jueves, 29 de agosto de 2019

jueves, 22 de agosto de 2019

La súplica del bandolero




Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

Nuestra Señora de la Peña pagó con sus alhajas el derecho de reinar sobre Bogotá. Sus propiedades han sido robadas, profanadas, amenazadas, mutiladas, desamortizadas y olvidadas. Son 334 años de estupor. Es el precio de vivir en la loma, cerca del miedo.

El santuario de los extramuros capitalinos sufrió desde la Colonia el rigor martirizante de lo sagrado. Los cachacos ignoraron a su Alteza Real, la Virgen santafereña y granadina, con un desdén lóbrego.

La amnesia, que impregna a sus prodigios, no borró la ruta de los ladrones. Ellos se trastearon los tesoros del arte y la memoria. Los expedientes de las denuncias alimentaron a los insectos bibliófagos. ¿Sino hay que robar para qué volvieron?

         Palacio de su majestad, la Reina de la Peña. Foto J.R.C.R.
La respuesta está en el barranco, frente a la capilla, la zona de nadie. La montaña tiene su trono desde donde se contempla a la ciudad de la Inmaculada Concepción. El mirador, lo llaman los vecinos de Los Laches. Es un rincón encantador para observar el panorama de la urbe enloquecida por sus formas diagramadas por las luces. Los bellísimos atardeceres de verano se inclinan arropados por el pañolón multicolor del crespúsculo incendiado por la agonía del sol. El espectáculo es un sueño de instantes donde ondula el encanto dulce del Creador. El sitio es digno del rubor de los luceros. Ante su majestuosidad, el alma sueña.

La página nocturna cierra el telón del firmamento y abre el concierto del impulso a lo inexplicable. La mística cristiana y los puñales se funden en los feudos marianos para arremeter en un duelo de luna llena. La Virgen María y su familia fueron testigos de una historia de bandidos. Las sombras codiciaron el encuentro. Los dos rufianes se citaron en la puerta del templo. Se miraron torvos e iracundos. Bufaron su odio letal e insaciado.  El reto incluyó la regla del arrabal: “al guapir”. Lucha vigorosa y sin cuartel. “El patecabra” se desenfundó en un lance relámpago. Se esquivó el corte con un brinco acrobático. Cargaron con las cachas empuñadas. La brega atacó feroz. La rutina de la pendencia la esquivó brutal. El lírico temblor de los contrincantes anunció con estupor el imperio de la ira.

Vociferaron epítetos denigrantes. El denuesto era la bandera del territorio poseído. El coraje del lance imploró un débil descanso para la tragedia. La razón viril del combate se escribió a fuego. Faltaba la sangre, su brote al vaivén de las formas destazadas.

Saltaron, gimieron y eludieron el corte artero. La danza del círculo mortal se agotaba. Se toreaba a la muerte con la desfachatez del circo. Los golpes sonaban alucinantes. La rabia babeaba el fragor de la reyerta. Sus juramentos resultaron indisolubles. El brazo estiró su hoja criminal en macabro brillo. La punta cruel clamaba por mutilar. La táctica escribió su posesión peligrosa. La materia enardecida ardía por sentir el espasmo del vencido. Los rugidos de la furia vociferaron el drama. La bronca perversa de los hampones alebrestó sus ardites. Chocaron los aceros afilados con el brío de las chispas.

La fuerza se extinguió en su ritmo irredimible. La tregua sería el reguero de sangre, senda del sepulcro. El revuelo enconado, por gracia de la esgrima criolla, brindó sus maldiciones. La fatiga entregó la fisura del error. El código delictivo ordenó lancear en forma frenética de golpe de martillo, de arriba hacia abajo. La daga invicta rasgó el aductor mayor. El alarido se lo llevó el viento. El carmín arrebatado tiñó la tierra.  El musculo sangrante lo volvió una presa. Vencido y de rodillas exclamó: “Virgencita de la Peña, ayúdame”. “Reina del Cielo, sálvame". Alias la Mosca se alejó renqueando y musitó: “Dios te salve, María…” no terminó la oración hasta que lo suturaron en el Hospital del Guavio.

jueves, 15 de agosto de 2019

En la Asunción de la Bienaventurada Virgen María de los dos recibimientos, de Cristo y de María.




Foto Julio Ricardo Castaño Rueda

San Bernardo de Claraval (1090-1153). Cisterciense, Doctor de la Iglesia.

 1. Subiendo hoy a los cielos la Virgen gloriosa colmó, sin duda los gozos de los ciudadanos celestiales con copiosos aumentos, pues ella fue la que, a la voz de su salutación, hizo saltar de gozo a aquel que aún vivía encerrado en las maternas entrañas. Ahora bien, si el alma de un -párvulo aún no nacido se derritió en castos afectos luego que habló María, ¿cuál pensamos sería el gozo de los ejércitos celestiales cuando merecieron oír su voz, ver su rostro y gozar de su dichosa presencia? Mas nosotros, carísimos, ¿qué ocasión tenemos de solemnidad en su asunción?, ¿qué causa de alegría, qué materia de gozo?

Con la presencia de María se ilustraba todo el orbe, de tal suerte que aun la misma patria celestial brilla más lucidamente iluminada con el resplandor de esta lámpara virginal. Por eso con razón resuena en las alturas la acción de gracias y la voz de alabanza, pero para nosotros más parece debido el llanto que el aplauso. Porque ¿no es, por ventura, natural, al parecer, que cuanto de su presencia se alegra el cielo otro tanto llore su ausencia este nuestro inferior mundo? Sin embargo, cesen nuestras quejas, porque tampoco nosotros tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos aquella a la cual María purísima llega hoy. Y si estamos señalados por ciudadanos suyos, razón será que, aún en el destierro, aún sobre la ribera de los ríos de Babilonia, nos acordemos de Ella, tomemos parte en sus gozos y participemos de su alegría, especialmente de aquella alegría que con ímpetu tan copioso baña hoy la ciudad de Dios, para que también percibamos nosotros las gotas que destilan sobre la tierra. Nos precedió nuestra reina, nos precedió, y tan gloriosamente fue recibida, que confiadamente siguen a su Señora los siervecillos clamando: Atráenos en pos de ti y correremos todos al olor de tus aromas. Subió de la tierra al cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, trate los negocios de nuestra salud devota y eficazmente.

2. Un precioso regalo envió al cielo nuestra tierra hoy, para que, dando y recibiendo, se asocie, en trato feliz de amistades, lo humano a lo divino, lo terreno a lo celestial, lo ínfimo a lo sumo. Porque allá ascendió el fruto sublime de la tierra, de donde descienden las preciosísimas dádivas y los dones perfectos. Subiendo, pues, a lo alto, la Virgen Bienaventurada otorgará copiosos dones a los hombres. ¿Y cómo no dará? Ni le falta poder ni voluntad. Reina de los Cielos es, misericordiosa es; finalmente, Madre es del Unigénito Hijo de Dios. Nada hay que pueda darnos más excelsa idea de la grandeza de su poder o de su piedad, a no ser que alguien pudiera llegar a creer que el Hijo de Dios se niega a honrar a su Madre o pudiera dudar de que están como impregnadas de la más exquisita caridad las entrañas de María, en las cuales la misma caridad que procede de Dios descansó corporalmente nueve meses.

3. Y estas cosas, ciertamente, las he dicho por nosotros, hermanos, sabiendo que es dificultoso que en pobreza tanta se pueda hallar aquella caridad perfecta que no busca la propia conveniencia. Mas con todo eso, sin hablar ahora de los beneficios que conseguimos por su glorificación, si de veras la amamos nos alegraremos inmensamente al ver que va a juntarse con su Hijo. Sí, nos alegraremos y le daremos el parabién, a no ser que, como esté lejos de nosotros, quisiéramos mostrarnos ingratos con aquella que nos dio al autor de la gracia. Hoy es recibida la Virgen en la celestial Jerusalén por Aquel a quien Ella recibió al venir a este mundo; pero ¿quién será capaz de expresar con palabras con cuánto honor fue recibida, con cuánto gozo, con cuánta alegría? Ni en la tierra hubo jamás lugar tan digno de honor como el templo de su seno virginal, en el que recibió María al Hijo de Dios, ni en el cielo hay otro solio regio tan excelso como aquel al que sublimó hoy para María el Hijo de María. Feliz uno y otro recibimiento, inefables ambos, porque ambos a dos trascienden toda humana inteligencia. ¿Mas a qué fin se recita hoy en las iglesias de Cristo aquel pasaje del Evangelio en que se significa cómo la mujer bendita entre todas las mujeres recibió al Salvador? Creo que a fin de que este recibimiento que hoy celebramos se pueda conocer de algún modo por aquél, o, más bien, a fin de que, según la inestimable gloria de aquél, se conozca también que esta gloria es inestimable. Porque ¿quién, aunque pueda hablar con las lenguas de los hombres y de los ángeles será capaz de explicar de qué modo, sobreviniendo el Espíritu Santo y haciendo sombra la virtud del Altísimo, se hizo carne el Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas. ¿Cómo el Señor de, la majestad, que no cabe en el universo de las criaturas, se encerró a sí mismo, hecho hombre, dentro de las entrañas virginales?

4. Pero ¿y quién será suficiente para pensar siquiera cuán gloriosa iría hoy la Reina del Mundo y con cuánto afecto de devoción saldría toda la multitud de los ejércitos celestiales a su encuentro? ¿Con qué cánticos sería acompañada hasta el trono de la gloria, con qué semblante tan plácido, con qué rostro tan sereno, con qué alegres abrazos sería recibida del Hijo y ensalzada sobre toda criatura con aquel honor que Madre tan grande merecía, con aquella gloria que era digna de tan gran Hijo? Felices enteramente los besos que imprimía en sus labios cuando mamaba y cuando le acariciaba la madre en su regazo virginal. Mas, ¿por ventura, los juzgaremos más felices los que de la boca del que está sentado a la diestra del Padre recibió hoy en la salutación dichosa, cuando subía al trono de la gloria cantando el cántico de la Esposa y diciendo: Béseme con el beso de su boca Porque cuanto mayor gracia alcanzó en la tierra sobre todos los demás, otro tanto más obtiene también en los cielos de gloria singular. Y si el ojo no vio ni el oído oyó, ni cupo en el corazón del hombre lo que tiene Dios preparado a los que le aman; lo que preparó a la que le engendró y (lo que es cierto para todos) a la que amó más que a todos, ¿quién lo hablará? Dichosa, por tanto, María y de muchos modos dichosa, o recibiendo al Salvador o siendo ella recibida del Salvador. En lo uno y en lo otro es admirable la dignidad de la Virgen Madre; en lo uno y en lo otro es amable da la dignación de la Majestad. Entró, dice Jesús, en un castillo y una mujer le recibió en su casa. Pero más bien nos debemos ocupar en las alabanzas, pues se debe emplear este día en elogios festivos. Y pues nos ofrecen copiosa materia las palabras de esta lección del Evangelio, mañana también, concurriendo, nosotros juntamente, será comunicado sin envidia lo que se nos dé de arriba, para que en la memoria de tan grande Virgen no solo se excite la devoción, sino que también sean edificadas nuestras costumbres para aprovechamiento de la conducta de nuestra vida, en alabanza y gloria de su Hijo, Señor nuestro, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos. Amén.


jueves, 8 de agosto de 2019

“¿Quién morará en tu santo monte?”

Detalle Virgen de la Peña. Foto Julio R. Castaño R.


Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana


“Dignare me laudare te, Virgo sacrata: da mihi virtutem contra hostes tuos”

Nuestra Señora de la Peña, Patrona de Bogotá, cumplió 334 años de recia fidelidad por la urbe de los Andes. Su figura de roca viva es el modelo soberano de las estatuas en un ejercicio de predicación inmutable.

La voz de la escultura les habló a los siglos espléndidos con un lenguaje de lajas. Su acento tronó desde las colinas hasta los latidos de la eternidad donde sus ecos de misionera resuenan sin tregua.

María Santísima de la Peña sostiene a un Niño Jesús que toma de las manos de san José el fruto del granado. El símbolo representa al Nuevo Reino de Granada, la nodriza de Colombia, a quién el aprendiz de carpintero ordenó:

“…No tembléis ni temáis; ¿no lo he dicho y anunciado desde hace tiempo? Vosotros sois testigos; ¿hay otro Dios fuera de mí? ¡No hay otra Roca, yo no la conozco!” (Isaías, 44-8).

La respuesta de la feligresía, mezcla extraña de campesinos y cívicos, fue subir a la iglesita para la misa dominical. La gente rezó sus preces apoyada en su prodigiosa herencia de bautizada:

“…Pues ¿quién es Dios, fuera del Señor? ¿Y quién es roca, sino solo nuestro Dios?  (2 Samuel 22-32).

Los estudiantes del vecino Seminario Redemptoris Mater contestaron, junto al altar del templo:

“…Se acordaban de que Dios era su roca, y el Dios Altísimo su Redentor. (Sal 78-35).

El silencio manaba de las conciencias de los fieles que aún ignoran el tesoro heredado por la castellana Santafé de Bacatá. La conversación de María de la montaña, con su amada ciudad, continuó la plática con los forasteros.

La audacia de ciertos peregrinos venció el miedo de ascender por las escaleras, cemento o piedra, según el lado escogido para trepar la loma de Los Laches. La acción musitó sus preguntas.

“…A Dios, mi roca, diré: ¿Por qué me has olvidado? ¿Por qué ando sombrío por la opresión del enemigo?” (Salmo 42-10).

La coral de la capilla respondió complaciente. Los coristas entonaron sus melodías al Creador:

“…Tendréis cánticos como en la noche en que celebráis la fiesta, y alegría de corazón como cuando uno marcha al son de la flauta, para ir al monte del Señor, a la Roca de Israel. (Isaías 30-29).

La fiesta litúrgica se vertió sobre los privilegiados, los pobres del arrabal. Los humildes acudieron con fervor a la casa del Señor, escuela de María. Al volver a sus moradas llevaron un Evangelio sin opiniones, modas ni aspavientos.

La mayoría de los vecinos del barranco levantaron barricadas contra la gracia. La barriada se desperdigó en la búsqueda de una ideología política que la salvara del rigor de la pobreza.

“Come Jacob, se sacia, engorda Yesurún, respinga, - te has puesto grueso, rollizo, turgente -, rechaza a Dios, su Hacedor, desprecia a la Roca, su salvación”. (Deuteronomio 32-15).

La minoría pervive bajo la rutina del pastoreo. Las laderas famélicas nutren a los rumiantes que mordisquean briznas de kikuyo de la sierra. El ambiente campestre retornó a la rusticidad propia de los mayorales. Los bordones desgastados, sus sombreros raídos y su pecho arropado por el abrigo del macho, la ruana, les devolvieron la razón de los labriegos. La herencia de las buenas costumbres les indicó santiguarse respetuosamente cuando transitaban con sus ganados por el frente del templo. Sus bocas repitieron lo aprendido en las clases de catecismo para adultos:

“…No hay santo como el Señor; en verdad, no hay otro fuera de ti, ni hay roca como nuestro Dios”. (1 Samuel 2-2).

La caminata siguió su andar acompasado por las crestas de las veredas. Las jaurías de gozques sarnosos intentaron, con sus ladridos agudos, espantar a los becerros que bramaron ariscos. La recua de bestias eligió la ruta con la adecuada parsimonia de los vacunos. Nada los inquietó en su lenta trashumancia, excepto un lote de borregos mugrientos que vagaba, como ovejas sin pastor, por entre los matorrales de la quebrada. Los animales abrevaron de esas aguas frescas cuyo caudal corría agreste y cristalino.

La arriería se topó con la tarde vestida de sombras paramunas. La armonía bucólica se desprendió veloz de la ermita de la Peña Vieja. El crespúsculo cayó a los precipicios con vértigo vespertino.

“Por eso, así dice el Señor Yahveh: ‘He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental: quien tuviere fe en ella no vacilará”. (Isaías, 28-16).

La paz colonial volvió a dormir sus sueños de antaño. El bello clan de Nazaret reposó en su camarín con la serenidad de sosegar al Bogotá desmesurado. La capital escribió sobre el derrotero de sus afanes la cotidianidad de una jornada laboral. Eran los sentimientos de sus ímpetus fatigados. Nadie miró al cerro donde vive la capillita blanca. En su interior, la mujer vestida de piedra arrulló a Dios indefenso ante la indiferencia exacerbada de sus queridos raizales. Los brazos de María Inmaculada sostienen al Redentor de una patria heroica.

“El Señor es mi roca, mi baluarte y mi libertador; mi Dios, mi roca en quien me refugio; mi escudo y el cuerno de mi salvación, mi altura inexpugnable”. (Salmo 18-3).

Las mujeres regresaron a esas breñas urbanizadas por la desesperación del desarraigo. Ellas aferraron nerviosas sus camándulas de tagua, una avemaría a flor de labios y el miedo entre los bolsos. Los atracadores del sector no saltearon. Sus fechorías, en el centro histórico de la Candelaria, son de miércoles a sábado, horario de forajidos.

Las señoras olvidaron los códigos de la periferia y esquivaron presurosas la denominada: “Calle de la muerte”. Miraron hacia los aposentos de su Virgencita de la Peña y la Hija de Sión les recordó la certeza vital del retorno por el buen camino.

“Confiad en Dios por siempre jamás, porque en Dios tenéis una Roca eterna”. (Isaías, 26-4).

El amanecer retornó más temprano a los parajes de arriba, muy al filo del risco tenebroso. Las ventiscas del Oriente inclinaron las nubes adheridas al lábaro de hierro. El grito de la cruz anunció a la Metrópoli:

“…Cuán recto es el Señor, mi roca, y no hay injusticia en Él. (Salmo 92-16).

Los hijos del rincón mariano, un tanto privilegiados, dejaron sus huellas sobre la hierba húmeda. Olía a eucalipto y a chusque silvestre. El deleite de los ojos buscó sobre el horizonte las campanas de la espadaña. Los tañidos les indicaron la liturgia de las horas, oficio de prima, entre las sendas de los arbustos.

“…Para el director del coro. Salmo de David. En ti, oh Señor, me refugio; jamás sea yo avergonzado; líbrame en tu justicia. Inclina a mí tu oído, rescátame pronto; sé para mí roca fuerte, fortaleza para salvarme. Porque tú eres mi roca y mi fortaleza, y por amor de tu nombre me conducirás y me guiarás”. (Salmo 31:1-3).

Los lugareños recitaron en honor del fiat de Nuestra Señora de la Peña: “La piedra que desecharon los constructores ha llegado a ser la piedra angular”. (Salmo 118-22).

jueves, 1 de agosto de 2019

La Virgen de la Peña y la familia

Nuestra Señora de la Peña, Patrona de Bogotá. Foto Julio Ricardo Castaño R.


Espíritu Santo, concédeme para mí, para mi esposo y mis hijos por mediación de la Santísima Virgen de la Peña, aquellos dones divinos con que fortalecisteis a los apóstoles; aquellas gracias poderosas que iluminan el entendimiento, fortalecen la voluntad y vencen gloriosamente la concupiscencia. Concededles el don de una clara inteligencia, el conocimiento del bien y la buena voluntad de ejecutarlo. Tomad, oh Madre Amorosísima de la Peña, bajo vuestra protección poderosa, libradlos de caer en los lazos de la seducción con que el enemigo intenta hacerlos caer en el pecado. Hacedlos humildes, honrados, temerosos de Dios, amantes de la virtud y de la religión. Dadles gracias para vencer sus vicios y pasiones, y a mí concededme la gracia y el acierto necesario para dirigirlos y hacerme obedecer de ellos.
Así lo espero de vuestra bondad, oh Madre de Dios y Madre nuestra. Amén.

Bogotá, agosto 6 de 1974

Joaquín García Ordóñez, Administrador Apostólico