Por Julio
Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Por
la naturaleza de su obra, el Redentor debía asociar a su Madre con su obra. Por
esta razón, Nosotros la invocamos bajo el título de Corredentora”. Pío XI, 30
de noviembre de 1933.
El anuncio del ángel
Gabriel a María Santísima entregó un signo especial e irrefutable del Creador:
“llena eres de gracia”, kecharitomene.
El don superlativo que se le otorgó hizo de la corredención una condición
sin la cual no habría Redentor ni cristianismo.
La corredención quedó
supeditada al misterio del Verbo cuando María, la esclava del Señor, abrió las
puertas de su alma con la llave de su fiat: “Hágase
en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). La acción del Espiritu Santo y el poder del
Altísimo, dos fuerzas encarnadas, la convirtieron en la Madre de Dios.
El don del gozo en su
alma grávida fue la infinita dinámica anónima del Dios, trino y uno, que le
alumbró el corazón con el suspiro del ven a mí: a sangre y cuerpo. Dame tu
esencia, madre, toma mi alma.
La maternidad humana se
elevó a la condición divina por la consustancialidad. Acto de voluntad
primigenia e irrepetible donde Dios se hizo a imagen y semejanza de María, su
criatura, por la eficacia de la simplicidad de su sustancia eterna.
El prodigio de la unión
hipostática, al engendrarse en María, estableció la misión total del Cristo,
sin vacíos teológicos ni exclusiones dogmáticas, porque la perfección es parte
integral del plan salvífico. Lo perfecto recibió una respuesta de aceptación
sometida a la voluntad del Todopoderoso.
La actividad resolutiva
del milagro continuó su accionar. El encuentro entre María e Isabel diseñó la
alegría del principio de la redención por los méritos de Cristo. ¿De dónde a mí que la madre de mi
Señor venga a mí? (Lucas 1, 43).
La ruta de la corredención
quedó trazada sobre el trajín de la revelación. María lo expresó sobre las
dimensiones del tiempo y lo injertó en el ser extasiado de Juan, el Precursor
nonato:
“Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de
su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las
generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí. Su nombre es
Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación…” (Lucas
1. 46,50).
La proclamación del
Magnificat abrió la victoriosa misión de la Inmaculada sobre el maligno.
“Pongo enemistad entre
ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le
acecharás a él el calcañal”. (Génesis. 3, 15). La
herencia de aquel himno fue donada a los hombres.
El Dios humanado
palpitaba en su seno mientras Ella le servía a su prima, la mujer estéril, la
que concibió en su ancianidad. Al término de la tarea retornó a su hogar para padecer
el silencio del varón justo, que sin dudar de su virginidad, “resolvió
repudiarla en secreto”. (Mateo 1, 19).
Luces y sombras, en
asombros fecundos, la refugian en una oración paciente ante su Padre Celestial.
El ángel regresó para ratificar su gracia virginal y proteger el vínculo
marital. José se regocijó.
María, la Virgen Madre,
entró en el activo reposo de la esperanza mesiánica. El alumbramiento llegó
como un sol que inundó de dicha la estirpe de la Casa de David. La indivisible
invisibilidad del Dios mariano se hizo visible al ser colocado sobre un
pesebre.
La Rosa del Cielo se
sonrojó enajenada por el dulce estremecimiento de la cita con el Altísimo. Su parto
virginal perfumó de preces y de infinitas certezas libertadoras a las
criaturas, testigos del Salvador.
La gruta de Belén
abrigó la intimidad del testimonio que a una trilogía de seres elegidos los transformó
en los primeros adoradores del Mesías. La Sagrada Familia, los ángeles y los
pastores fueron los llamados a vivir ese privilegio de la epifanía.
“Y José subió de
Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama
Belén, por cuanto era de la casa y familia de David; para ser empadronado con
María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y aconteció que
estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento.
Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo
envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para
ellos en el mesón.
Había pastores en la
misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño.
Y he aquí, se les presentó un ángel del
Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor.
Pero el ángel les dijo:
No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el
pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo
el Señor…” (Lucas 2. 4,11).
El deleite sublime del
nacimiento de Jesús implicó la aceptación de un trío de dolores premonitorios,
la confirmación de la corredención. Rito de iniciación. Un motivo inflexible se
cernió sobre el destino de María. La pasión y la resurrección de su unigénito
estaban grabadas a fuego de Espíritu Santo en sus entrañas desde el momento de
la Anunciación, primer kerigma.
El
tormento y su ofrenda.
María Santísima asumió el
suplicio en la presentación del Niño en el templo. La catedra del presbiterio
fraguó una razón cruel. La profecía de Simeón la destrozó:
“…Y dijo a María, su
Madre: Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco
de contradicción; y una espada atravesará tu alma…” (Lucas 2. 34,35).
La competencia de la
Corredentora se activó sin escuchar aún la predica del Evangelio. Ella recibió
la primera laceración en el nombre de su amado Jesús, el trauma de un Dios
indefenso estalló en el delicado sentir de María.
La formidable emoción
de una llaga metafísica agregó el encadenamiento a otro padecimiento donde se
contemplaron las lágrimas del éxodo.
La egomanía tiránica de
Herodes la obligó a padecer los peligros, dificultades, azares y desconsuelos
de una travesía, el avatar de la huida a Egipto.
María recibió su
segunda herida. Tajo incorporado a la misión de amparar a Jesús. Su fuga
angustiada en compañía de su esposo, Custodio del Redentor, siguió en la
aceptación vivencial de su esclavitud corredentora.
El trauma de María fue
abierto ante el Omnipotente con la sentencia profética del anciano Simeón y
continuó con la infamia de la época, el destierro del Cristo. Amor a muerte.
Herodes le adelantó la
otra profecía, la sangre vertida: Matarán a tu Hijo.
“Después que ellos
partieron, he aquí un ángel del Señor apareció en sueños a José, diciendo:
“Levántate; toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que
yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”.
Entonces José se
levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto. Y estuvo allí hasta la muerte de Herodes,
para que se cumpliese lo que habló el Señor por medio del profeta, diciendo: De
Egipto llamé a mi hijo. (Mateo 2. 13,15).
No bastó la ordalía. Su
obediencia necesitaba padecer las máximas expresiones de la aflicción dentro de
las primicias del Redentor.
La tempestad de la
angustiosa espiritualidad se injertó en el costado de María. La Providencia
Omnisciente le anunciaba el estadio de su desolación.
-¿José, dónde está
Jesús? La respuesta fue la búsqueda sin tregua de su Hijo, el Dios extraviado. La
madre atribulada sobrellevó el cenit de su tristeza en tres días de martirio
que templaron su interior para soportar el recio crujir de la desgracia.
Por fin, las tres
primeras llagas de la Correndentora tenían el sufrimiento incruento para
cuestionar a su Jesús: “¿Por
qué nos has hecho esto?” (Lucas 2, 48). Era el justo reclamo
de una madre abnegada cuyo padecimiento soportaba el tercer día de la
inexplicable pena. La respuesta del Niño catequista afirmó lo inevitable: “ocupado en los asuntos de mi
Padre”. (Lucas 2, 49).
La contestación incluyó la sujeción humilde de Jesús de Nazaret a la
escuela de María, su maternal regazo por 18 años más.
Ella había dado a luz
la parábola inmensa de la angustia aplastante, clamor de sus entrañas. La
ausencia de su Jesús la crucificó en el lábaro de la tribulación. Los infinitos
padecimientos de María redactaron el proemio de la Pasión, Muerte y
resurrección de su Hijo. San Lucas consignó aquel episodio del Dios ausente del
seno familiar. Gloriosa tragedia. Bendito encuentro.
“Iban sus padres todos
los años a Jerusalén en la fiesta de la pascua; y cuando tuvo doce años,
subieron a Jerusalén conforme a la costumbre de la fiesta.
Al regresar ellos,
acabada la fiesta, se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que lo supiesen José
y su madre.
Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y le buscaban entre los parientes y los conocidos; pero como no le hallaron, volvieron a Jerusalén buscándole.
Y aconteció que tres días después le hallaron
en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y
preguntándoles.
Y todos los que le oían, se maravillaban de su
inteligencia y de sus respuestas. Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo
su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí, tu padre y yo te hemos
buscado con angustia.
Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?
Mas ellos no
entendieron las palabras que les habló.
Y descendió con ellos,
y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Y su madre guardaba todas estas
cosas en su corazón. (Lucas 2. 41,51).
Guardar las cosas de
Dios en su corazón significó para la Reina de los Ángeles el latido didáctico
del suspiro beatífico. Ella meditaba el
dulce pensamiento de la redención. María pasó a nutrirse de la palabra del
Verbo bajo la nube protectora del Altísimo. Virtud que floreció en su intimidad
para perfumar los siguientes episodios de la vida del Mesías.
El
mandamiento de María
Las bodas de Caná fueron
el escenario escogido por el Eterno para manifestar su gloria. El inicio de la
vida pública de Jesús rompió las rígidas normas del enigma divino.
La causa pionera de
aquel acto la gestó la prudente petición de la Santísima Virgen María. Nuestra
Señora acudió a su Hijo con tres palabras simples: “No
tienen vino” (Juan 2, 3). La afirmación, que contiene una
súplica, fue respondida con una pregunta contundente y una explicación
mesiánica: “Mujer,
¿qué nos va a ti y a mí? No es aún llegada mi hora.
(Juan 2, 4).
La contestación indicó
un delicado silencio de acatamiento. El universo contuvo su aliento. La
intercesora intervino de forma servicial. María, con una frase de seis
palabras, proclamó su mandamiento: “hagan
lo que él les diga” (Juan 2, 5). La
mediación revertió el curso del acontecimiento.
La frase unió la Ley y
los profetas con el Evangelio. Esas enseñanzas, pregonaron la perseverante
sujeción al Supremo. La fuerza de la orden mariana modificó la conducta del
Dios Trinitario que otra vez, y contra el modo de ser, se dispuso a depender de
la criatura para ejercer su ministerio.
La simple obediencia desalojó el inconveniente. El precepto profundo de su locución sembró una enseñanza que doblegó a las circunstancias mundanas y sociales. Ella les recordó a los sirvientes cuál era la senda para seguir al Ungido.
El enunciado no dejó
espacio para la duda metódica o para la equivocación interpretativa. No hay, no
puede haber, en esa exposición maravillosa una muestra de yerro. La consigna
era y es diáfana en su estructura de sometimiento. Cualquier decisión que Jesús
tomara, a favor o en contra de su petición, sería la correcta.
La esclava le devuelve
a su Señor la determinación otorgada de adelantar o preservar el plan original
de su Padre.
La narración evangélica
posteriormente guardó un mutismo sobre la vida de María Virgen. Las bodas de
Caná permitieron que la función corredentora tomara un lugar vital dentro de la
cristianización. “¿Quién
es mi madre?” (Mateo 12, 48). La contestación fue
llevada por los cuatro vientos de la Historia.
“Porque quienquiera que
hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi
hermana y mi madre”. (Mateo 12, 50).
Y la hermandad inundó
de dichas estupefactas al gentío que se desbordó a la vera del Jordán. La señal
impura de los lisiados, los mendigos y las soledades, que presintieron la
llegada del amor encendido, abrieron un surco convulso al seguirlo.
El tibio aliento de un
suspiro paternal los abrazó. Era el carpintero de Belén, el que levantó la
antífona polvorienta de las colinas. Su búsqueda imperiosa del pobre envió el
eco supremo de su mensaje con redes de pescador. Él los llamó por su nombre con
parábolas de pastor.
El laberinto
quejumbroso de las melancolías huyó ante el sonido confiado del grito del
ungido: “Yo soy la luz
del mundo”. (Juan 8, 12). Las tinieblas cayeron iluminadas
por el faro incandescente de sus enseñanzas.
Los esbirros del mal,
estremecidos por la estampida de la promesa cumplida, se volvieron el arrume
del escombro. Los remordimientos humildes cayeron ante la tempestad cristalina
que arrastraba a las multitudes.
La misericordia divina
llegó con su hora vestida de sudario. El espléndido ritmo encendió su
fulgor. La victoria conquistadora
expresó su ternura henchida de rutilante devoción por los pequeños.
El don de crear nutrió
el pan de la eternidad. La revelación continuó recogiendo la cosecha de las
espigas en una constante pasión por la alegría del auxilio. Marcos, el
evangelista, redactó en ocho capítulos ese don de la gracia suma que plantó su
remedio. Sus letras constataron la invasión insaciable del Dios enviado para
curar, perdonar, redimir y expulsar el inútil torbellino de la inmundicia.
El ardor de celo por la
casa paterna fue la radiografía de la bondad mística. Era el impulso de la
sabiduría, de los extensos y los sucesivos instantes, que iluminaron el himno
del aleluya.
La libertad de Dios
llegó para romper el yugo de las tradiciones diseñadas para ahogar en las
costumbres el reflejo de la santidad.
La Galilea atónita
presenció al hacedor de milagros cuya túnica inconsútil, tejida por María,
estaba diseñada para sanar. Él cuestionó con la invitación de una sonrisa,
prodigio del encantamiento, al pecador. La melodía de su cristalino tono de
predicador limpió la piel del leproso. La intensa razón del argumento sembrador
sepultó en el olvido a la herencia de Adán.
La ventura anunció la
trágica agonía de un crepúsculo. El precio de su atracción reclamaba el
suplicio de la miserable cruz. La enredadera de la norma reptó esclavizada por
el defecto del soborno.
Las efímeras alegrías
de las muchedumbres enardecidas resultaron costuras desgarradas. El tintineo
alevoso de unas monedas, el beso falaz, y el estigma de la carne rota empaparon
de sangre el pretorio del procurador de Judea Poncio Pilato.
La calle de la amargura,
cuarta estación del vía crucis, midió el extremo doliente del horror radiante.
El martirio fatigado, trémulo y humilde, en un choque de miradas conmocionó a
la Virgen Santa ante el destello fulminante de las lágrimas púrpuras. La Madre
del Redentor recibió el impacto brutal, el choque bravío. La espalda rota soportaba,
en tres huesos, a la sexta llaga.
Al instante la
escritura le leyó el pasaje del profeta de la fe, Isaías:
“Maltratado, voluntariamente se humillaba y no
abría la boca; como un cordero llevado al matadero” (Isaías 53, 7).
Las dos almas sangrantes,
del Hijo y la Madre, plasmaron, por un impulso silente, el suspiro irrevocable
del dilema de la interrogación.
“Vosotros,
todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante al dolor
que me atormenta” (Lamentaciones 1,12).
Ecce
mater tua
La crucifixión de
Nuestro Señor lo llevó a su máxima expresión de entrega que se rubricó con la
muerte en un madero cuyo título: “Jesús
de Nazaret, rey de los judíos” (Juan 19,19) es el Inri, el
monograma del Salvador.
Porque “El buen pastor da su vida por las
ovejas” (Juan 10,11). Y es en ese proscenio dramático
donde Juan, testigo sostenido por la fuerza de la gracia de María, pudo, a su
tiempo, consignar en las páginas de su evangelio: “estaban
en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su
madre…” (Juan 19, 25).
La Reina del Martirio y
de los mártires soportó la crueldad del tormento con la misma entrega del fiat,
la voz decisiva que permitió la encarnación del Verbo.
El minuto mesiánico
acariciaba su final. Y para que todo estuviera cumplido, Jesús agonizante
ratificó, traspasado por los clavos, el atributo corredentor de su Madre. La
redención se cumplió al ser precedida por una acción corredentora de sumisión
en aceptación al sacrificio culminante, sin fin y sin tiempo.
“Cuando vio Jesús a su
madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre:
Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde
aquella hora el discípulo la recibió en su casa”. (Juan 19. 26, 27).
La entrega, para
redimir a los pecadores, estaba cumplida y Jesús, inclinando la cabeza, expiró
(Juan 19,30). El corazón inmaculado de María aguardó desvelado la resurrección.
¿Por qué el insaciable
trauma en su insostenible plegaria de tragedia no la inmoló? Porque debía
cumplir otras misiones asignadas a la economía salvífica de su maternidad.
La corredención germinó
regada con agua y sangre cuando el legionario romano atravesó el costado del
Mártir del Gólgota. La espada de dolor
rompió el alma de María. “Mirarán
al que traspasaron” (Juan 19, 37).
La tragedia de María
Santísima, la deshijada, corroboró que su ser torturado soportaría de pie el
designio del auxilio por la penitencia. La salvación eterna de sus hijos
adoptivos no requería de la cesación de su existencia. La muerte humillada era
el privilegio cumbre del Redentor. La deuda criminal del Paraíso quedó saldada.
La nueva faena,
asignada a la portadora de la mediación, quedó plasmada en las estaciones del
viacrucis, adheridas a su luto inmortal. Ella contempló el cuerpo inerte de
Jesús. El difunto fue bajado de la cruz y envuelto en una sábana por José de
Arimatea. (Marcos 15,46). El cadáver destrozado reposó en brazos de María
mientras lo amortajaron con lienzos según la costumbre judía. La Dolorosa
acogió a su Señor.
“Había cerca del sitio
donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual
nadie aún había sido depositado.
Allí, a causa de la
Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús”.
(Juan
19. 41, 42).
La Iglesia desolada y
en desbandada, producto del temblor oscuro del viernes 14 de nisán, nada supo
hasta el domingo. Ella, la Virgen Fiel, se abrazó al resucitado triunfante. Se
fundió anhelante en una armonía que encendió en su pecho la inmensidad de su
rutilante corredención, derecho de madre.
“Un autor del siglo V,
Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada
ante todo a su Madre. En efecto, Ella, que en la Anunciación fue el camino de
su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la
Resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del
Resucitado, Ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia.
Por ser imagen y Modelo de la Iglesia que
espera al Resucitado parece razonable pensar que María mantuvo un contacto
personal con su Hijo para gozar también Ella de la plenitud de la alegría
pascual.
“La Virgen Santísima,
presente en el Calvario durante el Viernes Santo (ver Jn 19,25) y en el
Cenáculo en Pentecostés (ver Hch 1,14) fue probablemente Testigo privilegiada
también de la Resurrección de Cristo, completando así su participación en todos
los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo
Resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr
su plena realización mediante la resurrección de los muertos.
En el Tiempo Pascual la
comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse:
«Regina caeli, laetare. Alleluia». « ¡Reina del Cielo, alégrate. Aleluya!». Así
recuerda el gozo de María por la Resurrección de Jesús, prolongando en el
tiempo el «¡Alégrate!» que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se
convirtiera en «Causa de alegría» para la humanidad entera. Papa. Juan pablo
II. Audiencia General. Miércoles 21 de mayo de 1997.
La resurrección de
Jesús iluminó el áureo río de gracias entregadas a la corredentora. El quehacer
de la empresa ecuménica tenía que publicar otros capítulos.
Entre la ascensión a
los cielos (Lucas 24, 51) y la venida del Espíritu Santo en la fiesta de
Pentecostés (Hechos 2. 1,4), la Iglesia naciente tuvo un único soporte moral:
María, Consoladora de los Afligidos. Ella convocó al colegio apostólico para
orar el Padrenuestro en espera del fuego que encendió la evangelización hasta
el eterno presente.
Nuestra Señora del
Rosario de Chiquinquirá, Reina y Corredentora de Colombia, ruega por nosotros.
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