martes, 8 de diciembre de 2020

Contemplar a la Inmaculada


 

San Pío X (1835-1914)

Papa 1903-1914

Encíclica «Ad diem illum laetissimum»  Librería Editrice Vaticana).

 


 

Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo que se espera (Heb 11,1) cualquiera comprenderá fácilmente que con la Concepción Inmaculada de la Virgen se confirma la fe y al mismo tiempo se alienta nuestra esperanza. Y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el pecado original, en virtud de que iba a ser Madre de Cristo. Fue Madre de Cristo para devolvernos la esperanza de los bienes eternos.

 

Omitiendo ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo suyo por antonomasia: que nos amemos unos a otros como él nos amó? “Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas” (Apoc 12,1). Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin afectar a su integridad, dio a luz nuestra cabeza.

 

Sigue el Apóstol: “Y estando encinta, gritaba con los dolores del parto y las ansias de parir (Apoc 12,2). Así, Juan vio a la Santísima Madre de Dios gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nuestro, porque nosotros, detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser aún engendrados a la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los dolores de parto indican el ardor y amor con los que la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura con su asidua oración la plenitud del número de los elegidos.

 

Deseamos ardientemente que todos los fieles se esfuercen por lograr esta misma caridad, sobre todo aprovechando de estas solemnes celebraciones de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios.

 

 

jueves, 3 de diciembre de 2020

Sermón: ¡Oh Virgen, por tu bendición queda bendita toda criatura!




 

Anselmo de Canterbury

Sermón 52: PL 158, 955-956

 

El cielo, las estrellas, la tierra, los ríos, el día y la noche, y todo cuanto está sometido al poder o utilidad de los hombres, se felicitan de la gloria perdida, pues una nueva gracia inefable, resucitada en cierto modo por ti ¡oh Señora!, les ha sido concedida. Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos para los que no habían sido creadas. Pero ahora, como resucitadas, felicitan a María, al verse regidas por el dominio y honradas por el uso de los que alaban al Señor.

 

Ante la nueva e inestimable gracia, las cosas todas saltaron de gozo, al sentir que, en adelante, no sólo estaban regidas por la presencia rectora e invisible de Dios su creador, sino que también, usando de ellas visiblemente, las santificaba. Tan grandes bienes eran obra del bendito fruto del seno bendito de la bendita María.

 

Por la plenitud de tu gracia, lo que estaba cautivo en el infierno se alegra por su liberación, y lo que estaba por encima del mundo se regocija por su restauración. En efecto, por el poder del Hijo glorioso de tu gloriosa virginidad, los justos que perecieron antes de la muerte vivificadora de Cristo se alegran de que haya sido destruida su cautividad, y los ángeles se felicitan al ver restaurada su ciudad medio derruida.

 

¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo por tu bendición queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el Creador, sino también el Creador por la criatura!

 

Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo. Valiéndose de María, se hizo Dios un Hijo, no distinto, sino el mismo, para que realmente fuese uno y el mismo el Hijo de Dios y de María. Todo lo que nace es criatura de Dios, y Dios nace de María. Dios creó todas las cosas, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María; y, de este modo, volvió a hacer todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado.

 

Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste.

 

¡Verdaderamente el Señor está contigo, puesto que ha hecho que toda criatura te debiera tanto como a él!