San
Amadeo de Lausanne (1108-1159).
Obispo. 3ª homilía marial.
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti”. María, en ti sobrevendrá. En otros santos
ha venido ya, en otros, vendrá; pero en ti, sobrevendrá… sobrevendrá por la
fecundidad, por la abundancia, por la plenitud de su efusión en todo tu
ser. Cuando te habrá llenado, aún estará sobre ti, se cernirá sobre
tus aguas para hacer en ti una obra mejor y más admirable que cuando, cerniéndose
sobre las aguas en el principio, hizo evolucionar la materia creada hasta
conseguir sus diversas formas (Gn 1,2). “Y la fuerza del Altísimo te cubrirá
con su sombra”. Cristo, fuerza y sabiduría de Dios, te pondrá bajo su sombra;
entonces él tomará de ti la naturaleza humana, y la plenitud de Dios que tu no
podrías soportar, él la conservará asumiendo nuestra carne. Te tomará bajo su
sombra porque la humanidad que de ti será tomada por el Verbo hará de pantalla
a la luz inaccesible de Dios; esta luz, tamizada por su pantalla, penetrará en
tus castísimas entrañas…
Te pedimos, pues, Soberana, dignísima Madre de Dios, no desprecies a los que hoy te suplicamos con temor, a los que te buscan con piedad, a los que llaman a tu puerta con amor. Dinos, te rogamos, ¿qué sentimiento te ha emocionado, qué amor te ha cautivado… cuando todo esto se ha cumplido en ti, cuando el Verbo se ha hecho carne en ti? ¿En qué estado se encontraba tu alma, tu corazón, tu espíritu, tus sentidos y tu razón? Tú llameabas como la zarza que antaño vio Moisés, y no te quemabas (Ex 3,2). Te fundías en Dios, pero no te consumías. Ardiente, te abrasabas bajo el fuego de lo alto; mas, de este fuego divino te fortalecías, para estar siempre ardiente y fundirte todavía más en él… Has llegado a ser más virgen –e incluso más que virgen, porque eres virgen y madre. Te saludamos, pues, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita eres tú entre todas las mujeres y es bendito el fruto de tus entrañas.
Te pedimos, pues, Soberana, dignísima Madre de Dios, no desprecies a los que hoy te suplicamos con temor, a los que te buscan con piedad, a los que llaman a tu puerta con amor. Dinos, te rogamos, ¿qué sentimiento te ha emocionado, qué amor te ha cautivado… cuando todo esto se ha cumplido en ti, cuando el Verbo se ha hecho carne en ti? ¿En qué estado se encontraba tu alma, tu corazón, tu espíritu, tus sentidos y tu razón? Tú llameabas como la zarza que antaño vio Moisés, y no te quemabas (Ex 3,2). Te fundías en Dios, pero no te consumías. Ardiente, te abrasabas bajo el fuego de lo alto; mas, de este fuego divino te fortalecías, para estar siempre ardiente y fundirte todavía más en él… Has llegado a ser más virgen –e incluso más que virgen, porque eres virgen y madre. Te saludamos, pues, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita eres tú entre todas las mujeres y es bendito el fruto de tus entrañas.
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