Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
Bogotá tiene bordado el monograma de María en sus alturas. El arte
creador de Dios esculpió las figuras de la Sagrada Familia de
Nazaret sobre una roca del cerro Aguanoso, a la orilla de un abismo. Así
comenzó la historia de la
Virgen de la
Peña y sus vecinos, los precipicios.
¿Cómo ocurrió ese portento que cautivó a los mestizos del Nuevo Reino
de Granada? La respuesta está diseñada por los acontecimientos que serán
iluminados con textos de la Sagrada Escritura porque “…Les
aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras…” (Lucas 19,40).
A esas circunstancias se suman las investigaciones del sacerdote
Ricardo Struve, un alemán protestante convertido al catolicismo. Él probó que
la escultura no era factura del hombre y dejó sus argumentos escritos como
legado a un país sin identidad. Debido a sus esfuerzos se puede rescatar el
testamento de un milagro.
El orfebre andariego
Santafé de Bogotá, 10 de agosto de 1685. El maestro platero Bernardino de León,
residente en San Victorino, después de oír la santa misa en la Iglesia de Santo Domingo
inició el ascenso de los cerros orientales.
La versión de León, recogida en la Historia metódica y compendiosa del origen,
aparición y obras milagrosas de las imágenes de Jesús, María y José de la Peña que se veneran en su
ermita extramuros de la ciudad de Santafé de Bogotá, Provincia de Cundinamarca
en la Nueva Granada
por el padre José Agustín Matallana y publicada en 1815, dice:
“…Tenía el vicio de recorrer los
montes, subir las serranías, penetrar las profundidades y registrar los campos,
con el fin de ver si la fortuna le daba algún tesoro con que salir de sus
miserias; con ese motivo, se sintió varias veces impelido, con muy vehemente
impulso, que a ratos le parecían extraordinarios, de hacer viaje a la serranías
inmediatas”.
La caminata continuó hasta la cúspide de la montaña donde, según
informó, vio un “resplandor muy grande, extraordinario que no era de la luz
natural del día”. En medio de la luminosidad estaban las imágenes de Jesús,
María y José.
La descripción puede traducir el lenguaje de fuego del Espíritu Santo
que en un instante místico talló la piedra con la luz de un signo admirable.
Allí se repitió la gracia de la Anunciación donde dos fuerzas operaron sobre el
ser de la doncella de Nazaret: “…El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra…” (Lucas 1, 35). La
dupla de potencias moldeó a las efigies cuando el “resplandor” tocó a la
sustancia en un acto creativo súbito.
La característica sobrenatural indicó que la escultura no existió antes
de aquel 10 de agosto, día de san Lorenzo mártir. De esa epifanía dio
testimonio Bernardino a los padres jesuitas y a los miembros de su gremio.
La noticia se convirtió en la escena del asombro porque era el
encuentro entre un hombre y la Providencia. La multitud, llevada por la
voracidad de su deliciosa oralidad, relató en los zaguanes: “a Bernardino de
León se le apareció la Virgen ”.
El término “aparición” ratificó que el cincelado no fue labor de unos
temerarios artistas-escaladores a 3.318 m .s.n.m, al corte de un abismo de 400 metros . De lo
contrario, la razón de la época habría hecho del buen Bernardino el hazmerreír
mayor del Reino. Además, respondería en un juicio por sospecha de herejía y
complacencias culposas en el Tribunal de la Inquisición , en
Cartagena de Indias. El santafereño siglo XVII no tenía espacios conceptuales
para edificarle una peana al embuste sin que el pellejo del orate pagara las
consecuencias.
La virtud del acaecimiento le salvó la cabeza y movió a las autoridades
a tomar las medias pertinentes. La expresión vox populi, vox Dei, a la que los oidores y curas no eran muy
obedientes, encontró un adecuado cauce entre la burocracia hispana. La
electrizante circunstancia de la opinión pública invadió a las plazoletas de la
aldea sabanera y sus comarcas.
El episodio, primero en su género, rompió la quietud de la Real Audiencia. La
santa fe de Bogotá no volvería a ser una virtud del catecismo del padre Astete
sino una realidad de vida entre los canteros. La Villa de la Inmaculada Concepción
se vistió de oración, recogimiento y traje de romero.
Las investigaciones eclesiales, guiadas por el rigor del testimonio,
pusieron en funcionamiento el aparato gubernamental para poder verificar el
suceso formidable.
El común siguió gritando “aparición”, concepto asimilable por el sentir
de los feligreses. La idea hizo carrera hasta el presente. La realidad
mariológica, de esa particular manifestación, no se puede catalogar como una
aparición de Nuestra Señora, aunque Ella fuera la protagonista por voluntad del
Señor.
Allá, en los desfiladeros del oriente bogotano, solo ocurrió un
descubrimiento excepcional realizado por de León. El explorador halló las estatuas de la Sagrada Familia
rodeadas de ángeles que no fueron preservados. “…Y cuando Jacob siguió su
camino, los ángeles de Dios le salieron al encuentro…” (Génesis 32, 1).
Él encontró cuatro figuras principales de tamaño natural talladas en
piedra por maestría del Altísimo. El cuadro representa, de izquierda a derecha,
al Arcángel san Miguel que sostiene una custodia, la Santísima Virgen
María con el Niño Jesús en su brazo y a san José que porta una granada (fruto
del granado).
El hallazgo enmarcó una materialidad objetiva irrefutable donde no
quedó espacio para el mito. El vecindario raso adoptó el monumento y se apropió
del terreno porque recordó el pasaje del Evangelio: “…El reino de los cielos es semejante
a un tesoro escondido en el campo…” (Mateo 13,44). Los hijos del despojo vendieron sus aperos para
edificarle un ara a la advocación raizal. Los infortunados siervos de la gleba,
durante 300 años, peregrinaron al santuario de la Virgen de la Peña para atestiguar en favor
de María.
El humilde sudor
El intelecto capitalino no tendrá inconvenientes para imaginar a una
muchedumbre enardecida por comentar la primicia. La tradicional parafernalia,
la fiesta del aspaviento, estalló desparpajada. El bochinche de las comadres
llevó el recado por los corredores de los conventos hasta las butacas de las
chicherías.
Los chinos aguateros y las criadas de Las Nieves seguidos por un
ejército de mequetrefes marrulleros, clérigos azorados y pelafustanes egresados
del hospicio asaltaron las colinas en filas de hormiguero. Los movía el ansia
insaciable de tocar lo que el platero se topó en el alto de un despeñadero.
La sorna a flor de labios, el chascarrillo en la punta de la lengua, la
duda y la envidia tomadas del brazo fueron a estrellarse contra la esencia de
la loma. “…Vinieron, pues, apresuradamente, y hallaron a María
y a José, y al niño acostado en el pesebre…” (Lucas 2,16).
El regreso de la horda de mandaderos mató la duda y abrió la puerta a
la economía de la pobreza. El debate socio religioso se encendió en los salones
y corrillos de la Plaza
Mayor : ¿Quién le edificará un oratorio? ¿Qué dirá ñor cura?
¿Cuántos fuertes donará el rey? ¿Será que los señoritos si suben puallá?
La solución para el vocerío la trajeron los de pata al suelo. Recoger
chamizos del boscaje y levantar un pabellón para proteger las lajas de las
lloviznas paramunas convirtió al pedrusco, en patrimonio telúrico del arrabal.
Nuevamente, unas pajas abrigaron al Salvador del Mundo.
El campesinado ejecutó grandes esfuerzos por mantener una choza donde
orar, en la nubosa cumbre. Abajo, la jerarquía de la Iglesia marchaba con paso
de prudente investigador. Seis meses le costó dar el permiso para acceder sin
cortapisas al empinado rincón. El arzobispo, don Antonio Sanz Lozano, entregó
la licencia para la veneración pública y la autorización para edificar una
capilla decorosa. “…esta piedra que he puesto por señal será casa de
Dios…” (Génesis 22,29).
La fecha del otorgamiento, el domingo de quincuagésima de 1686,
marcaría un derrotero cultural que identificó a la advocación de piedra: Las
escandalosas carnestolendas de la
Peña.
Primera ermita según dibujo del padre Struve |
La primera ermita duró 28 años en pie porque su diseño, de arquitectura
improvisada, no resistió las ventoleras que llegaban del Diego Largo. La
edificación se fue al piso en 1714. El capellán, Dioniso Pérez de Vargas,
financió otra estructura.
El alto precio de las obras contó con un maestro de albañilería cuyo
apellido encajaba entre la argamasa, don Dionisio Peña. El 14 de diciembre de
1715, Pérez de Vargas bendijo la segunda ermita de Nuestra Señora de la Peña. La edificación fue
levantada a cal y canto y cubierta de teja. Costó 3.767 pesos con cinco reales.
La capilla no cumplió su cometido porque en mayo de 1716 la pared del
lado norte se desplomó y despeñó. La emergencia determinó que el capellán
decidiera trasladar todo a un lugar seguro. La resolución implicaba dos
operaciones delicadas y peligrosas. La técnica del proceso asombraría por la
dimensión de lo realizado.
La fase inicial consistió en separar la escultura de la gran roca donde
se encontró. El maestro Luis de Herrera y sus talladores ejecutaron la
cantería, tarea delicada que se ejecutó entre junio y noviembre de 1716. “…Además,
tienes contigo muchos obreros, canteros, albañiles, carpinteros y todo experto
en toda clase de obra…” (1 Crónicas 22, 15).
El cincel de los picapedreros logró separar al ángel san Miguel que fue
instalado en unas andas que sostendrían 25 esforzados cargueros. Sobre la media
noche, del 30 de noviembre de 1716, los jayanes robustos soltaron ese pujido de
esfuerzo que indica el paso de carga.
El peligroso descenso comenzó cuando las antorchas iluminaron a las
tinieblas en un desafió a los vacíos. Las angarillas llevarían al pétreo
querube a una capilla provisional edificada en la explanada del cerro de Los
Laches. “…He aquí, yo enviaré un ángel
delante de ti, para que te guarde en el camino y te traiga al lugar que yo he
preparado…” (Éxodo 23,20).
La creatividad de aquellos técnicos anónimos se unió al esfuerzo
logístico sin precedentes de más de 600 voluntarios entre guías, cordoneros,
faquines, peones, mayordomos, pregoneros, retableros, alarifes, aparejadores y
los gañanes, constructores de un atajo que bordeaba las fosas sin fondo. La
maniobra contó con una coordinación milimétrica que desterró a la macabra
posibilidad del error.
Ante el éxito se interpuso un obstáculo natural invencible para los
recursos disponibles. La planeación olvidó un detalle nimio. Los ingenieros, de
pica y barretón, no midieron el ancho de un punto de la recia trocha por donde
debían pasar las segundas andas con la carga principal. La Virgen , el Niño y san José
no podían ser acarreados porque no cupieron por el apretado sendero. La
cordillera se oponía al movimiento de su travesía. “…Cercó mis caminos con piedra
tajada, torció mis senderos…” (Lamentaciones 3, 9).
Sobre el difícil asunto y su misteriosa solución se le pasa la pluma a
Matallana, citado por Struve, que apoyó con sus estudios la aventura escrita
por un batallón de titanes.
“…Apenas los que rebozaban con
su procesión, habían comenzado a gustar de las delicias de su alegría, cuando
se les convirtió en suspiros, gemidos y llantos: porque a poco trecho se vieron
precisados a poner las andas en la cuchilla y punta de la serranía, mientras se
vencía el grande físico imposible que se les presentó con haber llegado, a poco
trecho de la capilla y casa, a una angostura, bajío y despeñadero que no los
admitía con las andas, ni a lo ancho ni a lo largo, sin conocido peligro de
rodarse o despeñar las efigies, con quién sabe cuanto daño y pesadumbres”. ‘Sin
duda se trata del angostísimo paso al oriente de las piedras grandes que sirven
de mojones en las escrituras modernas, y
se divisan fácilmente, desde la plazuela de la Peña , al norte de la nueva
ermita’.
“Ya no valen fuerzas ni cabazones: nada sirven las barras y palas;
inútiles son los senderos compuestos, se frustraron los proyectos y se
perdieron los costos; se acabó el regocijo, llegó ya el luto: ya resuena el
llanto, ya se perciben los ayes. Y ya vuelan por el aire los descompasados
gritos y mal entonadas voces: ¿qué hacemos? El capellán los consuela, los
sacerdotes les dan esperanzas, unos a otros se animan: y sin tener recurso en
lo humano, se dirigen con viva fe y
cierta confianza a las imágenes, y según la distancia de cada uno y proporción
en que se hallaban, de rodillas unos,
inclinados otros, y con lágrimas por las mejillas, pidieron
tiernísimamente a Nuestra Señora que lo sacara de tan penoso y amargo lance. En
medio de tan humildes deprecaciones y tan fervorosos clamores, mediante la
voluntad divina, de tantos modos manifestada, fueron oídas las oraciones de
aquellos afligidos fieles que de ningún modo encontraban remedio. Cuando menos
lo pensaban, de improviso, sin advertirlo, sin ver mutación, ni movimiento
alguno, ni señal con que poder conocerlo, advirtieron que las andas no estaban
en el picacho primero, sino pasado el bajío o abra de los cerros, en el
pináculo, y cima de la otra peña, en el principio de la cuchilla, y en el mismo
camino, sin daño ni perjuicio alguno de los circunstantes, y en tal manera que
fuera de estar firme, quedó en tal
proporción que no causase trabajo ni riesgo el nuevo carguió. Con tan estupendo
prodigio y extraña novedad, se enternecieron más los fieles, se confirmaron más
en la voluntada divina, se llenaron de un grande pasmo, y con santa alegría e
innegable regocijo daban gracias a Dios y hacían retumbar las concavidad de los
cerros, y resonaban por los aires los dulces cánticos y bien acompasados voces
de Ave María, dándose unos a otros, los parabienes, y contando a los que, con
continuación, iban llegando el milagro o maravilla que habían experimentado,
con que de nuevo se renovaba el gozo que los primeros habían tenido”.
‘Todo el camino de la bajada es difícil, angosto y
accidentado. Pero aquella parte, a poco trecho de la capilla, casi entre los
dos cerros, donde se interponen aquellas rocas enormes, estrechando el sendero,
frente y al borde de un profundo abismo, a unos 50 cms., mientras las andas con
la piedra encima tenían un ancho mínimo de 1 1/2 ms., estuvieran paradas en las
andas o acostadas, es imposible de pasar. Por la estrechez debía quedar todo el
peso enorme de las andas sobre los hombros de unos muy pocos cargueros
delanteros y traseros, porque laterales no cabían, los unos no, por las altas
rocas, a la izquierda (2 ms), los otros no, por el abismo a la derecha.
Tuvieron que asentar las andas acá de la estrechez o angostura, en el suelo.
Les quedaba como único medio de transporte, completamente inútil, el deseo de
que las imágenes ya hubiesen pasado la angostura, a no ser que la oración
consiguiera el portentoso milagro que, en efecto, consiguió. Se trata, pues, de
un auténtico milagro, y al incrédulo no le queda otro recurso que el de hacerse
unas andas de 1 1/2 ms de ancho, cargarlas con cincuenta arrobas de peso (1.250 libras ) y tratar
de repetir la hazaña; sin el mismo remedio del milagro no hay modo, en lo
humano, de pasar las andas allí. Al lado occidental de aquellas rocas se abre
el abismo que se ve desde la
Peña. Por encima de las rocas, irregulares, resbalosas y
altas, tampoco pudo pasar el peso de las imágenes. En nuestras más de
doscientas subidas a la
Peña Vieja , muchas veces hemos investigado aquella parte y
escudriñado sus faldas, abismos, senderos y posibilidades eventuales de tales,
y no hemos podido encontrar ningún otro paso para las sagradas imágenes, para
hacer su descenso. Alabemos, con el doctor Matallana, la voluntad divina y la
bondad de Nuestra Señora: la prueba del milagro está aquí abajo, en el
santuario, porque llegaron ilesas las sagradas imágenes a su nuevo albergue’.
(Cf. Ricardo Struve Haker. El Santuario
Nacional de Nuestra Señora de la Peña. Imprenta Nacional de Colombia. Bogotá, 1955. Págs. 62-64).
Los ajoberos, agobiados por el peso lacerante, llegaron al punto
señalado para depositar su hazaña dentro de una capilla de paja. Al otro día,
dos de diciembre de 1716, se ofició la santa misa. “…Y bajó con ellos, y vino a
Nazaret, y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su
corazón…” (Lucas 2,51).
Las razones fidedignas de la sacra circunstancia permitieron que en
enero de 1717 se aprobara la
Cofradía de Nuestra Señora de la Peña. El 18 de enero de
1717 se abrió el libro y la entidad recibió la aprobación eclesiástica que dio
origen a la Santa
Hermandad de los Cofrades de la Santísima Virgen
de la Peña.
Los asociados bien pronto testificaron sobre los prodigios recibidos
que fueron consignados en el libro de Juan Agustín Matallana, Historia metódica. “…Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y
haberlas revelado a los pequeños...”
(Mateo 11,25).
Esa, la generación privilegiada, por ser testigo de excepción,
construyó el tercer templo. El folio cuatro del libro de la cofradía dice: “…Se
acabó esta iglesia de Nuestra Señora de la Peña para gloria de Dios y bien de las almas…”
(12 de febrero de 1722).
Seis décadas después de lo escrito por Struve (2014), este cronista
estuvo explorando esos parajes ariscos. Encontró rumbeando que el sitio sufrió el rigor del abandono, los
temblores y la reforestación. La reparación de la ermita vieja, con helipuerto
incluido (1985), modificó el paisaje hasta desaparecer el rastro por donde
bajaron las imágenes. En la zona aún perviven las ruinas de la capilla
levantada por Struve (1946) sobre los ladrillos de 1715. Los muros siguen
firmes a pesar del criminal saqueo. La inmensidad vigente de los temibles
escarpados despejan, con vértigo, las dudas de cualquier recelo objetivo.
En un día despejado, la pieza sobreviviente se observa desde Torca,
Chapinero, Engativá, Fontibón, Techo y Tunjuelo. Está detrás de una cruz de
hierro. Ese faro ilumina la ceguera de la urbe que le dio la espalda al canto
marial.
Aquí finaliza el principio de una hagiografía olvidada por Bogotá. El
segmento abarca desde el 10 de agosto de 1685 hasta el 12 de febrero de 1722.
Esa es la fecha de inauguración del actual templo, declarado Monumento Nacional
por el decreto 1584 del 11 de agosto de 1975.
Pero falta un detalle que no se puede pasar por alto.
Terror y confesión
La generación santafereña, que narró el encuentro de la Virgen de la Peña , fue doblegada por la
rareza conocida como “El Ruido”.
El ruido inexplicable aterrorizó a la población. El hecho ocurrió el
domingo 9 de marzo de 1687 sobre las 10 de la noche. Solo 17 meses después de
la algarabía de la Peña
a la que alcurnia criolla ni se dio por enterada…
Una barahúnda nunca escuchada los despertó de su letargo espiritual.
Los altos decibles se combinaron con el testimonio del provisor del arzobispado
que sintió el hedor de azufre, material del demonio según los entendidos de la
época…
La gente aterrada acudió a las iglesias en busca de refugio, algunas en
pelota. “…porque así dice Jehová: Hemos oído el ruido de un
terror pánico; hay alarma, y no paz alguna…” (Jeremías 30, 5).
Una pregunta quedó flotando en el pestilente ambiente: ¿El Ruido fue una consecuencia por rechazar al Salvador
ofrecido por las manos de María de la
Peña ? No quieren escuchar al Verbo de Dios, pues oigan el
sonido del infierno…
El ruidoso caso quedó registrado por el padre Pedro de Mercado S.J.,
(1691) de quien tomó los datos José Cassani, S.J., en su libro Historia de la provincia de la Compañía de Jesús del
Nuevo Reyno de Granada en la
América (1741). El jesuita le achacó la culpa de la
perturbación a un terremoto ocurrido en la lejana Lima (Perú). La justificación
hizo carrera y llegó hasta finales del siglo XX. Alfredo Iriarte relató lo
mismo en su obra Sucedió en una calle
(1996). Ver capítulo VI: “estruendo subterráneo en Santafé”.
Lo que olvidaron investigar los relatores de la catástrofe y sus
literarias explicaciones fueron los sismos de Lima en 1687. A saber: 30 de enero,
31 de marzo. En abril, 8, 9, 13 y 16 y
el del 20 de octubre con maremoto incluido que arrasó las ruinas.
Ninguno coincide con la fecha del 9 de marzo y como no
se puede seguir repitiendo lo mismo: “El terremoto rugió en Bogotá y se sacudió
en Lima, 20 días después”. Pues Lima estaba a casi 3.000 kilómetros a
lomo de mula de aquella bulla.
El arcano siguió dentro de la oralidad. No se explicaba el por qué un
pasado sismo limeño tenía a los descendientes de la progenie de la Peña , más de un siglo después, en diálogo de la memoria con
la biografía de su viejos.
Algo tenebroso aterrorizó a la ciudad de forma irrepetible en su pavor.
Tanto que 108 años después, el Papel
Periódico de Santafé de Bogotá en su edición del 13 de febrero de 1795 y
siguientes seguía comentando el asunto
porque los nietos de la incredulidad repetían lo que les contaron sus mayores. “…Desde
aquella noche empezaron las confesiones, porque todos, y cada uno temía le
faltase tiempo para reconciliarse con Dios; y aquella imaginación, de que era
llegado el último día de los mortales, les ocupó dichosamente los corazones,
con tal vehemencia, que si bien pasado aquel cuarto de hora del susto, se
serenó enteramente el tiempo no las conciencias, pues por la multitud de gente,
duraron más de ocho días las confesiones, que las más fueron generales,
restituyendo honras, haciendas, y famas: revalidándose matrimonios, y
ejecutándose otros actos de virtud a que había obligación, o con los cuales se evitaban
escándalos; y al fin, como tembló la ciudad, con la fortuna de no haberse
hundido, se halló en pocos días enteramente mudada en costumbres, y en
religión.
Hoy en día hay tierna memoria de
este caso, celebrándose aniversario en varias iglesias el mismo día nueve de
marzo, en que se descubre el Santísimo Sacramento al fin de la tarde, y está
expuesto hasta las diez de la noche, que fue la hora del susto…” Anotó don Manuel del Socorro Rodríguez editor
del periódico y padre del periodismo colombiano.
Los abuelos cachacos usaban la expresión: “eso fue en el tiempo del
ruido” para referirse a algo del pasado. A lo cual se puede agregar que Nuestra
Señora de la Peña
es tan tradicionalmente bogotana que estuvo antes de El Ruido”.
Superado el bache del detallito, la mariofanía, única en su especie,
requiere para su debida compresión de tres requisitos, sine qua non, para poder usar la semántica de la palabra grandeza
en su totalidad contemplativa.
El primero es la lectura del libro El
Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Peña (1955). El segundo consiste en visitar a
Nuestra Señora de la Peña. El
tercero requiere el ascenso pedestre al lugar donde están los vestigios de la
ermita vieja.
El sermón de María de la Montaña
La plática requiere de una recopilación que enlace la situación
taumatúrgica con la realidad bíblica.
La escultura de Nuestra Señora de la Peña representa la continuación del misterio de
la presentación del Niño Jesús. Esta vez el templo fue Bogotá. “…Y
cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, conforme a la ley de
Moisés, le trajeron a Jerusalén para presentarle al Señor…” (Lucas 2, 22).
Los aborígenes, guiados por los frailes, fueron a adorar el Niño en el
filo del abrupto risco. A ellos se sumó la masa de los desamparados del sistema
de encomiendas, resguardos y demás modelos de sometimiento. La cruz de Cristo
les enseñó la puerta de la liberación. “…Él
la ha cimentado sobre el monte santo…” (Salmo 86).
La tristeza de la raza vencida respondió alegre al llamado de aquel
sermón del monte. Ellos entendieron, con sencillez pastoril, el motivo de la
invitación eucarística. Ellos edificaron el primer templo. Sus manos
encallecidas rompieron las lomas y trazaron una senda para que sus patrones
subieran. La desilusión fue grande. El notablato no compartió sus devociones.
La gentuza, tenía la mancha de la tierra, que separaba a las personas de ruana
de las de jubón.
No bastó el grito persistente del salmista de: “venid
aclamemos al Señor, demos vítores a la
Roca que nos salva entremos a su presencia dándole gracias
aclamándolo con cantos.
Porque el Señor es un Dios grande, soberano de todos
los dioses; tiene en sus manos las simas de la tierra, son suyas las cumbres de
los montes…” (Salmo 95 1,4).
Las familias de rancia alcurnia cerraron sus oídos al llamado. Las
excusas, como un tributo a la mentira, se inocularon en la heráldica. “…aquella
generación me repudió y dije: es un pueblo de corazón extraviado…” (Salmo
95,10).
La ermita se desplomó, la derribó la tristeza decepcionante. Los amos
no aceptaron el regalo del cielo porque no se iban a juntar con esa chusma
fanática. El populacho no sabía valorar las reliquias extranjeras guardadas en
los vecinos Monserrate y Guadalupe. Nunca comprendieron ni les explicaron que
las dos iglesias eran la devoción de un pueblo por Dios. La miserable Peña era
la devoción de Dios por su pueblo.
La caída del templo (1714) cerró una de las presentaciones de Jesús a
Santafé de Bogotá y por dominio geopolítico al territorio del futuro virreinato
de la Nueva Granada.
Las camándulas de los rústicos y las limosnas recogidas por un capellán
de bordón lograron reparar el daño. Esta vez, quizás, las damas de abolengos,
llevarían sus preces, pero las tapias se quedaron aguardándolas. El muro de la
segunda ermita se derrumbó. “…si el Señor no construye la casa, en vano se
cansan los albañiles…” (Salmo 126).
La catástrofe repetida del desplome dio origen a la acción sorprendente
del descenso, que ya conoce el lector. El ángel, José, María y el Niño se
alejaron de la ferocidad de los vientos del páramo y de la encopetada
indiferencia de la realeza de Bacatá. Se marcharon del alcor para estar más
cerca de sus amados vasallos.
El trío familiar huyó del elevado peñasco. “…un ángel del Señor se le
apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma al niño y a su madre, y
huye a Egipto’…” (Mateo 2,13).
La tercera ermita, ubicada en la loma de Los Laches, estuvo durante más de dos
siglos al cuidado de la
Parroquia de Egipto.
La dimensión del esfuerzo varonil de la peonada por fin logró la atención
de sus caciques. El clan de los paupérrimos cumplió la misión del traslado de
las piedras. “…Luego cargaron el Arca de Dios en un carro nuevo y
se la llevaron de la casa de Abinadab, que está sobre la colina…” (1 Crónicas
13, 3).
La colina era más baja y cercana a los extramuros, pero accesible para
las mulas de silla. La recua de semovientes permitió que las matronas de
prosapia fueran precedidas, de una montonera de sirvientes, a conocer a su
Salvador. “…Cuando Jesús bajó de la ladera de la montaña, lo
siguieron grandes multitudes…” (Mateo 8,1).
La romería de la nobleza cumplió con la particularidad de llevar sus
trajes domingueros para engalanar el escenario. Sus manos dejaron el metal
arrumado en las alcancías para lavar la conciencia del pecado de omisión. Los
del linaje criollo, como los sabios de oriente, ofrendaron su oro y jamás
volvieron por esos lares donde se reunía la chusma a beber chicha, el vino de
maíz.
Desde entonces (1722), el Santuario de la Peña vivió de las mandas.
Peregrinos del Ecuador vinieron a cumplir con las promesas porque los suyos
tomaron las rutas del carnaval. Las carnestolendas, las fiestas amadas por las
distracciones no santas de la democracia y la demografía, fueron relegadas del
progreso material y cultural de una población en gestación.
La piedad creció entre los del suburbio. Los desplazados acamparon en
torno del descampado donde vivía el Niño Dios tan indefenso como ellos, los
desconocidos de Colombia.
La conspiración del poder central contra la periferia terminó por
aislar la noble tradición de los menesterosos. La gente de alpargate subía a
pie por la calle de la Peña (calle
9ª entre carreras 2ª y 3ª). La fatiga se sosegaba con la camándula junto
a una madre, que inmóvil y silente, les donaba el evangelio de su Hijo que
anunció: “…y sobre esta
roca edificaré mi iglesia…” (Mateo 16,18).
La barriada elegante de La
Catedral se olvidó de la Señora. Las altezas
serenísimas de Santafé juraban por la
Virgen del Pilar: “Tan españoles somos como los hijos de don
Pelayo”. (1809).
Los Húsares de Fernando VII no prevalecieron contra Ella. El
pacificador Pablo Morillo no pudo cumplir su amenaza de demoler a almádana las
estatuas. El militar, en su dictadura contra los reos de lesa majestad, hizo
poner preso al capellán de la
Peña , José Ignacio Álvarez del Basto. El sacerdote fue
absuelto y regresó a donde su patrona para repararle la casa desatendida.
La siguiente ocasión fue en 1902 cuando los inundó la sangre de la
guerra de los Mil Días. El vicepresidente golpista, José Manuel Marroquín,
subió en peregrinación oficial al Santuario de Nuestra Señora de la Peña para pedir la paz para
Colombia. El don fue otorgado.
La ruptura entre el fervor autóctono y la memoria ancestral resultó remendada por las manos del Jesús
bogotano. Él, irrevocablemente adherido a María Santísima, desde el despreciado
otero siguió predicando: “…Bienaventurados los pobres en espíritu, pues
de ellos es el reino de los cielos…” (Mateo 5, 3). Sus palabras quedaron establecidas en un
camarín descorazonado.
En síntesis, Nuestra Señora de la Peña presentó y presenta con insistencia solícita
al Dios, trino y uno, encarnado en su unigénito Jesús a una Bogotá amnésica
porque “…La piedra que los arquitectos desecharon es ahora la
piedra angular…” (Mateo 21, 42).
El maternal misterio de la presentación lo repitió en tres templos con exclusividad para una ciudad consentida
por sus afectos. La Perla
de los Andes adornó sus cumbres con un resplandor del cual fue testigo un
orive. Su escudo rechazó el honor de portar el don de la ermita de la Peña Vieja.
El repudio se fundió en el cariño de María que permaneció fiel a al
legado del fiat: “…Hagan
lo que Él os diga…” (Juan 2,5). La
herencia dio su vendimia.
El padre Struve trajo la teología mariana a esa tierra reseca para
cultivar vocaciones sacerdotales. El presbítero falleció mientras esperaba que
su María de la Peña
fuera coronada como Patrona de Bogotá, título que aún aguarda la tiara.
Hoy, el rumor de los vientos descoyuntados por entre los negros
promontorios trae unas frases cuyos ecos no se extinguen: “…En
el futuro, cuando sus hijos les pregunten: “¿Por qué están estas piedras
aquí?”…” (Josué 4-6) qué
responderán los bogotanos.
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