Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“El Altísimo ha
santificado su tabernáculo”. Sal 46, 4.
Nuestra Señora, la Inmaculada Virgen del Rosario de Chiquinquirá, tuvo una
predilección por una heredad teñida de cielo bogotano.
La pervivencia afectiva de un pueblo sencillo la veneró con un profundo
arraigo ancestral. El primer capítulo de esa devoción fue el párrafo de una
utopía. Una semilla de perseverancia sembrada a la vera del camino a Tunja, a
una legua de la rancia Santafé de Bogotá, gestó el milagro de una diáfana
esperanza.
Ignacio Forero, un orejón de la cuenca del Fucha, heredó de su familia la
devoción por María Inmaculada, piedad colonial impulsada por Carlos III de
España entre las fronteras del Virreinato de Nueva Granada.
El fervor por la pureza de María evolucionaba con fuerza de fe en las
familias santafereñas y en la conciencia del piadoso hacendado. Él requería un
lugar para su culto. Su cariño, de humilde sabanero, deseaba dotar a su
Purísima Señora con un templo campestre. La tarea, entre quimérica y descomunal
para su pecunia, encontró entre las sementeras de Chapinero la solución a su anhelo.
El 4 de febrero de 1812, día de san Isidoro Pelusio, Forero detuvo el
brioso paso de su caballo tordo junto al broche de una cerca de piedra. Allí conversó
con un boyero. El labrador abría los surcos y plantaba pedazos de papa pastusa.
El ojo avizor del campesino miró un destello entre el terrón de la tierra
negra. Su berrido jadeante detuvo a la yunta de bueyes. En una de las besanas
encontró una medalla en cuyo anverso tenía acuñada la imagen de la Santísima Virgen
María, y en el reverso un relieve del Santísimo Sacramento del Altar.
Ignacio se apeó y le rapó la pieza al atónito jornalero. El feliz hallazgo era
una revelación privada para sus aspiraciones. Así lo interpretó e
inmediatamente montó y puso su cabalgadura a galope tendido. Se fue a buscar al
dueño de la siembra, don Primo Groot, un abogado neogranadino, oficial del
Estado Mayor de las Milicias de Caballería en los bochinches de 1810.
El funcionario escuchó el relato con paciencia y le donó el lote para el ara.
El portento quedó certificado en el corazón del pionero porque era una acción
celestial, un jurista le había regalado un terreno a la Madre de Dios.
La noticia estremeció a los lugareños. Ya no tendrían el apetecido
tubérculo para el sancocho, pero podrían ir a la santa misa después del ordeño
en las corralejas sin echar quimba, por más de una hora, para llegar a la Plaza
de las Nieves.
La función del cambio de uso del suelo tuvo la aprobación de los padres
dominicos. Ellos eran los propietarios de una casaquinta en las antiguas
dehesas de aquella finca.
La dinámica silvestre del trabajo constructor quedó bajo la orientación de
Groot, los frailes y el señor Forero. Ellos convirtieron el sembradío en un
campamento de alarifes.
Los peones abrieron las zanjas profundas para los cimientos y un conjunto
de manos, capacitadas por los callos, se sumaron de forma voluntaria a los
oficios varios. Los mayordomos le obedecieron al patrón y algunos rebajaron el
costo de la aplicación de sus saberes atávicos.
Los adoberos de Barrocolorado, los tejeros de Tunjuelo, los carpinteros de
la calle Bejares, los canteros de Usme, los chircaleños de San Cristóbal y los
aserradores de Usaquén se unieron a la gran fiesta de la creación. El romántico
paisaje del bucólico sendero se alteró con la sinfonía de la ilusión: un domicilio
para María de Chiquinquirá.
La migración de asalariados trajo a las chicheras de las Cruces, los
polvoreros de Santa Bárbara y sus festejos de ruido, luces y coquetería. La muchedumbre
se aumentó con los fonderos, los herreros, las mulas resabiadas y los serenateros
invitados a las noches junto a la quebrada de Las Delicias. El trajín de los
empleos era la causa justa de las plegarias de un beato. Progreso en armonía.
La capilla, de una sola nave cubierta de paja, quedó lista en septiembre.
Pero don Ignacio quería más espacios litúrgicos. Necesitaba la sacristía, una
plaza adyacente, la pila bautismal, el sagrario, el presbiterio, la decoración
espacial, la espadaña y los detalles arquitectónicos ausentes del lugar. Su oficio,
de maestro de fábrica y limosnero, era sufragado por la bolsa de los donantes.
Hasta que los planes de ampliación sufrieron un inesperado retraso. Los
recaderos trajeron la infausta noticia de la pendencia. Los señoritos Camilo
Torres Tenorio y Antonio Amador José de Nariño y Álvarez del Casal decidieron
demostrar que su invento, la Patria Boba, tenía el vicio de los matarifes, engendro
del crimen político.
La matanza de labriegos, tiznados con pólvora de Tunja, ocurrió en el
puente de San Victorino. El sangriento 9 de enero de 1813 abrió tumbas con
duelos incurables.
Incienso victorioso
Los sepultureros se esforzaron en combatir la hedentina callejera. Los
gozques famélicos y los buitres saciaron sus buches con los cadáveres arrojados
a los vallados de la Alameda. Al culminar el entierro del enemigo, occisos
mutilados y desvalijados, llegaron las celebraciones religiosas.
José María Caballero anotó en su Diario
que la ermita se denominó de la Inmaculada Concepción. El título “Virgen de Chiquinquirá” se había
renombrado en la refinada manzana de la Catedral. La añeja alcurnia de los
reinosos impuso su criterio.
Enero de 1813.
“Sábado 23.
A la tarde trajeron a Nuestra Señora de la Concepción (la del oratorio de
don Ignacio Forero) que la habían llevado al campo y depositado en el convento
de San Diego, desde el día 13 de diciembre, para que nos favoreciese, y la
dejaron en la iglesia de Las Nieves para traerla mañana”.
“Domingo 24.
A las nueve se celebró misa de acción de gracias en La Candelaria, con
asistencia del presidente, comunidades, canónigos y toda la oficialidad;
predicó el padre Moya un gran sermón, se cantó el Te Deum con las preces, hubo descargas
de fusiles y pedreros. Concluida la función entró el presidente y comitiva al
convento, a la celda del padre prior, el que había preparado un refresco; fray
Venancio era el prior. Estuvo el presidente en varias celdas y pasó a la celda
del doctor Ordoñez, congresista y prisionero de guerra, que se había mandado
poner preso en este convento. A la salida se encontraron con la procesión de
Nuestra Señora, que traían de Las Nieves a Nuestra Señora de la Concepción, del
oratorio de Forero; se juntó el señor presidente y toda la comitiva y
caballería, desde la iglesia de La Enseñanza hasta El Carmen, cargando a
Nuestra Señora la oficialidad. En dicha iglesia se hicieron las preces
acostumbradas y hubo misa de doce”.
La circunstancia celebrativa de la victoria implantó nombre al proyecto
eclesial. Los financiadores dieron su bautismo con marcado acento español y
mariano. El renombramiento generó una triple denominación para el despoblado potrero
donde imperaba el gusto individual marcado por las clases sociales.
Toponímico: Capilla de Chapinero.
Advocación: Virgen de Chiquinquirá.
Dogma: Inmaculada Concepción.
Ignacio continuó, durante los años de 1813 a 1815, con el ensanchamiento de
la estructura. Las deudas, las quejas y el empeño en terminar los espacios
interiores no le dejaban paso al merecido reposo. La trifulca de las Provincias
Unidas de Nueva Granada contra los húsares de Fernando VII volvió a detener los
recursos financieros y a los artesanos laboriosos. Los cañones de bronce tenían
hambre y saciarlos con carne de peón de estribo era lo adecuado.
Los tiempos del liberticidio fueron huéspedes del patíbulo de don Pablo
Morillo, marqués de La Puerta. Sus sobrevivientes insistían en llegar al final
de la proyectada ermita. Don Ignacio invitó a una procesión para transportar
una estatua de la Inmaculada desde su morada, frente al templo del Carmen,
hasta el oratorio de la Virgen de Chiquinquirá en Chapinero. El solemne acto
ocurrió en la fiesta de san José de Cupertino, el 18 de septiembre de 1831.
Sobre ese trasegar apostólico del buen devoto quedó un relato. El médico
Pedro María Ibáñez Tovar, en sus Crónicas
de Bogotá, consignó:
“Ignacio Forero
era hombre de escasos recursos y habitaba en la hacienda de El Tintal, en vecindario
de Fontibón, dedicado a trabajos de agricultura. La musa popular fue autora en
aquel tiempo del siguiente cuarteto que no carece de ironía:
Del Tintal a Chapinero,
De Chapinero al
Tintal,
Pasa la vida
Forero
Sin conseguir medio real´”.
La costumbre ligera de no guardar un registro historiográfico del inmueble
hizo mella. Solo resta husmear en el rastro dejado por la amnesia de una
sociedad mestiza.
Uno de sus representantes, el moreno expresidente Francisco de Paula
Santander, firmó su testamento en Bogotá, el 22 de enero de 1838 y en el último
punto anotó:
“…Para ayudar a edificar la capilla de la Virgen de Chiquinquirá, en
Chapinero, di veinticinco pesos…”
La donación indica la dilección hereditaria del país nacional, el anónimo y
el heroico, por su Patrona. Santander, como buen político, optó por reconocer
los logros tradicionales de la gente raizal.
Los del alpargate y sus descendientes sufrieron los calendarios del siglo
decimonónico. Época de fechorías demagógicas y dictaduras constitucionales.
Ellos, los de la pata al suelo, supieron detenerse a orar ante al crucifijo de
la nacionalidad y su fuerza, de usanza telúrica, empujó el progreso.
Urbanismo campestre
El 15 de octubre de 1852, la Cámara Provincial de Bogotá, en sus sesiones
del día, expidió una ordenanza:
“Art. 1º. Eríjense en aldeas los distritos parroquiales de Serviez, Jiramena
i Arama en el cantón de San Martin y i el Caserío denominado ‘Chapinero’ en el
distrito parroquial de las Nieves, cantón de Bogotá”.
Mientras el naciente villorrio respiraba aliviado por el reconocimiento
urbano, Pedro Fernández Madrid manuscribía las páginas de Rasgos de la vida pública del Jeneral Francisco de Paula Vélez, o sean, recuerdos de sus campañas
en Nueva Granada i Venezuela donde recordó:
“…Al noreste de Bogotá extremidad superior de un prado guarnecido de
espesos arbustos, abrigada a la vez que oculta por la frondosa hojarasca de algunos
sauces y cerezos, se divisa en una bella tarde del mes de junio de 1854, una
casa de estrechas dimensiones y anticuada apariencia, no muy distante de la inconclusa
capilla de Chapinero…”
El sagrado edificio, tan visitado por el linaje rolo, entró a formar parte
de la vital literatura costumbrista. Eugenio Díaz Castro, en su obra Los aguinaldos de Chapinero, dejó un
legado inmortal sobre la vida de fragancias desatadas.
“Capítulo I, la aldea
Al norte de la ciudad de Bogotá,
como a una legua de distancia, en el punto mismo donde la Sabana se deslinda
con las lomas que sirven de base a los páramos de oriente, está situada la
pequeña aldea de Chapinero. Una capilla, rodeada de algunas casas de paja, es
lo que constituye la población. Más lejos se encuentran algunas quintas o
haciendas pequeñas sobre bellísimos prados que mantienen ganados de todas las
especies. Allí la vista de un horizonte infinito, la grama, los arroyos, las
flores y los arbustos convidan al bogotano a disfrutar de una dicha que las
ciudades nunca ofrecen; y sobre todo, del aire libre, del cual nunca disfrutan
las ciudades algún tanto populosas. Al oriente se levanta una cordillera de
escasa vegetación en su declive, y que en su cumbre, erizada de peñascos,
muestra, como en relieve, figuras piramidales, con apariencia de mamposterías
arruinadas. Las grietas, los arroyos y matorrales, y a veces las peñas de la horrida
y espantosa figura parece que poseen sus encantos, reservados para los hombres
de negocios, para las matronas y los niños, para los naturalistas y para la
romántica joven, que busca la melancolía en las situaciones especiales de su
vida, pues que todos encuentran encantadora la posición de Chapinero”.
El encanto táctico chapineruno fue aprovechado por el revoltoso Tomás
Cipriano de Mosquera en la contienda de 1861. En sus pastizales acantonó a sus
tropas y de paso juzgó al expresidente de la derrocada Confederación Granadina,
Mariano Ospina Rodríguez, y a su hermano quienes fueron acompañados al sacro
recinto bajo el cuidado del pertiguero.
Ángel Augusto Cuervo Urisarri, en su volumen Cómo se evapora un ejército, mencionó ese singular episodio:
“…Como en la capital abundaba el espionaje, no acabaron de poner el pie en
el estribo, cuando ya en La Mesa estaban preparados para detenerlos. Los
señores Ospinas y los jóvenes atrincherándose en una casa, se defendieron como
pudieron; pero era tal el aliciente que ofrecía coger tan codiciada presa, que hasta
las mujeres de los liberales acudieron, y los obligaron a entregarse. La
captura de los señores Ospinas se consideró en el ejército enemigo como una
batalla ganada; y tanto la estimó Mosquera, que, creyendo que nosotros haríamos
algo por rescatarlos, mandó una columna a proteger a los conductores hasta el
cuartel general, entonces en Chapinero; llegados, los aprisiona estrechamente y
los pone en capilla con el objeto de fusilarlos…”
Los prisioneros resultaron indultados, quizás por sus preces a María
Santísima en su casita de campo.
El gobierno dictatorial de Mosquera no perdonó los bienes de la Iglesia católica
y con su decreto de manos muertas volvió su avaricia sobre la rústica colegiata. El
Informe del Agente General de bienes desamortizados e inventario de los mismos (1871)
indicó que al señor Eusebio Grau le fue grabada una casa en Chapinero que
pertenecía a la capellanía, enero 1 de 1866.
Madre Impoluta
La rapiña terminó y sobre la desesperanza de un Estado arruinado el
arzobispo de Bogotá, Vicente Joaquín Arbeláez Gómez, publicó:
“Edicto por el cual se
ordena el cumplimiento del voto piadoso hecho por el clero secular y regular de
Bogotá en honor de la Inmaculada Concepción de María Santísima y se invita a
los fieles para solemnizar esta fiesta. Noviembre 20 de 1870”.
El decreto fue providencial para los capitalinos. La gente de bien leía con
voracidad a Henrique Lasserre y su crónica
Nuestra Señora de Lourdes cuya vigésima tercera edición publicó José
Joaquín Ortiz en la imprenta de El Tradicionista, 1872.
El incesante acontecimiento movía las rutas de los peregrinos hacia el
caserío donde la frase de María: “Yo soy la Inmaculada Concepción” encontró la
certeza para infundir en las almas una prístina devoción. Conducta que se
alteró cuando el 7 de diciembre de 1872, un columnista del periódico La Ilustración tituló: “Un templo a
María”. Los nativos se quejaron porque consideraron el titular peyorativo para
su querida ermita. El periodista tuvo que dar explicaciones y aclaraciones
sobre el tema.
El aliento evangélico de los hijos del chapín motivó para que fuera erigida
en cuasi-parroquia. El reverendo padre Manuel S. Alfonso fue posesionado en
1874.
Lo cual
no bastó para las necesidades del culto. La respuesta de la ciudadanía, al
llamado del pastor, permitió el bosquejo de una iglesia digna de las preces de la religiosidad cachaca. La primera
piedra se colocó unas cuadras al Norte de la vieja capilla, en julio de 1875. Monseñor
Arbeláez, que no tenía ni un cuartillo para invertir en aquellos campos de
veraneo, invitó a la feligresía a caminar en pos de su sueño. El poeta Rafael Pombo se sumó al festejo. El
bardo dejó un manuscrito titulado: El
canto del peregrino. Recuerdo de la peregrinación piadosa a Chapinero. 22 de
agosto de 1875.
Los promeseros echaron sus reales y sus morrocotas en la alcancía del mitrado
que cedió una parcela arquidiocesana para la magna tarea. Los recursos abrieron
el trecho entre el concepto y la realidad. El 8 de diciembre de 1875, las acciones
sobre la limitación del área de construcción, excavación, nivelación y
cimentación sonaron a fiesta. La inauguración oficial fue en homenaje a la
Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. Sin embargo, le faltaban cuatro
guerras a la patria de la Virgen Morena para que la edificación, de estilo
neogótico y modelo francés, obtuviera el título de parroquia. Las furruscas de
1876, 1885, 1895 y la de los tres años ensangrentaron a los hogares paupérrimos,
la economía agraria y la arcilla del ladrillo.
Entre los ciclos de la mortandad, el antiguo oratorio siguió atendiendo a
la grey que aguardaba anhelante la culminación de un sitio para sus devociones
afrancesadas. Los obreros muiscas, guiados por el arquitecto bogotano, Julián
Lombana Herrera, levantaban las tapias.
Antonio María Amézquita, en su libro Defensa
del clero español y americano y guía geográfico-religiosa del estado soberano
de Cundinamarca, (1882), pronosticó el cambio social del pastoril y
entrañable sitio de amores inconclusos entre las hermosas campesinas y los
mozalbetes, cachifos escapados de la urbe señorial.
“…Llegamos a Chapinero lugar que dentro de pocos años podrá llamarse con
propiedad el Versalles de Bogotá. En cinco años, la mejora material, moral,
religiosa e intelectual que se nota en este lugar es sorprendente, y no pudimos
sino exclamar llenos de alegría: ‘Todo esto es obra del sacerdocio católico’.
Antes de ahora, antes del 22 de agosto de 1875, Chapinero era apenas un pobre
caserío, con una triste capilla que solamente de cuando en cuando se abría para
ofrecer la hostia sacrosanta. Pero el 22 de agosto de 1875, se trasladó la
santa y bella imagen de la Madre de Dios en su advocación de Lourdes, de la
Santa Iglesia Metropolitana, a la capilla de Chapinero, con la asistencia de
todos los habitantes de Bogotá, aun los más indiferentes y escépticos. En el
mismo momento, aquel sitio estéril, paramoso, desapacible y hasta antipático,
cobró una nueva vida, y de un modo providencial, hoy es un lugar de recreo, de
paz, de piedad y religión, en donde todos los elementos, habitantes, rocas,
cascadas, árboles y plantas, unísonamente cantan a María. Venturoso el día 22 de agosto, en el cual el
venerable prelado, con todo su clero y habitantes de Santa Fe de Bogotá,
levantaban a la Madre de Dios y a la civilización cristiana un monumento más
imperecedero, que todos los recuerdos mundanales…”
Los vestigios documentales pasaron por el tintero del escritor payanés,
José María Cordovez Moure. Sus Reminiscencias
de Santafé y Bogotá. Serie III,
Nieves Ramos (1895) retrataron algo de los últimos estertores del
campanario en agonía.
“El coche lo conducía el señor don José Manuel
de Latorre, caballero a carta cabal, que llevaba a su hermana, la señora doña
Concepción de Latorre de Rasch, y a un niño, a Chapinero, con el exclusivo fin
de arreglar lo conducente para cumplir una promesa de la señora De Rasch,
consistente en hacer celebrar una misa en la capilla de aquel caserío y
comulgar en dicho acto…”
La escena activó a la rueca del olvido, tejedora de la desmemoria, y en
1899 el periódico El Globo anunció la
venta de lotes a unas cuadras de la plazoleta primera. El alejamiento equivalía al abandono.
El pretérito de aquella dejación quedó plasmado en el dibujo de Aparicio Pérez Vásquez, hecho sobre una fotografía del
año 1902, cuyo texto compuso el padre Germán Morales para el folleto Centenario del templo de Ntra. Sra. de
Lourdes.
“Capilla antigua de Chapinero, que se erigió en el costado Norte-oriental
del sitio que hoy se llama Parque Sucre o Colón, calle 60 con carrera 7ª, y que
hoy ya no existe sino en el recuerdo de los antiguos chapinerunos”.
Las funciones de la iglesita terminaron de un plumazo cuando la mano del
arzobispo, Bernardo Herrera Restrepo, firmó el decreto canónico para erigir la
Parroquia de Nuestra Señora de Lourdes, era el 19 de noviembre de 1903. El barrio
de María Santísima comenzaría su desbocada carrera urbanística y arquitectónica
para diseñar una ciudad aristocrática.
La última notica del inmueble embalsamado la redactó S. Correal Torres. El
9 de febrero de 1917 El Nuevo Tiempo
tituló: “El templo de Nuestra Señora de Lourdes”.
“La rústica
capillita donde Forero estableció el culto a la Virgen, es la que todos los
bogotanos conocen por estar situada en el costado oriental de la Plaza de
Colón, ya abandonada, triste, sin culto, sin campanas… mayores exigencias de
los fieles y el progreso mismo del culto hicieron que ese primer santuario de la
Virgen fuera remplazado por otro superior y se convirtiera más tarde en
instituto nocturno destino que tiene todavía. El bien material, inclusive la
tierra, pertenecen al culto y pronto será vendida para tender con su producto a
gastos del nuevo templo”.
Las letras del
cronista Correal son el certificado de defunción del vetusto curato convertido
en aula de clases. El fatídico terremoto del 31 de agosto de 1917 castigó
severamente al bello Chapinero. El tabernáculo vacío, sobreviviente a un siglo
de exterminio fratricida no pudo resistir el sismo. Hubo derrumbe y la
herrumbre progresista de la relegación inoculó el óxido de la errancia en un
viaje amnésico.
Epílogo
Registro
Municipal.
Órgano Oficial del Municipio de Bogotá. Julio 19 de 1919. Número 1394.
Hemeroteca Luis Ángel Arango.
Sesión
del martes 11 de marzo de 1919. (Pág. 3561).
Los honorables
concejales Casas y Fonseca (hoy muerto) informan favorablemente en las
diligencias sobre la compra de un lote de la carrera 7ª, calle 60; lote que
ocupó la capilla parroquial de Chapinero, para dar ensanche a la vía pública.
El señor alcalde informó
que este asunto se está ultimando ya en su despacho, y por tal razón, el Concejo
negó la preposición del informe que dice:
“Pase el oficio
del señor Presidente de la Conferencia de Nuestra Señora de Lourdes, a los señores
personero municipal y director de obras públicas, para que se sirven entenderse
con el mencionado dignatario, con el fin de establecer los términos en que podría
ajustarse la adquisición del lote, si en su concepto es de necesidad para el
municipio”.
Foto archivo particular. Internet
Interesante relato que nos permite percibir el amor de nuestras gentes a la Madre de Dios. Gracias por compartirlo, pues se trata de un hecho desconocido para la mayoría.
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