San Juan Pablo II (1920-2005),
papa
[En respuesta a] las aspiraciones
del espíritu humano a la búsqueda de Dios (…), la «plenitud de los tiempos»,
(…), pone de relieve la respuesta de Dios mismo (…). El envío de este Hijo,
consubstancial al Padre, como hombre «nacido de mujer», constituye el punto
culminante y definitivo de la autorrevelación de Dios a la humanidad. (…) La
mujer se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico. La
autorrevelación de Dios, que es la inescrutable unidad de la Trinidad, está
contenida, en sus líneas fundamentales, en la anunciación de Nazaret. «Vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús.
Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo». « ¿Cómo será esto puesto que
no conozco varón?» «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo
te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios (...) ninguna cosa es imposible para Dios».
Es fácil recordar este
acontecimiento en la perspectiva de la historia de Israel —el pueblo elegido
del cual es hija María—, aunque también es fácil recordarlo en la perspectiva
de todos aquellos caminos en los que la humanidad desde siempre busca una
respuesta a las preguntas fundamentales y, a la vez, definitivas que más le
angustian. ¿No se encuentra quizás en la Anunciación de Nazaret el comienzo de
aquella respuesta definitiva, mediante la cual Dios mismo sale al encuentro de
las inquietudes del corazón del hombre? Aquí no se trata solamente de palabras
reveladas por Dios a través de los Profetas, sino que con la respuesta de María
realmente «el Verbo se hace carne» (cf. Jn 1, 14).De esta manera, María alcanza
tal unión con Dios que supera todas las expectativas del espíritu humano.
Supera incluso las expectativas de todo Israel y, en particular, de las hijas
del pueblo elegido, las cuales, basándose en la promesa, podían esperar que una
de ellas llegaría a ser un día madre del Mesías. Sin embargo, ¿quién podía
suponer que el Mesías prometido sería el «Hijo del Altísimo»? Esto era algo
difícilmente imaginable según la fe monoteísta veterotestamentaria. Solamente
en virtud del Espíritu Santo, que «extendió su sombra» sobre ella, María pudo
aceptar lo que era «imposible para los hombres, pero posible para Dios» (cf. Mc
10, 27).
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