San Atanasio, obispo.
El Verbo de Dios, incorpóreo,
incorruptible e inmaterial, vino a nuestro mundo, aunque tampoco antes se
hallaba lejos, pues nunca parte alguna del universo se hallaba vacía de él,
sino que lo llenaba todo en todas partes, ya que está junto a su Padre.
Pero él vino por su benignidad
hacia nosotros, y en cuanto se nos hizo visible. Tuvo piedad de nuestra raza y
de nuestra debilidad y, compadecido de nuestra corrupción, no soportó que la
muerte nos dominase, para que no pereciese lo que había sido creado, con lo que
hubiera resultado inútil la obra de su Padre al crear al hombre, y por esto
tomó para si un cuerpo como el nuestro, ya que no se contentó con habitar en un
cuerpo ni tampoco en hacerse simplemente visible. En efecto, si tan sólo
hubiese pretendido hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo
más excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo.
En el seno de la Virgen , se construyó un
templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que había
de darse a conocer y habitar; de este modo habiendo tomado un cuerpo semejante
al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción de
la muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor
sin límites; con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin
vigor la ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la
eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le quedó fuerza
alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él; con ello, también
hizo de nuevo incorruptibles a los hombres, que habían caído en la corrupción,
y los llamó de muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el
cuerpo que había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que
la paja es consumida por el fuego.
Por esta razón, asumió un cuerpo
mortal: para que este cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo,
satisficiera por todos la deuda contraída con la muerte; para que, por el hecho
de habitar el Verbo en él, no sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para
que, en adelante, por el poder de la resurrección, se vieran ya todos libres de
la corrupción.
De ahí que el cuerpo que él había
tomado, al entregarlo a la muerte como una hostia y víctima limpia de toda
mancha, alejó al momento la muerte de todos los hombres, a los que él se había
asemejado, ya que se ofreció en lugar de ellos.
De este modo, el Verbo de Dios,
superior a todo lo que existe, ofreciendo en sacrificio su cuerpo, templo e
instrumento de su divinidad, pagó con su muerte la deuda que habíamos
contraído, y, así, el Hijo de Dios, inmune a la corrupción, por la promesa de
la resurrección, hizo partícipes de esta misma inmunidad a todos los hombres,
con los que se había hecho una misma cosa por su cuerpo semejante al de ellos.
Es verdad, pues, que la
corrupción de la muerte no tiene ya poder alguno sobre los hombres, gracias al
Verbo, que habita entre ellos por su encarnación.
Oración
Dios todopoderoso y eterno, que
hiciste de tu obispo san Atanasio un preclaro defensor de la divinidad de tu
Hijo, concédenos, en tu bondad, que, fortalecidos con su doctrina y protección,
te conozcamos y te amemos cada vez más plenamente. Por nuestro Señor
Jesucristo.
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