Tierra de María, cuna de promeseros. Foto. JRCR. |
Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
Chiquinquirá,
la Villa de los
Milagros, no ostenta ese título como parte de un arrebato delirante de la dulce
métrica de sus poetas. Es una realidad que asombra por la plenitud de su
misterio.
El
baldaquino de Nuestra Señora ha sido regado con lágrimas de gratitud. Es la
cuota de alegría dejada por los promeseros ante la gracia concedida por Dios
porque Él se complace en la eternidad de su misericordia.
Si
los ángeles recogieran ese llanto feliz, a los pies de la Santísima Virgen
habría un río de lirios para regar ese hermoso valle, pero el viento del
regreso seca pronto el irrigar del romero. El olvido feroz vuelve a ocupar su
lugar en la desmemoria raizal para edificar un monumento a su habitual amnesia.
¿Qué
pasó con la virtud del agradecimiento, poderoso amor de los abuelos? La
urgencia hace fácil rogar a la Madre Intercesora. La plenitud del don concedido
pareciera que no dejara espacio para predicar, publicar y gritar: “Milagro”
como lo hizo la lavandera María Cárdenas en Maracaibo (Venezuela) ante la
imagen renovada de la Virgen
de Chiquinquirá (1709).
La
comparación duele, pero la porteña capital tiene un registro mundial de más de
5.000 canciones compuestas en honor de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá, su querida Chinita. Cifra que contrasta terrible con las
composiciones de su terruño donde no llegan a la decena. Ellos, los
maracaiberos, sí pudieron llevar por el mundo su devoción y su cariño. Tarea
que le correspondía a Colombia, pero ella delegó su función, de bendita elegida,
en el vecino de Oriente.
¿Los
colombianos elocuentes no hablan de los dones recibidos? ¿La gramática muisca escandaliza
por no ser parte de las lenguas romances? ¿Da vergüenza no hablar portugués o
francés para narrar los signos extraordinarios que ocurren en
Xequenquira?
¿Será
que nadie lee las declaraciones consignadas en los libros del Pozo de la Virgen ? El fenómeno puede
ser producto de la desaparición del periódico Veritas, órgano de información, donde los mayores dejaron sus sollozos
de reconocimiento convertidos en testigos de tinta.
Los
miles de figuras de cera, que llevan los ex votos para certificar el prodigio,
no bastan para vociferar a los cuatro vientos de la historia que el Sagrado
Corazón de Jesús vive en la casa de María de Chiquinquirá.
Las
muestras de agradecimiento, multiplicadas por los siglos de la romería, son
insuficientes para desarticular esa mudez que aniquila la nacionalidad, su
identidad y su cultura.
El
asunto de esta protesta editorial es triste por su indiferencia. Aún llegan los
ecos de ingratitud a estás páginas: “Le debo un favorcito a la Virgencita de Chiquinquirá,
pero da pena contarlo porque no me creen”. La cita se cierra con esa risita
socarrona que intenta borrar la falta, logro superior del folclorismo.
En
unos días se celebrará el nonagésimo octavo aniversario de la coronación de la Patrona como Reina de
Colombia. Ya se asoma en el horizonte del festejo el centenario de su realeza
(1919) y la publicidad mediática hace mutis por el foro.
Ojalá
la Colombia
de varones ilustres sacuda su capacidad para empequeñecer su grandeza con el
mutismo. Eso no es sinónimo de modestia sino de subdesarrollo.
Señor
peregrino, por caridad, no regrese de los brazos marianos de Jesús de
Chiquinquirá sin cumplir con una elemental cortesía: “Vuelve a casa y cuenta lo que Dios ha
hecho por ti”. (Lucas 8, 39).
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