Germán Darío Acosta
Rubio. Pbro.
Director Radio María Colombia.
Madre Purísima. Desde todos los lugares de
Colombia venimos peregrinos hasta este vuestro santuario, nuestro santuario
mayor, en el que vuestra presencia se
constituye en motivo de esperanza, en certeza y aliento para la patria que anhela la presencia de vuestro Hijo
como camino único de salvación. Venimos peregrinos como peregrino quiso ser el Hijo, quien por
designio misterioso de amor
emigró desde la
Trinidad Santa y se manifestó a los hombres, revelándonos la plenitud del Padre y la Comunión del Divino
Espíritu. Emigró como Salvador
y Redentor y vino ha habitar entre nosotros para acompañar nuestra propia peregrinación hacia los
bienes definitivos, como Él lo había
previsto desde siempre.
Y se hizo hombre en vos, también peregrina
primera que nos alentáis en el debate
entre el bien y su enemigo, entre los suspiros y los sufrimientos. Peregrina que señaláis la vía de la santidad
auténtica.
Somos peregrinos en
esta noche serena que conmemora el momento único de la renovación de la imagen
de la Virgen
del Rosario de Chiquinquirá, desde la dimensión de la fe. Pasajeros de la vida, sometidos a la
transitoriedad, nómadas en la
dimensión de la historia. Vos bienaventurada Virgen María seguís «presidiendo» al Pueblo de Dios en
marcha al lado de tu Hijo. Vos,
excepcional peregrina de la fe, representáis una referencia constante para la Iglesia , para los
individuos y comunidades, para los pueblos y naciones... para el universo entero.
Sois ya, Madre de Dios, el cumplimiento
escatológico de la Iglesia :
«La Iglesia
ha alcanzado en vos la
perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27). Mientras
frágiles los hombres luchamos aún contra el pecado y no osamos siquiera levantar los entristecidos ojos,
apenados, delante del Padre Dios.
Sólo nos atrevemos a acercarnos a vos Madre que resplandecéis
como modelo de virtudes y aliento en el camino de la conversión.15 Vuestra
peregrinación aunque ya no era necesaria porque fuisteis glorificada junto al Hijo en los cielos,
porque superasteis el umbral entre
la fe y la visión «cara a cara» (1 Cor 13, 12), en este cumplimiento escatológico no dejáis de ser la «Estrella del
mar» (Maris Stella)16 para los que aún seguimos transeúntes, errabundos hijos
desvalidos. Sí. Hoy alzamos la
mirada hacia vos desde los extremos de la amada patria, desde los diversos lugares de la existencia terrena. A vos que
disteis a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), a
vos que cooperáis
incansable con amor materno en la «generación y educación» de la progenie
humana.
«... al llegar la plenitud de
los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de
que sois hijos es que Dios ha enviado
a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 4-6).
Con estas palabras del apóstol Pablo, el
Concilio Vaticano II os enaltece bienaventurada Virgen María;1
En ellas se contiene el significado de vuestra misión... misión que recoge el misterio de Cristo y
el significado de vuestra presencia
activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. Palabras que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del
Hijo, el don del Espíritu, la mujer
de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la «plenitud de los tiempos».2
Juan Pablo II, él peregrino de
estas tierras benditas de Boyacá, todo de María, con dicciones místicas, inspiradas por el Paráclito
Divino en la Encíclica
“Redemptoris Mater” delineaba en
tonos magistrales la profundidad del acontecimiento:
Esta plenitud delimita el momento, fijado
desde la eternidad, en el cual el Padre envió a su Hijo «para que el que crea en Él, no perezca sino que
tenga vida eterna» (Jn 3,
16). Esta plenitud señala el momento feliz en el que «la Palabra que estaba con Dios... se hizo carne, y puso su
morada entre nosotros» (Jn 1,
1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud señala el momento en que el Espíritu Santo, que
ya había infundido la plenitud de gracia en vos, María de Nazaret, plasmó en
vuestro seno virginal la naturaleza humana de Cristo... Esta plenitud definió
el instante en el que, por la entrada del Eterno en el tiempo, el tiempo mismo
era redimido y, llenándose del misterio de Cristo, se convirtiera
definitivamente en «tiempo de salvación». Designaba el comienzo arcano del
camino de la Iglesia.
En la liturgia, en efecto, la Iglesia os saluda María de
Nazaret como a su exordio,3 ya que en la Concepción Inmaculada
ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de
la Pascua y,
sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación os encuentra unidos indisolublemente
a Cristo y a vos: al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el
primer fíat de la
Nueva Alianza , prefigura su condición de esposa y madre.
Vuestra presencia en medio de Israel - tan discreta
que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos - resplandecía
claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida «hija de
Sión» (cf. So 3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico que comprendía la
entera historia de la humanidad.
«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4).
El misterio de vuestra maternidad divina y de
vuestra cooperación a la obra redentora suscita en los creyentes de todos los
tiempos una actitud de alabanza al Salvador hacia vos mujer ínclita que lo
engendraste en el tiempo.
Motivo de amor y gratitud es
vuestra maternidad universal. Al ser elegida como Madre de la humanidad entera,
el Padre celestial quiso revelar la dimensión -por decir así- materna de
vuestra divina ternura y de vuestra solicitud por los hombres de todas las
épocas.
En el Calvario, Jesús, con las
palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,
26-27), os daba ya anticipadamente a los que recibirían la buena nueva de la
salvación. Siguiendo a San Juan, los cristianos os acogeríamos en nuestra
propia vida.
Os veneramos Madre, peregrina hasta la casa de
Isabel y con ella os saludamos: «Bendita
tú entre las mujeres (...). ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas
que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 42. 45). Dejamos resonar en lo íntimo de nosotros
vuestras grandezas, vuestras inspiradas
palabras que plasmaron el cántico del Magníficat: «Desde ahora me felicitarán
todas las generaciones» (Lc 1, 48), expresión de tu grandeza única, grandeza que se proclamará hasta el fin del
mundo.
Nos unimos a las primeras fórmulas de fe y a
San Ignacio de Antioquía (cf. Smirn. 1, 2: SC 10, 155) a
la particular admiración de las primitivas comunidades por vuestra virginidad, íntimamente vinculada al misterio
de la Encarnación.
Os acompañamos en el inicio y hasta el final
de la vida pública de vuestro Hijo, conscientes de la misión a la que fuisteis convocada en la obra de la Redención , con plena dependencia de amor de Cristo.
Exaltada por la gracia de Dios, después de
vuestro Hijo, por encima de todos los ángeles y hombres, como la santa Madre de Dios, que participasteis
de los misterios de
Cristo, sois honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Así os lo reconoce el Concilio Vaticano II (Lumen
gentium, 66).
Entonamos unidos la súplica, la oración
mariana del siglo III «Sub tuum praesidium» -«Bajo vuestro amparo» porque desde los tiempos más
antiguos, sois venerada con el
título de Madre de Dios. Bajo vuestra protección nos acogemos los fieles suplicantes en los
peligros y necesidades» (ib.).
Ante vuestro lienzo que recuerda las catacumbas
de Santa Priscila, desde donde se admira la primera representación de la Virgen con el Niño; ante vuestra figura con Ireneo y Justino os
confesamos como la nueva Eva. No bastaba que Adán fuera rescatado en Cristo, sino que «era justo y
necesario que Eva fuera
restaurada en vos Oh María» (Dem., 33), vos, la mujer que en la obra de salvación disteis fundamento a la
inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que continuará a lo largo de los siglos
cristianos.
Os invocamos «Theotókos», Madre de Dios, Seno
Purísimo, conjunción de la divinidad
y de la humanidad en la única persona Santísima de Cristo, con las antorchas de esta vigilia que recuerdan el
júbilo del pueblo primero en la gloriosa noche de Éfeso en el año 431 y a vos clamamos poderosa
intercesora desde este valle de
lágrimas, en el que huérfanos a menudo sentimos el eco de la confusión herética de quienes se encierran
en el absolutismo de la razón, bajo
el prejuicio kantiano de un dios imposible.
Reafirmamos con el Magisterio de la Iglesia vuestra maternidad
divina. Contemplamos
admirados los misterios de vuestra concepción inmaculada, de vuestra dormición
admirable, de vuestra vida que es escuela de alta y segura espiritualidad.
Cuan admirablemente lejos ha ido Dios, creador
y señor de todas las cosas, en la «revelación de sí mismo» al hombre.147
Cuan claramente ha superado todos los espacios de la infinita «distancia» que separa al creador de la
criatura. Si en sí mismo
permanece inefable e inescrutable, más aún es inefable e inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre por medio de vos, Virgen de Nazaret.
Dichosísimos nos experimentamos porque en Vos,
el sempiterno Dios ha querido llamar
eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4), porque en vos, gentil y humilde El ha predispuesto la
«divinización» del hombre según su condición histórica, de suerte que, después
del pecado, está dispuesto a restablecer con gran precio el designio eterno de
su amor mediante la «humanización» de vuestro Hijo Divino, consubstancial a Él.
Todo lo creado y, más
directamente, el hombre no puede menos de quedar asombrado ante este don, del que ha llegado a ser
partícipe en el Espíritu Santo: «Porque
tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).
En el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, os halláis María, Madre soberana del Redentor, Vos
que habéis sido la primera en experimentar:
«Vos que para asombro de la naturaleza habéis dado el ser humano a tu Creador».
Vuestra virginidad
proclamada por Ireneo y Orígenes, libró de falsos principios, purificó doctrinas gnósticas y
maniqueas. Virgen antes del parto, en el parto y después del parto iluminad las mentes de los hombres, libradnos de las falsedades, de
aquellos que reniegan, de los que pretenden destruir la vida en sus estadios primeros, de los que ignoran los dones escatológicos y con ellos las
cualidades gloriosas de los cuerpos resucitados.
Que vuestra santidad, como dignamente lo
exclama Juan Crisóstomo, nos aliente
en la virtud teologal de la fe, de modo que con vos demos una respuesta libre y responsable al designio al
que Dios nos ha llamado. De nada os hubiera servido dar a luz a Cristo si no hubierais estado
interiormente llena de virtud (Cfr.Com. al Ev. de Sn. Juan, XXI, 3).
Adoramos al Dios Magnífico porque en vos,
Jesucristo cambió la historia. Desde aquel comienzo que se ha revelado en los primeros capítulos del Génesis
hasta el término último,
en la perspectiva del fin del mundo, del que Jesús no nos ha revelado «ni el día ni la hora» (Mt 25,
13). En vos, Jesucristo misericordioso nos acompaña en el cambio incesante y continuo, entre el caer y el
levantarse, entre el hombre del
pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. «Socorre con El al pueblo que sucumbe y lucha por
levantarse».
Acompañad a la humanidad que ha
hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el
campo de la ciencia y de la técnica, que ha llevado a cabo grandes obras en la
vía del progreso y de la civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la
historia. Acompañad siempre el
camino del hombre a través de los diversos acontecimientos históricos, acompañadnos ante el constante desafío a
las conciencias
humanas, un desafío a la conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la vía del «no caer» en los
modos siempre antiguos y siempre nuevos del pecado, y del «levantarse», si
hemos caído.
Bienaventurada Madre de Dios, vos que estáis
profundamente arraigada en la historia
de la humanidad proteged las familias y los pueblos.
“A QUIEN DIOS QUIERE HACER MUY SANTO, LO
VUELVE MUY DEVOTO DE LA
SANTÍSIMA VIRGEN ” (San Alfonso María de Ligorio).
El mundo vive una crisis en la que el
materialismo quiere erigirse como absoluto, como lo concluye Benedicto XVI. En palabras de
Víctor Frankl la humanidad vive una estación carente de sentido. Quienes decimos
creer acompañamos a menudo
nuestra profesión de fe en mayor o menor medida con la vanidad que envilece las buenas obras y les
hace perder su mérito. Con frecuencia los cristianos no somos testimonio porque
nos apropiamos de la gloria de Dios
para nuestros intereses egoístas, causando en un cierto sentido la profanación de lo sagrado en
beneficio propio.
La urgencia entonces es la de hacer conscientes
estas superficialidades infantiles que
denuncian una fe inmadura. Sólo el reconocimiento de nuestro pecado paradójicamente nos hará entender la
urgencia de la gracia divina que nos convence de la necesidad constante de la
presencia de Dios en nuestras vidas.
Este lienzo humilde pareciera expresar el
abandono de los valores trascendentes y es
precisamente por ese abandono que él vuelve a restaurarse, a brillar con la luz sobrenatural como para enseñarnos
que en la Buena Madre se nos da la última esperanza. Sí, porque
siendo Madre de Dios y Madre nuestra,
así constituida en la desolación suprema al pie de la cruz al lado de su Hijo, en su maternidad se nos da el secreto de
la extrema condescendencia Divina que no hiere a su Madre, no la destruye, no
la castiga con nuevos sufrimientos a los
ya padecidos en su ser. Su amor extremo incrementa la maternal solicitud, la universaliza
concediéndole el privilegio de colaborar eficientemente en la salvación de los hijos que a ella se acogen.
Su maternidad se realiza en el
acto mismo del reconocimiento de nuestro total pecado, de la no respuesta equitativa a los talentos
que hemos recibido, de la aceptación
de nuestra debilidad cuando estamos ausentes de Dios y de la gravedad del
orgullo que destruye el mérito de nuestras obras. Se hace cierta cuando aceptamos el efecto desastroso del
primer pecado y de nuestros pecados
cuando suplicamos su ayuda, esperanzados en el amor que ella siente por cada uno de sus hijos. Tal
aceptación significa la confesión de nuestra indigencia sin Dios, del vacío que en María, se hace suyo, un
único vacío, un vacío de
gracia, el vacío que atrae irresistiblemente la presencia de Dios. No sería atrevido concluir que el hombre
y la mujer en María es María viva.
Ella se constituye en causa de salvación; nos quisiera alumbrar como alumbro a su Hijo, nos quisiera donar la
fisonomía de Jesucristo, nos quisiera conceder su perfección, nos quisiera dar su santidad. Es el deseo de
un alumbramiento paradójico desde la total pobreza, desde la absoluta necesidad
de su virtud. Nos quisiera
predisponer para que su hijo Jesucristo pueda habitar en nosotros. En ella la
debilidad es total riqueza. En el aparente descuido de este lienzo que perdió el encanto de su primer color se
recoge el testimonio de nuestras iniquidades sin Dios, y en Ella, en la
comunión de vida con Ella también nosotros podemos renovarnos por la acción
sobrenatural del resplandor del
Espíritu, capaz de generar desde Ella un camino de santidad que evite todo orgullo de perfección; un camino de
santidad posible aún para los más
pecadores, para los miserables como el publicano, la adúltera, como la pecadora arrepentida, como los leprosos, como
nosotros mismos. Ella nos inspira
en su sentida confianza. Como Ella, desde Ella, en comunión con Ella, en la infinita misericordia de su Hijo.
En Ella y por nuestra pequeñez, el acto
redentor de Cristo se hace eficaz. Podemos partir desde este Santuario no solo con el recuerdo de una
noche evocadora, inolvidable, sino en comunión de amor con la Madre , y de tal manera que nos iremos MARÍA
VIVA, constituidos santuario renovado de su presencia por los
distintos caminos, guiados por quien es la Inmaculada Concepción eterna del Padre y del Hijo y esposo de la Inmaculada Concepción
terrena, el Divino Espíritu, como grito de esperanza para una humanidad abandonada, sin
ilusiones, sin propósitos; grito de certeza de la misericordia de Dios en Ella. Surgirá de ese modo
desde el corazón de la histórica Chiquinquirá, no sólo una devoción sino el
novedoso camino de santidad
desde María, una moderna propuesta de santidad desde la Via Marie que en
definitiva es la vía, el camino de santidad de su propio Hijo Jesucristo.
Peregrinos somos en la noche
clara, conmovida, adornada de luceros, de plegarias, de serenatas, ante la rústica tela de algodón de
procedencia indígena, con sabor
de ancestros, con reminiscencias de abuelos promeseros que dejaban escapar ecos, rumores quedos,
sones de tiples, de maracas, de alegres comparsas y de recuerdos, de memorias, de leyendas, con trajes
de galas, sombreros,
ruanas y pañolones, canastos, amasijos y presentes, con guabinas y cantos y con el desgranar de las
mazorcas que servían de cuentas de Ave Marías. Lienzo que es vestigio de la
historia de la Antioquia
grande, de los sonidos
silenciosos en el pentagrama celestial de los paramos del Altiplano, del eco de los vientos que silban entre las
arrugadas montañas de los Santanderes,
de las cálidas costas y sus mares, de los Valles del paraíso que guardan los amores secretos de Efraín y de
María, de los verdes territorios nacionales que alimentan las esperanzas. Lienzo que recogéis los
vestigios de sandalias campesinas con sabor de pobreza franciscana, hechas del
fique quejumbroso de sus
veredas; de rosarios sagrados en las manos sabias de los celosos custodios Dominicos, predicadores
insignes de los encantos de la Madre , de ojos conmovidos y llorosos en sus promesas, en
sus añoranzas; en devotos ante el
altar con ofrendas de flores que se abrían desde las macetas de encallecidas manos de labriegos inmortales,
de matices infinitos que se agregaban a la
inspiración del pintor español de Narváez, a su arte, a la imagen bendita de la Virgen del
Rosario. De hombres duros y de mujeres sensibles que se inclinaban reverentes ante el milagro que comenzó a plasmarse en su paleta de colores al temple,
de pigmentos naturales tomados de
la composición mineral del paisaje boyacense, de aromas únicos y del zumo de hierbas medicinales de las abuelas de esta
región santa y escogida. Lloraban
contritos ante el lienzo de la
Buena Madre y presentaban la prole, la cosecha, las eras a la que acompañada San
Antonio de Padua y de San Andrés Apóstol,
era capaz de calmar sus cuitas, de arrancar el don de los hijos, de exorcizar las tierras, de guardar las
comarcas y de prolongar la historia
sagrada de una Colombia que una vez fue serena, y que ahora retorna arrepentida.
Venimos también nosotros, postmodernos en vilo
ante la capilla de techo de paja,
ante la pintura pobre, desteñida, como desteñida esta el alma de esta Colombia ensombrecida y casi yerta, casi
imposible de reconocer,... casi imposible de reconocer lo que había sido pintado en ella. Y como en
1577, queremos con
delicadeza suma recoger la deteriorada imagen, adornada de tristezas, de
vanidades, de soberbias mezquinas, de injusticias, para llevarte al altar de la patria, al altar de las
esperanzas, aquí en la tierra de Julio Flórez, en el valle sereno de Chiquinquirá, al oratorio
familiar con sabor a claustro contemplativo
hecho de caminos reales de plegarias y del sonar de las campanas.
Con María Ramos, piadosa sevillana, depositamos
recogidos, arrepentidos, en la
modesta capilla de nuestras existencias, el borroso lienzo de nuestras nadas de pecado que vienen a unirse a vuestra nada
de humildad extrema. Y en el efecto de vuestra maternidad queremos hoy recobrar
el prodigio, como ese 26, el
color, el brillo original que cierre los rasguños y agujeros del sofisma, de la
cultura de la muerte, de la
ominosa indiferencia, que ilumine de luz y color la tela sagrada de nuestras existencias, la tela
que es icono, secreto, poder único capaz de salvar a la entera humanidad.
Venid Virgen del Rosario, ocupad
el centro de la cotidianidad, mostradnos al Niño casi desnudo que lleváis en vuestros brazos. Que vuestra imagen
serena y vuestra delicada sonrisa irradie de dulzura, enternezca los corazones
fríos. Que vuestro rostro
bellísimo en su palidez augusta, libere la mano del niño para que el ave del
Espíritu rompa el cordel y vuele por los espacios de la nación y se lleve en su pico la corona del
Rosario, para que seamos un poco más buenos, un poco más santos.
Luna resplandeciente, mujer vestida de sol,
proseguid en vuestro caminar al lado nuestro, dadnos vuestra toca blanca de pureza, el arma invencible
del proto-evangelio
aromado en pétalos de rosas, vuestra dignidad de hija, de reina, vuestro cetro de humildad y de grandeza,
regaladnos una de tus coronas y
aún entre los vestigios del deterioro y del tiempo, dadnos las huellas de vuestra pobreza, sobre las imprecisas...
borrosas huellas de nuestra humanidad
que a vuestro lado asumen un relieve, una profundidad, un decoro celestiales.
Los veintisiete escudos, vuestras
condecoraciones, ejército en batalla, os permitan la autoridad, la potencia de
vuestras delicadas plantas, capaces en su delicadeza de pisotear la cabeza del dragón de la violencia, del
olvido; la serpiente de la
vanidad, del engaño que como tela de araña nos embota hasta la muerte. Virgen en las semicircunferencias
de plata, insigne ciudadana de Colombia,
primera dama, Hija de Dios y de nuestro pueblo entrañablemente amada, vigía
serena en vuestros más de cuatrocientos años de prodigios y de gracias desde el humus de este suelo que nos
vio nacer.
Patrona de Colombia desde 1829. Venid
“chinita”, bajad hoy desde vuestro trono, venid a compartir las inquietudes de
vuestro pueblo, tomad vuestra propiedad
porque sois la dueña de nuestros corazones.
«Salve, Madre soberana del
Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar; socorred al pueblo que sucumbe y
lucha por levantarse, Vos que para asombro de la naturaleza habéis dado el ser humano a vuestro Creador».
La memoria del Papa venido desde lejos,
infatigable caminante, Pastor eximio que superó las distancias y arribó a este santo altar; os veneró y en
su gravedad sencilla y santa os suplicó por el bien de Colombia y nos dejó inmortal el eco de su voz que resuena profunda,
serena y ungida:
Oh Virgen, bella flor de nuestra tierra,
envuelta en luz del patrio pabellón, vos sois nuestra gloría y fortaleza, madre nuestra y de Dios.
En burda tela avivas vuestra figura con
resplandor de lumbre celestial, dando a vuestros hijos la graciosa prenda de la vida inmortal.
Orna vuestras sienes singular corona de gemas
que ofreciera la nación, símbolo fiel del
entrañable afecto y del filial amor.
A vos os cantan armoniosas voces y os aclaman
por Reina nacional y el pueblo entero
jubiloso ofrenda el don de su piedad.
Furiosas olas a la pobre nave contra escollos
pretenden azotar; vuestro cetro extiende y bondadosa calma las olas de la mar.
Brote la tierra perfumadas flores que rindan
culto a vuestro sagrado altar; prodiga
siempre a la querida patria los dones de la paz.
A vos, Jesús, el Rey de las naciones, a quien
proclama el corazón por Rey, y al Padre, Padre y al Espíritu se rinda gloria, honor y poder. Amén.
Reina y Madre de Colombia, os corona nuestro
amor; Virgen Santa del Rosario, protege al pueblo y nación.
El santuario provinciano redunda en gracia y
piedad, es centro de romerías, centro
de culto filial.
Dichosa la tierra amada que goza de vuestro
favor, irradia, Madre, en vuestros hijos de vuestra imagen el fulgor.
Concurre el fiel a vuestro templo para ofrecer
su oblación.
Gloria a vos, Jesús, nacido de la Madre virginal; al Espíritu
y al Padre se rinda gloria inmortal.
Amén
Virgen de la esperanza Madre de los pobres, Señora de los que peregrinan, óyenos!
Hoy os pedimos por América Latina, el continente que vos visitáis con los pies descalzos, ofreciéndole
la riqueza, del Niño que aprietas en vuestros brazos: un Niño frágil, que nos hace fuertes; un Niño pobre, que nos hace ricos; un Niño esclavo, que nos hace libres.
Virgen de la esperanza: Virgen del Rosario,
Colombia despierta.
Sobre sus cerros despunta la luz
de una mañana nueva.
Es el día de la salvación que se acerca.
Sobre los pueblos
que marchaban en tinieblas,
ha brillado una gran luz.
Esa luz es el Señor que vos nos disteis,
hace mucho, en Belén, a medianoche.
Queremos caminar en la esperanza.
Madre de los pobres:
hay mucha miseria entre nosotros.
Falta el pan material en muchas casas.
Falta el pan de la verdad en muchas mentes.
Falta el pan del amor en muchos hombres.
Falta el Pan del Señor en muchos pueblos.
Vos conocéis la pobreza y la vivisteis.
Dadnos alma de pobres para ser felices.
Aliviad la miseria de los cuerpos
y arranca del corazón de tantos hombres
el egoísmo que empobrece.
Señora de los que peregrinan:
somos el pueblo de Dios,
en estos suelos.
Somos la Iglesia
que peregrina hacia la Pascua.
Que los Obispos
tengan un corazón de padre.
Que los sacerdotes
sean amigos de Dios para los hombres.
Que los religiosos
muestren la alegría anticipada
del Reino de los Cielos.
Que los laicos, sean ante el mundo,
testigos del Señor resucitado.
Y que caminemos
juntos con todos los hombres
compartiendo sus angustias y esperanzas.
Que los pueblos de América Latina
vayan avanzando hacia el progreso
por los caminos de la paz y la justicia.
Nuestra Señora del Rosario:
iluminad nuestra esperanza,
aliviad nuestra pobreza,
peregrinad con nosotros
hacia el Padre. Así sea.
Tomado de la Revista Regina Mundi, nro 51
No hay comentarios:
Publicar un comentario