P. Jenaro Díaz Jordán
Ilustrísimo señor Obispo, señoras y señores:
El acontecimiento que hoy congrega, en esta simpática población,
muchedumbres de las comarcas vecinas y de los últimos confines del
Departamento, bien merece, por su naturaleza misma, el nombre de máximo en los
anales del Pital. Penetrado de este pensamiento, al celebrarlo, habéis
derrochado pompa inusitada, para que lo extraordinario fuera buril que imprimiese
hondamente en nuestras almas hechos nacidos para tener vida inmortal. Todo aquí
es grande: acaecimiento y festividad. Para ceñir los números del programa al
canon de fastuosidad adoptado hubierais debido acreditar vocero a un profeta de
Dios que, irguiendo su figura ultraterrena, cantara, no en lenguaje de hombre
ni con polvo de pensamientos terrenos, un himno ardiente, sublime e
imperecedero. Pero seguisteis la norma de la nota inarmónica y de la sombra que
resalta la perfección del todo con la ley del contraste, escogiéndome
intérprete de una perfección suma y de un sentimiento sin lindes. Mi presencia,
por tanto, en este sitio de honor, es inculpable; porque fui llamado
premiosamente con palabras que fueron por su autoridad mandato irrecusable: mi
piedad filial no podía negarle su tributo a la Reina del Rosario; mi carácter, imposible que
desoyera la persuasiva invitación de la amistad; ni los fueros de la gentileza
consentían desatender el requerimiento honrosísimo de la noble dama que es alma
y decoro de esta población.
Así escudado presentaré la ofrenda mínima que adeudo, llevando como
aliento a la esperanza de que mi palabra, al golpear en vuestras almas grandes,
perderá la opacidad nativa, crecerá
milagrosamente, conquistará la sonoridad del espíritu y realizará el
fenómeno del guijarro que hiere un bronce clamoroso.
Fenómeno es comprobado que en las cosas visibles, la grandeza o
perfección del ser se hace conspicua por la emanación de un fluido que
difundiéndose en la atmosfera, le traza en derredor un nimbo de gloria. Brilla
la gema en la negrura de la veta; resplandece el metal preciosos en la lóbrega
hendedura de la roca, como una concreción de lumbre cenital; despide en ondas
embriagantes su perfume, la flor, diadema del prado fabricada con las sedas de
la aurora; nubes gigantes, voces tremendas, tentáculos invisibles que nos
palpan, nos hablan de la llanura, del monte, de la mar; y, cual inmensas rosas
de luz, se deshojan los astros del cielo, sublime glorificación de la materia
humillada en el polvo yacente, inmóvil y oscuro de la tierra.
Forjando el símbolo sobre la realidad tangible, traslada siempre la inteligencia humana las cualidades del
naturaleza corpórea al campo invisible del espíritu y sorprende allí, ciñendo
toda perfección, un halo glorificante. Fulgura la inspiración del artista con
el centello de una cabellera astral; la espada del guerrero, blandida por su
mano potente, es relámpago que traza una aureola sobre su cabeza; el santo,
tocado de resplandores divinos, lanzándose del polvo en transporte beatífico,
es estrella peregrina que siente las nostalgias del cielo; reverbera el rostro
del ángel con resplandores de sol en la mitad del firmamento; y, aquel Supremo,
infinito en ser, en verdad, en pulcritud, fue visto por la mirada de un
profeta, en manantiales de luz indefinible. Así avizoramos al universo que no
alcanza el rayo de la visión material; y al trasladar al lienzo o al cincelar
en mármol, o al fundir en bronce la imagen de aquellos dechados de perfección,
queremos contemplarlos con el reflejo natural de su grandeza, con las diademas
que simbolicen la irradiación de todo lo perfecto.
Por todo esto, la corona es atributo debido a la que pregonan
bienaventurada todas las generaciones. ¿Quién podría sondear la perfección de
María, aun cuando le diera el Omnipotente la inteligencia del más encumbrado
serafín? ¿Qué lengua forjada por los espíritus celestes recibiría dignamente la
idea que fuera imagen de tan encumbrada realidad? Créola el Artífice del mundo
descollando sobre toda la creación, de forma que la roca de su pedestal fuera
la última cima donde posan su vuelo los que vibran sus alas refulgentes velando
el trono del Eterno: Su inteligencia, una espada de resplandores cuya cúspide
se pierde en la profundidad de misterios infinitos; su corazón, un sol
flagrante de cuyas llamas modelará un trono esplendoroso la majestad del
Supremo; su voluntad, un eje para sustentar el universo; su alma, el concierto
de maravillas sin segundo que muestra a la Trinidad beatísima por argumento de su poder
irrestricto. Ella, la hija predilecta del Padre Omnipotente; ella, madre del
Unigénito que nació en los esplendores divinos primero que la estrella
matutina; ella la esposa más pura y más radiante que la aurora, donde atesoró
su virtud el Espíritu que es fuente inagotable de vida, ella, de la estirpe del
hombre, sublimada a regiones inaccesibles para entroncar en la familia divina y
enlazar gloriosamente los cielos y la tierra, lo infinito y lo finito.
Yo te miro, fecunda vara de Gessé plantada en el limo del valle de las
tribulaciones. De los collados eternos a tu raíz baja un torrente. Tú bebes la
linfa que sublima, y creces con la proceridad de la palma. Del abanico que
yergues en la altura emerge el cáliz inmaculado de una flor que en la tarde se
empurpura, y derramando su carmín sobre un árbol sin vida, lo corona de
guirnaldas que afrentan a la más radiante primavera. Otras veces dijérase que
un soplo omnipotente barre del orbe todo ser y en el espacio limpio, inmenso y
silente, campeas Tú, como un astro de estupenda magnitud; tu mole radiante
vibra sus esplendores y rompe en las inmensidades un concierto que es himno de
grandeza y poderío; tus rayos a modo de colosal diadema, vuelan de su centro,
como un relámpago, hasta clavarse en la línea remota que circuye el universo;
luego te remontas vertiginosamente al ápice de todo espacio para brillar como
un diamante en la corona del Señor; y solo cuando tus últimos reflejos se
desvanecen en los espacios invisibles, en el lienzo incontaminado, brotan y
resplandecen los mundos, cual resurgen las estrellas del firmamento al
peregrinar el sol por otros hemisferios. Cerraos, ojos mortales, enmudece,
lengua balbuciente; deténte,
escudriñador audaz, que solo hay vigor para postrarse en el polvo de nuestra
heredad, anonadados por tan soberana grandeza.
Más he aquí que el amor filial se acerca con inocente audacia trayendo
para tan augustas sienes el símbolo de una perfección inconcebible. ¿Qué ángel
os inspiró la soberana idea de ofrendar una corona a la que es dueña de toda
diadema en los cielos y en la tierra? ¿Qué opulento monarca del oriente os
brindó con los tesoros de sus arcas colmadas en el transcurso de los siglos,
con el oro y las piedras preciosas que la madre naturaleza esconde en su
recámara secreta? ¿Qué alumno de Minerva os ofreció sus manos sabias de orfebre
que modelaran el emblema que sintetiza tanto cúmulo de pensamientos, tanto
acervo de amores? Yo llevaré, señores,
escrita en lo más hondo de mi ser, con caracteres que ni la muerte borrará, la
historia ternísima y a la par sublime de la ofrenda. Este retablo milagroso,
peregrinando sus caminos de misericordia, llegó un día triunfalmente hasta
vosotros con la carrera del cometa que sigue la parábola de su destino; pero le
dijisteis la oración insinuante que oyó Jesús redivivo en Emaús: “Quédate con
nosotros”; lo retuvisteis con la cadena irrompible de vuestros afectos; y los
fijasteis para siempre delante de vosotros, clavándole con la cúspide amorosa
de vuestros deseos. Así aprisionada el Arca del Nuevo Testamento, mora al pie
de estas montañas que se llamarán sagradas. Aquí la Reina del Rosario mira
amorosamente a un pueblo de predilección; aquí su mano acaricia blandamente y
se abre para socorrer a la indigencia;
aquí hay calor de regazo materno para que el que siente la gélida
orfandad; aquí debajo del firmamento azul, que es símbolo de amparo, protege el
manto providencial de María; y, porque todo esto entra en el alma y la penetra
y la enternece, floreció la idea de dedicar esta corona, contando solo con que
toda ley consiente al pequeñuelo recoger las flores del doméstico jardín para
ornar con ellas la frente de su madre.
Pero, sobrepujó la realidad al pensamiento, y el amor encontró el áureo
filón que pasando a las manos del artista se tornará en joya emblemática de tan
bellos sentimientos y tan sublime excelsitud. El hijo receloso de una raza
vencida bajó de la serranía y en silencio melancólico depositó la presea
conservada por su estirpe tradicionalista; el pobre labriego, el humilde
peregrino, la sencilla mujer, trajeron el óbolo que conquistan sus afanes; el
noble señor cuyo apellido y cuya gentileza delatan el renuevo del antiguo
conquistador, puso en el erario el quinto debido a la realeza; la dama ilustre
por su sangre y por sus hechos, la mujer fuerte, mente donde anida todo insigne
pensamiento, corazón que forja en su llama todo noble ideal, brazo que sostiene
toda hermosa y redentora iniciativa, ella cuyo caudal fue bendecido por el
cielo, señaló la heredad opulenta, abrió su cofre, desnudó del brillo del oro
la mano guarnecida, para consignar su ofrenda, grande entre todas por el precio
invaluable de su afecto. Tal el cofre oneroso de vuestra piedad; tales los
tesoros del oriente que habíais menester; tal la reina de Sabá, rica en
caudales de oro, más rica en caudales de piedad.
Ahora, señores, os pregunto: ¿en la pirámide que los siglos devotos
levantaron con sus dádivas y tributos a la Reina del cielo, donde colocamos vuestra ofrenda?
Alzad vuestros ojos, levantad vuestro espíritu para contemplar cuál descuella
en la historia, junto al monumento de toda grandeza humana, la torre enhiesta
semejante a una montaña, que afirma sus bases en el vértice de las más
encumbradas cimas. Tallaron el granito en esplendido bloque las manos
doctorales de los príncipes de la teología, para construir el basamento que
llevara sobre sí el peso descomunal de tanta gloria secular; tocaron sus
trompetas constructoras los apóstoles de Cristo, y todo hombre convertido en
obrero sintió la efervescencia de la inspiración; hendióse la tierra y volcó a
los tesoros de su seno, abriéronse los montes y ofrendaron su madera
incorruptible; al empuje de un poder oculto, toda la flor de la naturaleza
apeteció la altura; y, troncos de soberbia palmeras descopadas, un cerco de
columnas tocó el azul del firmamento. Con pinceles que robaron sus secretos al
alba dibujante, con cinceles a cuyo beso florecieron los mármoles, con arpas
que parecieron pulsadas por la mano de los ángeles, trenzáronse guirnaldas y
festones, modeláronse capiteles que no soñaron ni Atenas ni Corinto; un vuelo
de almas se levantó del polvo, eran blancas así como la nieve, e iluminando la
altura cubrieron el vértice de la montaña simbólica con la seda inmaculada de
sus alas; cual si rompiese el himno de
los astros que oyeron los filósofos griegos, de toda boca se escapó un grito de
admiración y todo pecho trepidó; y del sagrado fuego de innumerables altares,
que entendí fueran los corazones de los hombres, ascendían en albas columnas
los aromas y el humo del sacrificio y alabanzas. Así señores, aparece en la
historia, la colosal pirámide edificada por los siglos a la grandeza de María;
al pie de ella, como un chispa resplandece el disco de oro, ofrenda de un amor
sin medida.
El Pital, que apareció en la historia del Sur llevando siempre un escudo
nobiliario, ha cambiado en los tiempos las cifras que enaltecen su campo
heráldico; pero hasta el día de hoy
conserva en sus portadas y en el pecho de sus hijos la presea enaltecedora de
una ilustre raza. Joaquín Posada Gutiérrez, mediando el siglo XIX, halló
preciosa la risueña aldea florecida entonces de su juventud, bien como la
primaveral diadema de este cerro gigante que hubiese rodado de su cabeza
salvaje hasta caerle en la orla de su manto de esmeralda. Aquí fue, por el
largo camino de un siglo, donde pimpollecieron, como la vid bendita del Señor,
tantas casas ilustres: Castillos, Suárez, Cuencas; para soldados heroicos en la
causa santa, para ciudadanos laboriosos e integérrimos en la paz, para
ministros que fueron prez del Sagrario; y de la agreste serranía que descuajó
su mano de conquistadores, del valle que empapó en su carrera la argentada
cinta fugitiva que es madre de muchas comarcas y de muchas generaciones, de la
entraña profunda de la roca que bautizaron con el grito famoso de Diomedes, sus
cabezas providentes y su manos sabias llenaron el cuerno de la fortuna e
hicieron del Pital la caja fuerte de las comarcas del Sur. Después de larga
historia, hoy escalando la primera pendiente de un siglo nuevo, vuestro escudo
ostenta una cifra mil veces más de cuantas han enaltecido los cuarteles de su
pretérita grandeza; no es Flora, oprimiendo con sus manos de rosas ramos
primaverales, la insignia que campea; no es la flor de lis emblema de
caballeros, la que gallardea como una áncora invertida en el campo azul; no es
la cornucopia la que desgrana una lluvia inagotable de soles: vuestras
insignias se han retirado al margen para formar el cuadro histórico del escudo
nobiliario en cuyo fondo inmaculado mis ojos contemplan el retablo que pintó el
artista colonial y retocaron los pinceles de los ángeles. Aún cuando vuestra
historia sea larga en siglos y opulenta como una ciudad oriental, nunca
hallareis entre las cosas grandes nada más estupendo que la cifra divina con
que habéis ennoblecido vuestro escudo.
Tomado de Jenaro Díaz Jordán. Discursos y conferencias. Biblioteca de Autores Huilenses. Volumen V. Neiva,
1958.
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