Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
La tradición de
visitar a Nuestra Señora de la Peña es parte del ancestro cultural de aquellos
devotos en cuya alma vive la historia del Bogotá colonial.
Los últimos peregrinos
de antaño, mezcla campesina de contrabandistas y copleros, dejaron perder sus
huellas entre las trochas del arrabal porque no querían dejar rastro de sus
andanzas ni de sus devociones, eran liberales de racamandaca.
Sus intocables
valores políticos y religiosos sostuvieron una pugna contra el establecimiento.
El Resguardo les prohibió la chicha y les incautó los alambiques de montaña
donde destilaban el aguardiente rastrojero. La lucha de las pasiones etílicas,
entre el pueblo anónimo y el uniformado, pasó por el famoso confesionario de
madera, el escapulario de la Virgen, tallada por Dios en piedra y la promesa de
conservar la doctrina católica.
La revuelta de
las fuerzas anárquicas la devoró la romántica revolución de los sesenta. El
párroco, Richard Struve, regresó a su tierra natal para ver al astronauta Armstrong pisar la luna, centinela del atrio de
su templo consentido, la Peña Vieja. La
ausencia del buen pastor y el destello aventurero del Apolo 11 levantaron una
muralla de olvido. El empedrado camino hacia la ermita fue colonizado por el
kikuyo hasta guardarlo en la leyenda de los pasos sin rumbo.
El eco mariano de
las grandes procesiones del ocho de diciembre, las fiestas patronales y las
turbulentas carnestolendas desapareció del cerro de Los Laches. La amnesia
vociferó su triunfo.
El acervo
contestó con la narración de las costumbres. La procesión perdida pervive. Ella
marcha desde lares ajenos a la capital como Fusagasugá y Choachí, Malsburg-Marzell (Alemania) y Guayaquil (Ecuador).
Los promeseros se preguntan: ¿hasta cuándo Bogotá le dará la espalda al
misterio de María?, su tesoro.
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