la
Iglesia y la tradición, abren una puerta para injertar el
libre albedrío de la
Virgen Prudentísima en sus preces.
El
primer mandamiento rompe la maldición de Eva en un eco sin retorno: “…Hágase en
mí según tu palabra…” (Lucas, 1,38). Esta frase es un misterio de humildad que
permitió que el Verbo se hiciera carne para redimir con su sacrificio a la raza
de Adán. Sin la sumisión total de la mujer virgen a la voluntad eterna, la Palabra no habría escrito
en el seno de María la historia de la salvación.
La
vigencia de aquel hágase (Fiat mihi secundum
verbum tuum) es inmortal. Si un alma aspira al deleite de la gracia le
bastaría con injertar esa locución de vida a cada episodio de su existencia. La
invitación a que el Logos se encarne en el neuma tiene un indiscutible sello
mariano, una impronta de infalibilidad.
La
vivencia de ese mandato desembocó en una alegría sublime: “…Me llamarán
bienaventurada todas las generaciones…” (Lucas 1, 48).
Me llamarán no es una opción ni una profecía. Es una orden clara del gozo
inmarcesible de quien ejecuta la voluntad del Señor. No busca destacar su
condición de elegida sino enaltecer la obra redentora del Altísimo.
El magnificat, la alabanza de María a los méritos de su Hijo,
incluye para los nuevos seguidores del Mesías y aún para los que profesan otros
credos, el delicado respeto a la
Madre del Salvador. No se debe rebajar la condición de la
maternidad divina, por capricho iconoclasta, al sentido reformista de la
equivocación.
Por esas razones, en el vértice del triangulo de sus normas está
la obediencia: “…Hagan los que Él les diga…” (Juan 2,5). La Madre del Buen Consejo ordenó
vivir la integridad de la ley y los profetas y el amor de la nueva alianza. Así,
Ella unió el Antiguo y el Nuevo Testamento al evangelio de su primogénito.
En conclusión, para no errar en el intento por ser justos la
tercera parte del avemaría se sostiene sobre la base de una intercesión vital:
“Ruega por nosotros pecadores”.
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