Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
13
de junio de 1917. Lucía de Jesús Do Santos, en su diálogo con la Bienaventurada Virgen
María en la Cova
de Iría, recibió una profecía que sumergió
a la mariología contemporánea en una desconocida
profundidad del misterio de Cristo: “Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará”.
La frase, con ecos de victoriosa maternidad, encendió una esperanza de
interminables gracias.
El
anuncio, bajo esa preciosa forma, recordó la sublime encarnación del Verbo en
su delicado seno. Allí el primer devoto de María Santísima aprendió a embriagarse
del amor humano. El sentimiento se hizo sangre y la Eucaristía quedó
guardada en la claridad deslumbrada del Tabernáculo del Altísimo. María, madre.
María, sagrario.
El
Corazón Inmaculado de María abrazó el vivaz latido del Sagrado Corazón de
Jesús. El sonido de tan inefable alegría perfumó el milagro de la unión hipostática
de Dios con la naturaleza humana. María,
corredentora.
El
lábaro cruel los aguardaba. La misión traspasaría su alma. María de la Cruz. María de los
Dolores. María de luto. María de la Resurrección. Cristo , el
salvador del hombre, se hizo el Dios del corazón lanceado. La herencia de su
herida se derramó en Fátima.
Nuestra
Señora entregó una cátedra de eternidad. La enseñanza reiteró la absoluta predilección del Creador
por la sensible caridad mariana. Lucía, la pastorcita, acogió el siguiente evangelio:
“…Jesús quiere servirse de ti para
hacerme conocer y amar. Él quiere establecer en el mundo la devoción a mi
Inmaculado Corazón. A quien abrace, le prometo la salvación; y serán amadas de
Dios estas almas, como flores puestas por mí para adornar su trono…”
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