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Foto: archivo particular |
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Y guardáis las tradiciones con
firmeza, tal como yo os las entregué…” (1Cor 11, 2).
La historia y la tradición oral de Chiquinquirá tienen una voz femenina con
acento a caridad apostólica. La encargada de esa tarea restauradora es Jenny
Madeleine Alfonso Peña, una enamorada de la cultura religiosa de su terruño.
Su oficio de guía, por las sendas de la nacionalidad, empezó en octubre de
2002 cuando venía del desierto de la fe. Era una joven que ignoraba la hagiografía
mística de la Rosa del Cielo, pero el tejido de sus circunstancias y creencias tuvieron
un choque con la realidad. Un día, cuando era estudiante del Servicio Nacional
de Aprendizaje (SENA) en prácticas de secretaria general, cumplió con sus
tareas de pasantía en la Parroquia de La Renovación y ejecutó un trabajo extra.
Fray Aldemar García, O.P., la envió al museo para acompañar a unos
peregrinos. Momento crítico porque no sabía nada de la pinacoteca. El recorrido
por los salones se limitó a leer los carteles informativos. ¿Qué otra cosa
podía a hacer?
La revisión de contenidos le llamó la atención porque en un cuadro al óleo
se reflejaba una luz sobre el vientre de María Santísima. Este signo lumínico
cuestionó a su razón. La reflexión fue unida a la afirmación de los visitantes
de haber visto algo en el pozo, cuyo vidrio estaba opaco. La acción sembró una
semilla de acercamiento al misterio divino. La incertidumbre de las dudas fue
resuelta con más preguntas. Los frailes dominicos celebraron la fiesta a la
Virgen Peregrina, lienzo apuñaleado en Rionegro (Santander), 1913. Así se enamoró
de aquella advocación martirizada y elegida para ser la Reina de Colombia.
El naciente amor tuvo esperanzas, desvelos y plegarias porque antes de
entrar en las aulas de la Mariología dogmática e histórica debía prepararse con
el catecismo, la práctica de los sacramentos y estudiar las cartillas del
Sistema Integral de Nueva Evangelización (SINE). El tiempo de formación
eclesial la mantuvo atenta al servicio de su prójimo.
Y en una de esas correrías de atención al turista se encontró con el cuadro
de la Anunciación. El anuncio le indicó un rumbo distinto. La brújula de su
catequesis le marcó la ruta de escuchar a los promeseros. Un campesino, repleto
de arrugas y acervo, regresó de un rincón de la ignota geografía del país para
adquirir el agua del pozo. El buen labriego persignó con el líquido a sus
nietos y le pagó una salve a la Virgen. Esa escena costumbrista le movió su
corazón hasta combinar el asombro con la incredulidad y la obligatoria
investigación. El resultado de la instrucción fue superior. Desde entonces se dedicó voluntariamente a cuidar
a los forasteros cargados de ofrecimientos y dolores. Jenny compartió esa
urgente necesidad de comprender un fenómeno de la gracia divina cuyo portento
se expresa a través de la Esclava del Señor.
La misión ardua era explicar la escasa biografía de los protagonistas
residentes en una encomienda del Nuevo Reino de Granada de 1562 a 1586. Las
preguntas capciosas, las dudas maliciosas, la desmemoria temporal y el tumulto
de gentes variopintas con afanes mercantilistas (pago y me voy) le complicaron
el rato de clase. Tuvo que acudir a la sapiencia académica de fray Luis Téllez,
O.P., y de sus textos auténticos sobre un milagro vigente. La devoción le invitó
a complementar la tesis con la lectura de cierta cantidad de páginas desconocidas
para el público.
El movimiento se volvió agotador y complejo. Debía informar de lo ocurrido en aquella
capilla de 1586 a un conglomerado diverso en su erudición. La mayoría de los
colombianos ignoraban la extensa crónica sobre las maravillas ocurridas en un
pantanoso sitio prehispánico. Allí los jeques muiscas cambiaron sus ritos
idolátricos por el Evangelio de Cristo.
Testigo y huella
El ritmo vertiginoso de la romería trajo, por la calzada de antaño, la
razón a tantas incógnitas. El jerarca de una familia de agricultores invitó a
sus incrédulos bisnietos a vivir un secreto ancestral. Junto a un viejo totumo,
enfundado dentro de una mochila de fique y tapa de corcho, les relató la forma
correcta de valerse de la antiquísima técnica de la siembra del agua. Jenny dejó
sus reparos y comprendió que las leyes de la física, bajo la voluntad del
Altísimo y por la intercesión de Nuestra Señora, se rompen. Siete pozos de agua
sembrada seguían funcionando en la vieja heredad del venerable anciano, desde
el siglo pasado.
Los relatos asombrosos marcaron esos renglones de su vida. Una señora se
presentó con una deuda a la Virgen. Su padre tuvo un accidente que le afectó la
movilidad de una pierna. Sin recursos médicos no le quedó más remedio que una
camándula y la súplica humilde a la Patrona.
El convaleciente le encendió velones blancos en su altar casero a la
Virgen, el 9 de julio. Se curó y le encargó a su hija ir a Chiquinquirá a pagar
la ofrenda. La demora del después se interpuso entre las buenas intenciones y
la fe. El beneficiado enfermó y murió. Esa mujer tardó 35 años en cumplirle la
promesa. Ella visitó la iglesia. Llegó movida por el recuerdo de su progenitor,
un devoto de Maria de Chiquinquirá, la Madre Dios. Son tantas las emociones
vividas a través del testimonio que bien podrían copar los capítulos de varios
libros. Suspira y su exposición trae a colación otras declaraciones.
Un viajero argentino, cuya esposa no podía tener hijos, vino a visitar a la
Virgen Morena porque quería, sí y sólo sí, que bajo aquella imagen milagrosa se
le concediera el don de la maternidad a su consorte. Al año, el matrimonio
feliz volvió desde las tierras del sur con su niño para consagrárselo a La
Chinca.
La señora Alfonso cerró su lista de conversiones con el caso de un sujeto
declarado ateo volteriano y confeso de anticlericalismo. Ese escéptico, al
escuchar la salve en el Pozo de la Virgen, cayó llorando al suelo. Y de
rodillas regresó al amor de Dios.
Baluarte de paciencia
El oficio de asistir tiene su senda de abrojos. El peregrinaje arrastra a
ciertas personas de contradicciones evidentes. Salen de comulgar en la basílica y pasan a la
parroquia a insultarla. ¿Motivo? Porque no sabe dónde está la tumba de María
Ramos. Y la querella: ¿por qué tiene lápida con el título de “Sierva de Dios”
si la santa madre Iglesia no se lo ha otorgado? (Reclamo justísimo).
Ese inconveniente, de repetidas conductas grotescas, no cesa.
El otro tema del desacierto lo componen algunas empresas promotoras del
ecoturismo. Esas instituciones olvidan en sus programas el carácter mariano que
identifica a la ciudad. Y, además, surgen los oportunistas de ocasión para diseñar
propuestas de formar jóvenes tutores sin haber hecho la primera comunión.
Al final de la conversación, es doña Jenny la que sienta un precedente
formal contra el olvido, ese amante de la amnesia nacional.
Los chiquinquireños no queremos apropiarnos de Nuestra Señora del Rosario
de Chiquinquirá renovada. Queremos relegar el legado ancestral. Y lo más grave
de esa razón telúrica es pretender rescatar los mitos del Terebinto, pero no la
historiografía del santuario. Ella se pregunta, ¿dónde está la identidad de
nuestro patrimonio religioso?
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