VIAJE APOSTÓLICO
A COLOMBIA
SANTA MISA EN EL
PARQUE SIMÓN BOLÍVAR DE BOGOTÁ
HOMILÍA DEL SANTO
PADRE JUAN PABLO II
Miércoles 2 de
julio de 1986
“Los confines de
la tierra verán la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10)
1. La lectura del
profeta Isaías, que hemos escuchado, nos invita a seguir las huellas de Dios
que nos salva; de Dios que revela sus designios de salvación hasta los extremos
de la tierra; del Señor que derrama a manos llenas sus bendiciones a todos los
hombres y a todas las naciones.
La paz que Cristo nos promete (Jn 14, 27) y nos comunica es “la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10). La gracia del bautismo nos configura con Cristo, nos hace semejantes a El, nos reviste de El, hasta participar en su misma filiación divina, como nos ha enseñado San Pablo: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Ga 3, 26-27. Y si todos somos hijos de Dios, hermanos de Cristo Jesús, por haber recibido el mismo bautismo y el mismo Espíritu, y por haber participado en el mismo “Pan de vida” (Jn 6, 48), ¿no es verdad que la paz debe ser una realidad en todos los corazones, en todas vuestras familias y en toda vuestra patria?
3. La salvación que Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ofrece a la humanidad en Jesucristo Redentor es una vida nueva, que es la medida y la característica de los hijos adoptivos de Dios. Es la participación, mediante la gracia santificante, en la filiación divina de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre por nosotros. En efecto, el Hijo de Dios, encarnándose en el seno de la Virgen María, “se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et Spes, 22). Con la fuerza del Espíritu, que nos ha comunicado Jesús, muerto y resucitado, después de su vuelta al Padre, desea Jesús mismo extender a todos y cada uno el don de esta filiación divina que es la gracia para nuestra naturaleza humana y el fundamento de la paz personal y social. De este modo participamos en la misión de la Iglesia que es “sacramento universal de salvación” (Lumen gentium, 48) y “el corazón de la humanidad” (Dominum et Vivificantem, 67).
También nosotros estamos “revestidos de Cristo”, puesto que por el bautismo hemos sido transformados en imagen suya y participamos de la filiación divina. Cristo une fraternalmente entre sí a quienes reciben su vida divina. Los dones diferentes, que recibimos de Dios, son para servir mejor a todos los demás hermanos. La economía de la fe implica una liberación contrapuesta a toda forma de discriminación. La imagen, presentada por San Pablo, del nuevo ser cristiano “revestido de Cristo” tiende a superar todo tipo de discriminación humana. En efecto, todo lo que divide y separa artificialmente a los hombres, por ejemplo, la injusta distribución de los bienes o la lucha de clases, no pertenece al nuevo ser cristiano.
Por el bautismo “pertenecemos a Cristo, y, por ello mismo, nos hacemos “herederos de Dios”. Este bien de la herencia divina es el bien de la salvación, actualizado, incesantemente en vosotros por el Espíritu Santo, obrador de la gracia y de la vida eterna. Por esto, Jesucristo llamó al Espíritu Santo “Paráclito”, es decir, “consolador”, “intercesor”, “abogado”. La paz que nos da Jesús está fundamentada en este don que transforma al hombre y a la sociedad desde el corazón del hombre mismo. Es el don que, “mediante el misterio pascual, es dado de un modo nuevo a los Apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero” (Dominum et Vivificantem, 23).
4. Durante la última Cena, que nosotros conmemoramos ahora, Jesús, al prometernos como herencia su paz y su salvación, nos indicó el requisito que hemos de poner por parte nuestra: el amor. Este amor es un don suyo y es también colaboración nuestra. En realidad, es el fruto del Espíritu Santo enviado por Jesús de parte del Padre. Oigamos las palabras del Señor, que ahora repite para cada uno de nosotros: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él... El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo” (Jn 14, 23-26).
Sí, amadísimos hermanos, el bien de la salvación —que es paz, gracia y perdón— brota, como de un manantial inagotable, de esa inhabitación de Dios en nosotros por el amor. El “Dulce huésped del alma”, inundando los corazones de su gracia y de su amor, anticipa ya en ellos el comienzo de la vida eterna, que consiste en la paz duradera dentro de las personas, de las familias y de los pueblos. La vida eterna, en efecto, es la presencia feliz y la permanencia del hombre en Dios mediante el amor. A esta vida eterna estamos llamados en Jesucristo, a ella nos conduce interiormente el Espíritu Santo Paráclito mediante su acción santificante.
5. En mi reciente Encíclica sobre el Espíritu Santo, invito a todos a orar por la paz y a construir la paz: “La paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano” (Dominum et Vivificantem, 67). Así, pues, “la salvación de nuestro Dios” en todos los confines de la tierra, entre todos los pueblos y culturas, se despliega mediante el corazón pacificado del hombre. Entonces participa de esta paz y salvación toda la comunidad de los hombres, en primer lugar la familia, la cual tiene un cometido primordial e insustituible en la obra de la salvación ofrecida por Dios en Jesucristo a la humanidad entera. La familia es entonces evangelizada y evangelizadora, recibe la paz y transmite la paz. “Por ello la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por toda la humanidad y del amor de Cristo Señor a la Iglesia su esposa” (Familiaris Consortio, 17).
En mi solicitud pastoral por toda la Iglesia no he cesado de poner de relieve el puesto que ocupa la familia como fundamento de la sociedad humana y cristiana, de cuya unidad, fidelidad y fecundidad depende la estabilidad y la paz de los pueblos. Colombia no puede renunciar a su tradición de respeto y de apoyo decidido a los valores que, cultivados en el núcleo familiar, son factor muy significativo en el desarrollo moral de sus relaciones sociales y forman el tejido de una sociedad que pretende ser sólidamente humana y cristiana.
Sé que vuestros Pastores os han puesto repetidas veces en guardia contra los peligros a que hoy está expuesta la familia. Me uno a ellos en esta urgente y noble tarea pastoral de procurar a la familia una formación adecuada para que sea agente insustituible de evangelización y base de la solidaridad y de la paz en la sociedad. Damos gracias a Dios porque “hay familias, verdaderas “iglesias domésticas”, en cuyo seno se vive la fe, se educa a los hijos en la fe y se da buen ejemplo de amor, de mutuo entendimiento y de irradiación de ese amor al prójimo en la parroquia y en la diócesis” (Puebla, 94). ¡Sí!, “la familia cristiana es el primer centro de evangelización” (Ibid., 617), es también la “escuela del más rico humanismo (Gaudium et Spes, 52), y, como tal, es inagotable cantera de vocaciones cristianas y formadora de hombres y mujeres, constructores de la justicia y de la paz universal en el amor de Cristo.
6. América Latina es amante de la paz. Sabe que este don supremo es condición indispensable para su progreso. Pero, a la vez, es consciente de los múltiples peligros que atentan contra una paz estable: “Baste pensar en la carrera armamentística y en el peligro, que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte” (Dominum et Vivificantem, 57).
Si cada cristiano y cada comunidad eclesial se convirtieran en ardientes mensajeros de paz, ésta sería pronto una realidad en la comunidad humana. Colombianos todos: ¿por qué no hacer de este serio compromiso por la paz un fruto de la visita del Papa a vuestro país? Quisiera poder aplicar a cada uno de los aquí presentes y a todos los que me escuchan, las palabras del profeta Isaías: «Qué hermosos sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: “ya reina tu Dios”» (Is 52, 7).
La Buena Nueva de este reino de Dios es un mensaje de libertad: Dios ha liberado a su pueblo. Y por eso, habrá siempre apóstoles y misioneros, que anuncien al pueblo de la Nueva Alianza la venida y la presencia del Reino. Estos “mensajeros” proclaman la verdad revelada sobre Dios, sobre el mundo y sobre el hombre, a la luz del mensaje de Jesús crucificado y resucitado, por más que su mensaje resulte duro y molesto a los oídos de quienes prefieren los “ídolos” de este mundo. El mensajero de la paz evangélica está dispuesto a dar testimonio con sus palabras y con la ofrenda “martirial” de su propia vida.
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