jueves, 1 de mayo de 2025

La servidora de los promeseros

Foto: archivo particular

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

 “Y guardáis las tradiciones con firmeza, tal como yo os las entregué…” (1Cor 11, 2).

 La historia y la tradición oral de Chiquinquirá tienen una voz femenina con acento a caridad apostólica. La encargada de esa tarea restauradora es Jenny Madeleine Alfonso Peña, una enamorada de la cultura religiosa de su terruño.

Su oficio de guía, por las sendas de la nacionalidad, empezó en octubre de 2002 cuando venía del desierto de la fe. Era una joven que ignoraba la hagiografía mística de la Rosa del Cielo, pero el tejido de sus circunstancias y creencias tuvieron un choque con la realidad. Un día, cuando era estudiante del Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) en prácticas de secretaria general, cumplió con sus tareas de pasantía en la Parroquia de La Renovación y ejecutó un trabajo extra.

Fray Aldemar García, O.P., la envió al museo para acompañar a unos peregrinos. Momento crítico porque no sabía nada de la pinacoteca. El recorrido por los salones se limitó a leer los carteles informativos. ¿Qué otra cosa podía a hacer?

La revisión de contenidos le llamó la atención porque en un cuadro al óleo se reflejaba una luz sobre el vientre de María Santísima. Este signo lumínico cuestionó a su razón. La reflexión fue unida a la afirmación de los visitantes de haber visto algo en el pozo, cuyo vidrio estaba opaco. La acción sembró una semilla de acercamiento al misterio divino. La incertidumbre de las dudas fue resuelta con más preguntas. Los frailes dominicos celebraron la fiesta a la Virgen Peregrina, lienzo apuñaleado en Rionegro (Santander), 1913. Así se enamoró de aquella advocación martirizada y elegida para ser la Reina de Colombia.

El naciente amor tuvo esperanzas, desvelos y plegarias porque antes de entrar en las aulas de la Mariología dogmática e histórica debía prepararse con el catecismo, la práctica de los sacramentos y estudiar las cartillas del Sistema Integral de Nueva Evangelización (SINE). El tiempo de formación eclesial la mantuvo atenta al servicio de su prójimo.

Y en una de esas correrías de atención al turista se encontró con el cuadro de la Anunciación. El anuncio le indicó un rumbo distinto. La brújula de su catequesis le marcó la ruta de escuchar a los promeseros. Un campesino, repleto de arrugas y acervo, regresó de un rincón de la ignota geografía del país para adquirir el agua del pozo. El buen labriego persignó con el líquido a sus nietos y le pagó una salve a la Virgen. Esa escena costumbrista le movió su corazón hasta combinar el asombro con la incredulidad y la obligatoria investigación. El resultado de la instrucción fue superior.  Desde entonces se dedicó voluntariamente a cuidar a los forasteros cargados de ofrecimientos y dolores. Jenny compartió esa urgente necesidad de comprender un fenómeno de la gracia divina cuyo portento se expresa a través de la Esclava del Señor.

La misión ardua era explicar la escasa biografía de los protagonistas residentes en una encomienda del Nuevo Reino de Granada de 1562 a 1586. Las preguntas capciosas, las dudas maliciosas, la desmemoria temporal y el tumulto de gentes variopintas con afanes mercantilistas (pago y me voy) le complicaron el rato de clase. Tuvo que acudir a la sapiencia académica de fray Luis Téllez, O.P., y de sus textos auténticos sobre un milagro vigente. La devoción le invitó a complementar la tesis con la lectura de cierta cantidad de páginas desconocidas para el público.

El movimiento se volvió agotador y complejo.  Debía informar de lo ocurrido en aquella capilla de 1586 a un conglomerado diverso en su erudición. La mayoría de los colombianos ignoraban la extensa crónica sobre las maravillas ocurridas en un pantanoso sitio prehispánico. Allí los jeques muiscas cambiaron sus ritos idolátricos por el Evangelio de Cristo.

Testigo y huella

El ritmo vertiginoso de la romería trajo, por la calzada de antaño, la razón a tantas incógnitas. El jerarca de una familia de agricultores invitó a sus incrédulos bisnietos a vivir un secreto ancestral. Junto a un viejo totumo, enfundado dentro de una mochila de fique y tapa de corcho, les relató la forma correcta de valerse de la antiquísima técnica de la siembra del agua. Jenny dejó sus reparos y comprendió que las leyes de la física, bajo la voluntad del Altísimo y por la intercesión de Nuestra Señora, se rompen. Siete pozos de agua sembrada seguían funcionando en la vieja heredad del venerable anciano, desde el siglo pasado.

Los relatos asombrosos marcaron esos renglones de su vida. Una señora se presentó con una deuda a la Virgen. Su padre tuvo un accidente que le afectó la movilidad de una pierna. Sin recursos médicos no le quedó más remedio que una camándula y la súplica humilde a la Patrona.

El convaleciente le encendió velones blancos en su altar casero a la Virgen, el 9 de julio. Se curó y le encargó a su hija ir a Chiquinquirá a pagar la ofrenda. La demora del después se interpuso entre las buenas intenciones y la fe. El beneficiado enfermó y murió. Esa mujer tardó 35 años en cumplirle la promesa. Ella visitó la iglesia. Llegó movida por el recuerdo de su progenitor, un devoto de Maria de Chiquinquirá, la Madre Dios. Son tantas las emociones vividas a través del testimonio que bien podrían copar los capítulos de varios libros. Suspira y su exposición trae a colación otras declaraciones.

Un viajero argentino, cuya esposa no podía tener hijos, vino a visitar a la Virgen Morena porque quería, sí y sólo sí, que bajo aquella imagen milagrosa se le concediera el don de la maternidad a su consorte. Al año, el matrimonio feliz volvió desde las tierras del sur con su niño para consagrárselo a La Chinca.

La señora Alfonso cerró su lista de conversiones con el caso de un sujeto declarado ateo volteriano y confeso de anticlericalismo. Ese escéptico, al escuchar la salve en el Pozo de la Virgen, cayó llorando al suelo. Y de rodillas regresó al amor de Dios.

Baluarte de paciencia

El oficio de asistir tiene su senda de abrojos. El peregrinaje arrastra a ciertas personas de contradicciones evidentes.  Salen de comulgar en la basílica y pasan a la parroquia a insultarla. ¿Motivo? Porque no sabe dónde está la tumba de María Ramos. Y la querella: ¿por qué tiene lápida con el título de “Sierva de Dios” si la santa madre Iglesia no se lo ha otorgado? (Reclamo justísimo).

Ese inconveniente, de repetidas conductas grotescas, no cesa.

El otro tema del desacierto lo componen algunas empresas promotoras del ecoturismo. Esas instituciones olvidan en sus programas el carácter mariano que identifica a la ciudad. Y, además, surgen los oportunistas de ocasión para diseñar propuestas de formar jóvenes tutores sin haber hecho la primera comunión.

Al final de la conversación, es doña Jenny la que sienta un precedente formal contra el olvido, ese amante de la amnesia nacional.

Los chiquinquireños no queremos apropiarnos de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá renovada. Queremos relegar el legado ancestral. Y lo más grave de esa razón telúrica es pretender rescatar los mitos del Terebinto, pero no la historiografía del santuario. Ella se pregunta, ¿dónde está la identidad de nuestro patrimonio religioso?

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