Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
Los
caminos de Güicán de la Sierra
escuchan de madrugada el trasegar de la esperanza, bañada en ángelus y
jaculatorias. Es el reloj de la
historia que marcó la hora del retorno a la tradición. Una familia soltó el
azadón y levantó los corotos para emprender la travesía del páramo guiada por
una anciana nonagenaria de paso ágil y fe de carbonero.
Atrás,
en el rancho, la algazara matutina equivalía a la partida.
La
enseñanza de sus mayores seguía vigente. La venerable anciana los invitó a
visitar a la Señorita
en su casa de Chiquinquirá para llevarle sus mandas. Era la inmensidad de un
cariño represado que muchas veces se desbordaba por sus ojos para refrescar una
sonrisa de alegría.
La
memoria de doña Gracia de la
Encarnación viuda de Cocunubo guardó los relatos tejidos por
la oralidad campesina en el telar del
coplerío. Su voz trasportó a sus tataranietos a la época en que sus antepasados
muiscas escuchaban a doña María Ramos hablar, con su acento sevillano, de la Rosa del Cielo. Los indígenas
ladinos entendieron bien pronto el fenómeno sobrenatural ocurrido en la capilla
de los Aposentos de Chiquinquirá. Los niños, de oídos y almas receptoras,
aunque atentos y pegados a sus faldas no comprendían cómo una pintura tan fea
pudiera hacer prodigios.
-¿Acaso
un cuadro puede curar a los tullidos?, preguntó el pequeño Romualdo con cierta
ironía propia de la escuela primaria. La mordacidad estaba sustentada por el
recién llegado computador personal al
recinto escolar. En aquellos parajes, la tecnología insistía en desplazar a la
religión católica.
No
contento con su cuestionamiento prosiguió con su infantil perorata. La
profesora le enseñó que ya no existen los romeros. Ahora manda la fibra óptica.
Por eso, la misa de Chiquinquirá la pasan por televisión los domingos.
La
paciencia bondadosa de la relatora lo miró tiernamente y le pidió que se
concentrara en el paso de la mula recién herrada. Las cabezas de los clavos y
las herraduras sacaban unas chispas azules del empedrado. Es la melodía del
trajín que sigue intacta entre el tiempo del adviento y la Navidad. Nada la
cambió, le explicó. El sonido de la ruta
les trajo los ecos de una muchedumbre que pasó agitada durante 430 diciembres
para cumplirle una cita a la Virgencita
Morena.
El
rastrillar cadencioso de los cascos del mular no trajo la respuesta y antes de
que el pequeñuelo volviera a hablar la
“Lita” o en el diminutivo espontáneo del chicuelo le resolvió el enigma.
Mi
mama contaba que cuando ella estaba volantona, un curita de la religión de
Santo Domingo le explicó lo que pasó en la finca de la señora Catalina. En el
cuadro renovado vive Nuestra Señora, humilde y pobre. Es el pesebre que Dios en
su infinita bondad les regaló a sus
mayores para que fueran a visitar al Redentor del mundo en los brazos de la Santísima Virgen
María, su madre.
Luego
la parcela de la encomienda se convirtió en aldea. El caserío creció hasta ser
una ciudad cuyo corazón es tan famoso que lo llamaron la Villa de los Milagros.
“Yo
conocí a muchos lisiados y descuajados que fueron curados por la Virgen de Chiquinquirá”.
Los traían en un guando y se les dejaban a la mera piedad de un padrenuestro.
La mayoría no alcanzaba a entrar en la iglesia pues la montonera no cabía en la Plaza de la Concepción ni en la de
abajo. La gente acampaba en los potreros aledaños. Los enfermos se persignaban
cuando veían la cúpula de la basílica…
Los
más enclenques esperaban su turno durante horas para poder cumplir la promesa
frente al altar. Las muletas caían al piso. Y ahí era la gritería y el
desparpajo porque un pasaje del Evangelio de Lucas, ante el lienzo milagroso,
cobraba vida en cada palabra.
“…Los envió a decir al
Señor: ‘¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?’
Cuando se presentaron ante él, le dijeron: ‘Juan el Bautista nos envía a preguntarte: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?’.
En esa ocasión, Jesús curó mucha gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió la vista a muchos ciegos.
Entonces respondió a los enviados: ‘Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan,
¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!” (Lucas 7, 19-23). El tataranieto, iluminado por la luz de la escritura, pudo comprender sin dudas la razón de los sucesos que siguen ocurriendo en aquel santuario mariano porque la misericordia del Altísimo es eterna.
La
travesía continuó en un silencio respetuoso. Cerca de Sutamarchán volvieron a
coger alientos para cuestionar sobre el porqué andar tanto si la mayoría de los
paisanos contrataban buses de turismo. Los más pobres negociaban con el chofer
del camión de la leche para que hiciera el favor de recogerlos en las veredas.
Los
jóvenes mayorcitos tan escépticos a la mística cristiana, pero tan devotos del
mecanismo condicionante de las modas cibernéticas retaban con sus burlas a la
venerable anciana.
Entre
risas y chistes flojos planeaban su destino bajo el trazo pagano de la magia y
la suerte. Dos variables que justifican la ignorancia de los valores inmutables
del cristianismo. La transposmodernidad, inmunizada contra toda conducta de
esfuerzos superiores, vive inclinada ante al ídolo manual, un teléfono
inteligente. El aparato es tan avispado que es capaz de encorvar a la esbelta
figura femenina. La misma que con sus desnudos lideró el Renacimiento.
El
choque generacional no dejó dudas. La
Virgen de Chiquinquirá sí existe porque las aplicaciones que
funcionan dentro de la máquina recogen una parte del legado de la nacionalidad
encarnado en la abuela. Ella, la mujer vigorosa, sabe que pasó de los noventa
años sin necesitar de un GPS para orientarse por las sendas de la fe ni por las
trochas polvorientas del Boyacá heroico.
Al
rato descansó, junto a una gran roca colonizada por el musgo. La generación de
los corcovados se dedicó a realizar comentarios inapropiados porque la señal
telefónica se perdía con frecuencia. Los más ociosos juraban que si seguían a
la pata de la parentela de pronto se ganaban la Lotería del Cauca para
comprar un jeep campero. El vehículo los llevaría por carreteras pavimentadas
hasta la Ciudad
Promesa. Las habladurías fueron verticalmente interrumpidas.
La matrona se persignó junto al fogón de tres piedras, donde los andariegos
calentaron sus fiambres, y escuetamente les recordó: “donde se reza el santo
rosario no falta lo necesario, decían los antiguos”.
El
murmullo celestial bien pronto captó la atención de los 28 integrantes de la
romería que sumaron sus preces al salterio. En el tercer misterio gozoso, el
ritmo delicado de la oración, la fatiga, el estómago repleto de carbohidratos y
cerveza puso a dormir entre el pastizal a la tercera parte de los viajeros. La
función onírica, que tentó con su placer de siesta bucólica a las almas, solo
hizo estragos en los varones veinteañeros. El resto mantuvo la compostura del
peregrinaje que dista mucho del coloquial paseo de olla.
La infancia peregrina de la mano de sus mayores. Foto. Julio Ricardo Castaño R. |
El
sudor empapó los pañuelos de húmedas fatigas. Las cotizas descocidas y las
rodillas laceradas marcaron la llegada hasta el trono de la Patrona. La bella usanza ejerció el sagrado derecho a pervivir. El chino romualdito preguntó: “Lita, qué
milagro hará la Virgencita ”.
La señora sin mirarlo le respondió: “Ya hizo uno que es digno de publicarse en
el Veritas. Todos sus primos apagaron el celular”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario