jueves, 27 de agosto de 2020

La Ermita de la Peña Vieja, un lugar desconocido.

Alto de la Peña Vieja. Foto archivo Particular
Ruinas de la Ermita de la Peña. Foto Jorge E. Castro F,


Por Jorge E. Castro Fresneda.

El sábado 16 de agosto de 2008, siendo las siete de la mañana en compañía de mi hijo Jensen, mi yerno Martín y nuestra mascota Duncan, un perro de raza Akita japonés, salimos con destino a la Ermita de Nuestra Señora de la Peña lugar donde fue hallada la escultura tallada en roca de la Virgen y su corte de ángeles.

Partimos hacia nuestro destino. Caminamos, con la intención de hacer penitencia, desde nuestra residencia ubicada en el barrio Eduardo Santos, en la avenida calle 3ª. con carrera 18, para tomar posteriormente la avenida calle sexta o de los Comuneros. Para nuestro viaje llevamos suministros de agua y pedazos de panela, a su vez salimos sin celulares, ni dispositivos electrónicos.

Alrededor de las ocho de la mañana nos encontrábamos frente al santuario. Allí, dispuestos a continuar nuestro camino a la ermita, seguimos en dirección hacia el Alto de la Cruz. Empezamos a subir la montaña, en línea recta, transcurrió aproximadamente una hora y 30 minutos. Estábamos exhaustos de tanto caminar, pero con la mirada enfocada en la cruz que se sentía cada vez más cerca, a un poco más o menos de 400 metros fue cuando fuimos sorprendidos por un abismo que solo nos permitía ver la cruz a distancia pero no podíamos seguir avanzando. En ese momento sentimos una gran impotencia y desilusión, estábamos perdidos y sin salida.

Lastimosamente, tendríamos que devolvernos y dar por terminado nuestro recorrido. No obstante, mantuvimos la fe y no perdimos la esperanza de llegar a nuestro destino. Así que con devoción le pedí a Nuestra Señora de la Peña que nos iluminara y nos guiara por el camino correcto. Fue entonces que, de repente, vi con claridad un árbol grande con ramas gruesas y fuertes, que se encontraba al costado izquierdo del abismo el cual nos serviría de puente para bajar por sus ramas y poder acceder a la ruta que nos llevaría directo a la ermita.

Continuando con nuestra travesía bajamos por las ramas de aquel árbol, que inexplicablemente eran de fácil acceso. Mi yerno sujetó el perro que era grande y pesado. Comenzamos a descender logrando llegar a tierra firme sin novedad. Una vez más fuimos testigos de un milagro. Vimos como de un momento a otro un panorama desolador se transformó en bendición. El Altísimo puso ante nuestros ojos la solución perfecta para continuar hacia nuestro destino. Me sentí como Moisés abriendo las aguas del mar Rojo.

Estando en la cima de la montaña encontramos las ruinas de la ermita vieja, lugar sagrado y de veneración. Admiramos la imponente naturaleza que la rodea. Con orgullo le contaba a mi hijo y a mi yerno las veces que había subido de la mano de mi madre y que en ese momento había sido yo quien seguía sus pasos, manteniendo viva la tradición familiar.

Permanecimos allí una hora y emprendimos nuestro viaje de regreso a casa, siguiendo el curso de una quebrada, que a su vez formaba una media luna que nos alejaba del abismo, un camino escabroso pero que nos llevó a salvo al santuario y de ahí a nuestro hogar.

Indudablemente fue una gran experiencia. Gracias a la Santísima Virgen de la Peña.


La Ermita de la Peña Vieja, un lugar desconocido



Por Jorge E. Castro Fresneda.

El sábado 16 de agosto de 2008, siendo las siete de la mañana en compañía de mi hijo Jensen, mi yerno Martín y nuestra mascota Duncan, un perro de raza Akita japonés, salimos con destino a la Ermita de Nuestra Señora de la Peña lugar donde fue hallada la escultura tallada en roca de la Virgen y su corte de ángeles.

Partimos hacia nuestro destino. Caminamos, con la intención de hacer penitencia, desde nuestra residencia ubicada en el barrio Eduardo Santos, en la avenida calle 3ª. con carrera 18, para tomar posteriormente la avenida calle sexta o de los Comuneros. Para nuestro viaje llevamos suministros de agua y pedazos de panela, a su vez salimos sin celulares, ni dispositivos electrónicos.

Alrededor de las ocho de la mañana nos encontrábamos frente al santuario. Allí, dispuestos a continuar nuestro camino a la ermita, seguimos en dirección hacia el Alto de la Cruz. Empezamos a subir la montaña, en línea recta, transcurrió aproximadamente una hora y 30 minutos. Estábamos exhaustos de tanto caminar, pero con la mirada enfocada en la cruz que se sentía cada vez más cerca, a un poco más o menos de 400 metros fue cuando fuimos sorprendidos por un abismo que solo nos permitía ver la cruz a distancia pero no podíamos seguir avanzando. En ese momento sentimos una gran impotencia y desilusión, estábamos perdidos y sin salida.
Lastimosamente, tendríamos que devolvernos y dar por terminado nuestro recorrido. No obstante, mantuvimos la fe y no perdimos la esperanza de llegar a nuestro destino. Así que con devoción le pedí a Nuestra Señora de la Peña que nos iluminara y nos guiara por el camino correcto. Fue entonces que, de repente, vi con claridad un árbol grande con ramas gruesas y fuertes, que se encontraba al costado izquierdo del abismo el cual nos serviría de puente para bajar por sus ramas y poder acceder a la ruta que nos llevaría directo a la ermita.

Continuando con nuestra travesía bajamos por las ramas de aquel árbol, que inexplicablemente eran de fácil acceso. Mi yerno sujetó el perro que era grande y pesado. Comenzamos a descender logrando llegar a tierra firme sin novedad. Una vez más fuimos testigos de un milagro. Vimos como de un momento a otro un panorama desolador se transformó en bendición. El Altísimo puso ante nuestros ojos la solución perfecta para continuar hacia nuestro destino. Me sentí como Moisés abriendo las aguas del mar Rojo.

Estando en la cima de la montaña encontramos las ruinas de la ermita vieja, lugar sagrado y de veneración. Admiramos la imponente naturaleza que la rodea. Con orgullo le contaba a mi hijo y a mi yerno las veces que había subido de la mano de mi madre y que en ese momento había sido yo quien seguía sus pasos, manteniendo viva la tradición familiar.

Permanecimos allí una hora y emprendimos nuestro viaje de regreso a casa, siguiendo el curso de una quebrada, que a su vez formaba una media luna que nos alejaba del abismo, un camino escabroso pero que nos llevó a salvo al santuario y de ahí a nuestro hogar.+

Indudablemente fue una gran experiencia. Gracias a la Santísima Virgen de la Peña.


jueves, 20 de agosto de 2020

Oración a Nuestra Señora de la Peña

Foto Julio R. Castaño R.


Dios de bondad y de misericordia, gracias os damos por vuestro paternal amor, manifestado en los innumerables beneficios que constantemente dispensáis a los que devotamente veneran las sagradas imágenes de Jesús, María y José en su Santuario de La Peña. 

Os suplicamos, pues, que a tantos beneficios, añadáis el encomendar a vuestra Santa Familia la tutela especial de nuestra amada Patria y la de nuestras casas y familias.

Amén.
(Con licencia eclesiástica)


sábado, 15 de agosto de 2020

Transitus Mariae



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

¿Quién es Esta que va subiendo cual aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla? (Cant 6,10).

El misterio dogmático de la asunción de Nuestra Señora tiene el encanto apostólico de una invitación: “regresa a la casa del Padre”.

Assumpta es la acción celestial ejecutada sobre la criatura Bienaventurada, necesidad interior de la Santísima Trinidad.

El Paraíso estaba incompleto sin el aroma de la Inmaculada. La legión angélica y los santos, jerarquía empírea, requerían, bajo el empuje virtuoso de la súplica glorificada, la humilde armonía de María Santísima, la esclava que se convirtió en Madre de Dios.

El reino del amor, absoluto e incognoscible, cuyo sentido es la causa primera del Omnipotente tenía entre sus territorios la voluntad omnisciente de lo ilimitado. Pero el Infinito, gestor de la lógica doliente de las distancias, contemplaba la ausencia de la maternidad divina.

El ente perfecto confesó su deseo de ser abrazado por el cálido sentimiento humano, al estilo sencillo de la gruta de Belén…

Los querubines se doblegaron rendidos ante la descomunal gracia virginal de la oración en ascenso. La Reina fue asunta al cielo.


Asunción. Anónimo. Museo Santa Clara, Bogotá

jueves, 13 de agosto de 2020

El surgimiento de una tradición




Por Jorge Castro Fresneda

El 21 de marzo de 2010 creamos, junto con mi esposa y mis hijos, el grupo en  facebook: Santuario Nuestra Señora de la Peña (Bogotá).

Con la llegada de la globalización, la nueva era de las tecnologías, la Internet y las redes sociales nos surgió la idea de promover la historia de Nuestra Señora de la Peña en todo el territorio nacional e internacional.  Se escogió la red social facebook que para el año 2010 estaba en auge entre los internautas.

En los años anteriores la voz a voz había sido nuestro aliado porque era la forma más eficaz de compartir la información y de unir a nuestro fervor más fieles. Hoy en día, con la Internet, hemos llegado aún más lejos, hemos cruzado las fronteras y nuestra devoción a tocado más corazones.

El camino aún es largo y nuestra labor continúa. En la actualidad tenemos miembros del grupo en otras ciudades del país e internacionalmente procedentes de Alemania, Estados Unidos, Argentina, México, Venezuela, Ecuador, Uruguay, entre otros. Así poco a poco vamos creciendo. Tenemos fe de que nuestra tradición se mantendrá vigente en las generaciones venideras.

En el ámbito personal ser el gestor y administrador del grupo me ha traído bastantes bendiciones y alegrías. Me ha hecho sentir orgulloso de haber tomado este camino, me ha dado la fuerza y la convicción de seguir avanzando, de querer investigar más, de buscar el conocimiento y la ilustración de este maravilloso milagro y con esa misma emoción compartirlo en mis publicaciones a todos los seguidores.

Mis palabras transmiten un gran sentimiento de felicidad y de fortuna. Me siento realmente bendecido por contar con el apoyo incondicional de mi familia en esta ardua labor y por la calidad de personas y de nuevos amigos que he hecho interactuando con el grupo.

Desde el fondo de mi corazón estoy muy complacido de ver el aumento de visitantes al Santuario de Nuestra Señora de la Peña y por haberme convertido en guía de cientos de familias que se motivaron en conocer a nuestra Santísima Virgen, de vivir la experiencia de estar a los pies de la Sagrada Familia, de recibir su bendición y sobre todo de continuar con esta hermosa tradición.

Con amor y gratitud, un fiel servidor de Nuestra Señora de la Peña.

lunes, 10 de agosto de 2020

El enigma de María de la Peña

Oración a Nuestra Señora de la Peña



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

“Sé para mí una roca de refugio, alcázar fuerte que me salve”. Salmo 71,3.

La soledad de la loma es una de las condiciones que mantiene aislado el Santuario de Nuestra Señora de la Peña de la vida bogotana.

El expansionismo urbanístico dejó atrás una ermita colonial que guarda un tesoro celestial: la escultura que representa a la Sagrada Familia de Nazaret acompañada por el arcángel san Miguel, portador de la custodia. El conjunto es una página única de la historia de la Mariología.

A pesar de su inmenso valor documental la devoción tradicional se erosionó bajo el peso del arrabal, palabra de origen árabe que se amoldó al comportamiento de los antiguos dominios del sector de Los Laches, conocido barrio capitalino.

La carga, demográfica, que rodea al templo terminó por aislarlo del voluptuoso cuerpo de la metrópoli. Las famosas carnestolendas del domingo de quincuagésima fueron su inri. Una especie de condena social lo acusó de compartir prácticas paganas con los sagrados ritos de la Iglesia. El pueblo raso y sus vicios de chicha se enfrentaron contra la alcurnia económica de las buenas costumbres del notablato, señorío del altiplano.

La conclusión de la sentencia fue una pesada cruz que cargaron los capellanes y los patronos de la capilla desde 1685, fecha del milagro que conmocionó a la juvenil Perla de los Andes.

Dentro de la estructura del prodigio quedó tallada una coincidencia de realidades que asombra por su similitud con la materia del fenómeno mineral.

La pieza íntima del suceso sobrenatural encuentra un dato curioso entre las páginas del diario de un científico viajero, el barón Alexander von Humboldt que llegó a Santafé de Bogotá el 15 de julio de 1801.
El naturalista escribió:

“…Los Laches creían que los hombres eran convertidos en piedra después de la muerte, y que las piedras resucitarían nuevamente como hombres. Piedras de Deucalión...” La Virgen, tallada en piedra por mano divina, reposa sobre el tutelar cerro de Los Laches.

La escatología de la etnia aborigen guarda una relación con el mito griego de Deucalión. Este personaje era hijo de Prometeo y la oceánida Pronea. Él, por consejo de Prometeo, construyó un navío donde se embarcó en compañía de Pirra porque el supremo Zeus envió un aguacero e inundó la Hélade. Las aguas hicieron perecer a la mayoría de aquellos helenos, salvo a unos pocos refugiados en las montañas.

Este tema, similar al suceso del arca de Noé, es un relato veterotestamentario. A lo cual se agrega un dogma del Nuevo Testamento: la resurrección, tarea del Mesías que carga la Patrona capitalina en compañia de su esposo san José. El arcano religioso se injerta directamente en las estatuas de la Peña.

La temática simbólica del mito griego, el culto católico y la creencia indígena podría llegar a ser un capítulo inédito dentro de la crónica de la advocación.

La trilogía de pensamientos multiculturales, separados por épocas y espacios definidos, encuentra un sólido punto de apoyo para sondear el enigma insondable del pedestal de María. Ella asombró a los descendientes de la tribu de los Laches. Ellos fueron en romería a postrase de hinojos ante la Madre Inmaculada, roca de la tierra de sus mayores.

jueves, 6 de agosto de 2020

Una promesa

Nuestra Señora de la Peña, Bogotá, 1685.


  
El tío Simón dos años mayor que la tía Regina, fue mercader en sus mocedades, y tuvo la dicha de hacer un viaje a Jamaica, de donde trajo unos cuantos pesos en ropas, y un surtido no menor de cuentos, aventuras y tragedias que todavía le dura y, según va, le durarán hasta que la parca le corte el hilo de sus días. Como entonces allegó algunos y no escasos bienes de fortuna, los afianzó en una hacienda de la Sabana y dos casas en la ciudad, con lo cual tiene para no pensar en trabajar, dormir como un lirón, comer cuanto le dan y salir a la tienda de un compañero de viaje a hablar de las muchas y singularísimas cosas que en él les acontecieron.

No hay hombre y de menos bilis que el tío Simón: bien le pueden decir que la casa se está quemando o que el supremo gobierno está haciendo de las suyas con sus propiedades, que el reconcomiéndose y descenizando su cigarro, dice con envidiable pasta: allá se las avenga; eso no es conmigo: ahí está Regina que es la encargada de afanarse por todo. Sin embargo, tiene un lado flaco que lo pone en más movimiento de lo necesario, y es la masonería, en la que se inscribió desde su aparición entre nosotros, y la que ha consagrado toda su atención. Además, como no hay mortal ninguno por más acorazado que esté con la indiferencia, que no encuentre dardos que le lleguen a el alma, él tiene el agudísimo de su hijo Aquilino, cuya suerte le lastima y, a quién ama, como aman los padres a sus hijos desgraciados.

Aquilino ni es alto ni pequeño, y su semblante, a pesar del desaseo y abandono tiene cierta expresión de dulzura que lo hace en extremo simpático. Su vestido se compone de un sombrero de paja hecho puntas y grasoso, un saco descolorido con los codos despedazados, los calzones comidos en la parte inferior, y los botines sin tacón, pero siempre bien embetunados en el frente. Cuando era niño todos presagiaban que andando los tiempos sería un Newton o un Cuvier, según su viveza y las muchas habilidades que comenzaba a dejar ver; y quien lo vea ahora y hable con él por primera vez, tiene que pensar que es portento: sabe desde pegar un plato, limpiar las manchas de la ropa e inventar específicos hasta hacer fulminantes y resolver la cuadratura del círculo con cuatro fórmulas diferentes. Si no fuera porque estamos acostumbrados a ver la suerte que los cabe a estos estudiantes de habilidades, pensaríamos que lo descaecido de Aquilino era efecto de los vicios; pero muy lejos de esto, es un hombre si no virtuoso, al menos no malo; y los vicios que se le puede acusar, y eso en sus actuales tristes circunstancias, son los comunes a la pobreza: si juega, es por tentar fortuna; bebe, por complacer a un amigo, y si enamorara es por matar el tiempo. Los buenos de sus padres, principalmente la tía Regina ha probado cuantos medios han podido darle una colocación honorable para que a la par muestre sus talentos,  le cobre cariño al trabajo: ora lo vemos de oficinista del Gobierno, y desempeñando tan bien el destino, que se atrae la estimación del Jefe y de los subalternos; es hábil pendolista y redacta una nota con tal tino como si llevara años estar empleado; pero cuando menos se piensa desaparece y no vuelven a saber de él hasta el cabo de tres meses, hay noticia lo han dejado en una montaña enfermiza buscando una mina de diamantes, sino una sustancia vegetal que reemplace a la quina, y que si la descubre, será  millonario; ora de dependiente de un mercader, que despedirlo porque no asiste al almacén, por estar en una platería ensayando reactivos químicos, y en una tintorería tiñendo unas plumas para el sombrero de Fulanita o haciéndole a Zutano una refacción en un cuadro de Vásquez; y ora por último, creyendo a la tía Regina que en una ocupación más en armonía con su afición, consigue que se fije en ella, logran que le den un puesto en unas minas de hierro. Se cree feliz y en vías de regenerarse cuando se encuentra entre máquinas y hornos; allí como en todas partes se hace el primero a poco tiempo; pero héteme que de la noche a la mañana le da por aprender latín para ordenarse y se viene a su casa a dar principio a lo que llama su verdadera vocación; y es lo peor que se vuelve sin blanca en el bolsillo; pues es tan maniflojo que real que llega a sus manos no tarda en gastarlo para obsequiar al primero que encuentra, con quien intima de tal manera, que después de referirle cuanto tiene en el pecho, acaba por dejarse matar por él si es necesario.

Conocidos ya los tres personajes más conspicuos de la ilustre casa de mis venerados tíos, daré principio a la relación que motiva el presente artículo.

-¿Qué habrá sucedido que hay tales gritos y carreras en la casa de la tía Regina? ¿Qué ha ocurrido?

-Pues que mi amo Pedrito se ha medio matao, y lo pior es que a yo me echan la culpa, me respondió la china, que sin mantilla y a todo correr salía huyendo la calle, cuando yo entraba.

Era el mes de marzo, y los cerezos de la huerta parecían doblar sus ramas por el peso de sazonadas y vistosas frutas. Los muchachos de la casa a quienes la tía Regina había prohibido coger una sola cereza para que enfermaran de disentería, reinante por ese tiempo en la ciudad, y que guardaba la llave de la huerta debajo de su colchón, no pudiendo resistir a la tentación de que se les vedase lo que tan provocativo se ofrecía a sus ojos, resolvieron robarse las llaves, y tomarse por asalto los cerezos.

Los dos mayores se subieron con ansiosa rapidez, y después de haber saciado y llenado los bolsillos, comenzaron a echarlos a los que quedaban en el suelo. Pedrito, niño avispado y travieso, instigado por la china para que le alcanzara un codiciable racimo que había en la extremidad de una rama, fue acogerlo, más rompiósele, y al suelo vino a dar.

-Se mató Pedrito. Exclamaron todos: se mató Pedrito repitieron madre y abuela cuando lo vieron desde el balcón tendido en el suelo y bañado en sangre. Feliciana con solicitud maternal vuela a él, y levantándole y estrechándolo contra el pecho dolorosamente, exclama: se mató mi hijo.

Mientras tanto la tía Regina, creyéndolo muerto, y que en lo humano no tenía remedio, se dirige al oratorio, y al pie del altar le pide con fervor al cielo la vida de su desgraciado nieto, y concluye ofreciéndole a la Virgen que si Pedrito se salva, irá con toda la familia a la ermita de la Peña a presentárselo, lo mismo que a los otros hermanos, y comulgar allí todos los de la casa.  Llena de fe salía del oratorio, cuando lo subían entre la madre y Aquilino, quien más veloz que el mismo céfiro, ya había ido dos veces a la botica y traído los medicamentos, que él sabía eran buenos para el caso; al verlos les dice: Pedrito no se muere; mañana estará bueno y sano. Y así sucedió, pues poco comenzó a volver en sí, y por instantes se notaba su reposición, la que todos, después de haber oído a la tía Regina, atribuyeron a milagro, menos el tío Simón, que buscado por toda la ciudad, le dijo a su esposa al oír lo que le refería llena de contento, con la indiferencia más glacial: conque milagrito tenemos, ¿eh? Entonces, ¿para qué me necesitan?, y volviéndoles la espalda, se encaminó prontamente para su cuarto.

Al día siguiente Pedrito ya corría y saltaba en la alcoba, donde lo tenían preso; y al verlo la mamá y la abuela, se congratulaban y se reforzaban en la idea del milagro, y en el comprometimiento que tenían de cumplir la promesa.

-Y es tan necesario cumplirla como que yo estoy debiendo otra que de tiempo atrás he hecho, para que Nuestra Señora me componga a este hombre de mi marido. Mira, Feliciana, que cada día está más echado a perder. Parece que la herejía le hubiera empedernido el corazón. Pero la Virgen me lo ha de componer.

Para una persona tan ortodoxa y tan de tuerca y tornillo en esto de la piedad como la tía Regina, debía exasperar el pensamiento de tener en su casa y como quien no dice nada, en su caro marido, un ser refractario a toda práctica religiosa; y más el apego a la masonería, en donde era tan puntual, que al dar las siete de la noche, se vestía el traje de pecar, como el sonriendo decía, compuesto de un gran capotón, sombrero enfundado, linterna y un respetable garrote de guayacán; y lloviera o tronará y por más que la tía Regina intentara oponerse, el, como si todo fuer con otro pausadamente llega a la puerta de la calle, y dice en alta voz: cuidado con echarme el palo, y cerrándola se endereza al taller, aunque sea a conversar con el hermano portero.

La tía Regina que sabía de buena tinta que los pasos que llevaba su marido eran de que se lo cargara el diablo, no dejó resorte que no moviera par separarlo de tan peligrosa senda, pero tal empeño era inútil, pues parecía que su descreimientos se aumentaba con cada día que pasaba. Por esto la tía Regina se colgó de las potestades del cielo, y entre lo mucho que pedía con ese objeto, en el rosario de por la noche rezaba tres padrenuestros por la conversión de un pecador que está en gran peligro de condenarse.

Llega por fin el día tan deseado de la promesa, y en todos los de la casa y hasta en los objetos inanimados se vislumbra el genio activo y movedor de la tía Regina.

A pesar de que desde ocho días antes se había ido aglomerando en un rincón de la despensa de dulce, cuanto se iba ocurriendo para que a lo último no se viesen en afanes, y al cabo no se olvidara nada, fueron tantos los regaños y carreras, y eso de tropezar en las puertas y quebrar lo que en las manos conducía, que semejaba una improvisación del momento.

Como era costumbre en la casa de la tía, lo mismos que en las santafereñas, los comestibles debían preparar en la casa y por las señoras, sin tener que apelar a los menjurjes de fondas y confiterías, que según decían, eran hechos con agua del caño y sobre el mostrador; así fue que la buena tía queriendo alardear en esa ocasión de lo mucho que sabía en el arte culinario, tan pronto como volvió de la plaza,  se vistió un traje más viejo que los que de costumbre usaba, se caló un gran chapeo de castor que fue de un su tío fraile candelario,  y haciendo cerrar la puerta de la calle para que nadie la importunara con las visitas, dio principio a la preparación de esos magníficos manjares, que de solo pensar ellos bostezo de debilidad.  Cosas era de verla sentada al frente de una mesita que solo servía para tales casos, que guardaba bien cubierta debajo de su cama, cercada de los nietos que con tanto ojo contemplaban el manipuleo, y también al menor descuido el uno cogía la cuchara de palo del ahogo, el otro un poco de masa para payasear lo que veía hacer, y al más chiquito, para que se entretuviese, le daba la china el sagrado cartapacio de las recetas. Estese quieto, le gritaba a aquel; no sea glotón a este; y la china: malvada, para que le das las recetas. Y poniéndose en pie y en actitud de suspender la tarea, dice: con muchachos es imposible. Afortunadamente Feliciana la sosiega alistándole cuanto necesita, y ordenando que lleve los niños a jugar con Copito, el perro de la casa, y que también hacia parte de los espectadores. Más los chicos iban volviendo uno tras otro y al poco se repetía la misma escena.

A pesar que se acostaron a las 12 de la noche, muy en contra de sus usos y costumbres, por dejar todo a punto de viaje, no eran las tres de la mañana cuando ya todos estaban de pie; y la tía Regina, como un hábil general el día de la batalla, recorre todos los puntos y señala cada cual el papel que ha de desempeñar, y el canasto y burujú que le toca conducir, por una sabia determinación se había despachado desde la víspera a dos de las criadas de más confianza, y al taita, Pacho, después de haber conseguido él la malva para los barrederos del horno y corrido más de cuatro veces de chite para caldearlo, se despacharon, digo, con las ollas de alto bordo y cuanto pudiera embrazar la ascensión fácil y rápida a la colina de la Peña. Por esto a las cuatro y media cuando aún brillaban las estrellas, y el sol a semejanza del tío Simón, roncaría como él a pierna suelta, se abrieron las puertas de la calle para dar paso, primero al perro Copito que hecho un gusto salía retozando con un objeto negro en el hocico, y en seguida los muchachos que con una ruana, corrosca, y el constitucional escobero de madera con cabeza de caballo de trapo, corrían para arriba y para abajo, y fingiendo escarceos y  corcovos, o, parodiando relinches, alborotaban a los vecinos; tras de ellos iban las criadas con canastos; esteras de chingalé y tapetes, cada cual con alpargaticos nuevos, enaguas sonadoras, y más contentas que si fueran a hacer reinas de la Trapisonda.

A un lado, camaradas míos, que salgo de brazo con mía tía, que va de gran sombrero cubano ya en estado de fosilización, dos pañolones, y lleva en la mano el manojo de las llaves de la casa. Mirando a todas partes, pregunta: ¿que se nos queda? Pues se iba a quedar nada menos que el tío Simón, que a pesar que su activa consorte le había llamado repetidas veces, y al fin quitándole las cobijas, estaba en paños menores dando vueltas por el cuarto, a guisa del que tiene que buscar algo no muy de su agrado. Reconociendo la tía Regina la persona que faltaba, nos suplicó a Aquilino y al que estas mocedades escribe, que fuéramos a sacarlo, pues si no, jamás saldría.

-Oh querido sobrino, me dijo al oírme, pues verme no podía por estar en cuatro pies buscando debajo de un canapé: en las que lo ponen a uno las mujeres. No ve usted: hace más de una hora que estoy buscando una bota que falta y no la encuentro.

Nos proponíamos a ayudársela a buscar, cundo llega una criada jadeante de correr, diciendo, mi amo Simón, aquí está la bota: Copito se la había llevado para la calle. Pongásela sumercé que allá abajo lo están aguardando. No tiene sino que está un poquito mojada, porque la tenía jugando en el caño cuando se la quité.

-Mujer de Dios, ¿así querrán que yo me la ponga? Esa sí que no. Díle a Regina que venga a ver que otras botas me pongo, aunque yo para pasear no me maño si no con estas.

Aquilino para evitar que subiera la tía y le dijese cuatro gordas, le sacó del ropero otras, que aunque no estaban muy sanas, sí podían servirle para que los pies jugasen con desahogo y no le lastimasen los muchos callos que no pocas veces le hacían salir de sus calillas.

Reunidos, pues, ya todos en la calle, se cerró la puerta, se le dieron dos buenos empellones para ver que no estuviera abierta, y desfiló la comitiva, ocupando la retaguardia la tía Regina y su amado sobrino, que a más de llevarla casi en peso y cargar en el bolsillo las enormes llaves de la casa, tenía que ir empuñando el monumental paraguas, para que la brisa de la mañana no constipara a quien estaba ya en la tarde de la vida.

Habíamos pasado del sitio denominado El Cedro, cuando oímos a alguna distancia y a la vanguardia de los nuestros tal algazara de perros y después de gritos, amenazas e insultos, que la tía sobresaltada, me dijo: es seguro que algo les ha pasado a los muchachos: corre a ver qué sucede, y desprendiéndose de mi brazo, me empujó como para darme impulso en la carrera que debía dar.

Pedrito, el aporreado, el de la promesa, iba delante de todos retozando con el festivo Copito, y cuando menos piensa salen de una choza tan feroces perros a morder a su amigo, que él, con arrojo digno de boletín, un buen canto y con certeza le da tal pedrada a uno, que poniendo los ladridos en las nubes, huye a ampararse de sus dueños, mientras otros enardecidos lo acosan con tan canina rabia, que no bastan a defenderlo ni lo escoberazos, ni el sombrero, ni los gritos que lanzan, y viene a tierra. Si Aquilino a todo correr no acudiera tan pronto, lo habrían despedazado, pero como para conseguirlo tenía que dar a diestro y siniestro a cuanto perro hallara, se formó tal Babel perruna, que al fin acudieron sus dueños, que eran unos esforzados picapedreros, y con buenas razones primero, y después con puños y palos salieron a la defensa de sus guardianes, hicieron con Aquilino lo que Pedrito con los perros. Cuando ya lo habían arrojado al suelo y le daban como a cuerpo ajeno, llegué, yo; y debido a que ellos me conocían, como también a lo adusto de la cara que yo debía llevar, sosegaron su encono, y con mal inventadas disculpas intentaron disculparse, las que yo di por ciertas y justas, tanto por no exponerme a seguir la misma suerte de Aquilino, como cortar inmediatamente la discordia y poder seguir nuestra marcha en santa paz.

Para no alarmar a la tía, hice que Aquilino se lavara la sangre que por boca y narices le salía, y se adelantasen con Pedrito a aguardarnos en la Peña.

Más que tristeza, aflicción me dio ver el estado ruinoso de las casas que cercan la iglesia; y las lágrimas asoman a mis ojos cuando entro a lo que fue casa del capellán, derruida y abandonada hoy, y en otro tiempo cuando con los míos pasé allí horas tan deliciosas, tan bella y tan pintoresca… ¡ah! Tal vez la casa no ha cambiado, lo que ha cambiado es el corazón y por esto me parece tan triste y ruinoso.

Los alegres cimbalillos anuncian que la misa va a empezar; y todos hasta el tío Simón, nos dirigimos a la iglesia; el a fuer de despreocupado, se pone a ver los muchos y los buenos cuadros que decoran las paredes, mientras la tía Regina y Feliciana, teniendo en brazos a dos de los niños más pequeños, y a los lados los mayores con sendas luces rezaban devotamente y en alta voz para que los acompañaran las criadas y uno que otro serrano que acudió a oír misa.

Como en esta clase de escritos se debe tratar de tocar lo menos posible las cosas santas, pues lo es justo que por darle variedad a un cuadro de suyo frívolo y mundano, se llegue hasta la profanación, solo diré, porque así interesa a mi objeto, que en el acto de la presentación de los niños a la Virgen, y después cuando la abuela, la hija y toda la servidumbre de la casa recibieron la augusta comunión, yo me sentí enternecido, y sin quererlo, volví la vista al tío Simón, quien con los ojos clavados en el suelo, daba muestras de sentir algo parecido a lo que yo experimentaba. ¡Cómo se pinta la felicidad del alma en el plácido semblante de todos cuando acabada la función, salen de la iglesia! Feliciana en medio de sus dos pequeñuelos, se acerca a su padre y le dice: padrecito, si supiera cuanto he rezado a la Virgen por usted.

- ¿Por mí? le pregunta el tío Simón alarmado.

-Simón, le dice su esposa poniéndole cariñosamente la mano en el hombro, ahora cuán dichosos somos, pero mayor sería nuestra dicha, si tú ... ¡Ah! pero la Virgen me lo ha de conceder.

El tío Simón inclinó turbado los ojos, y sin decir una palabra, se encaminó a la espalda de la iglesia, donde tocado de lo que acaba de   ver y oír, sintió brotar a sus ojos ya marchitos dos lágrimas, que eran como las mensajeras que anunciaban que su alma hasta entonces lóbrega y fría, comenzaba a calentarse por la luz de la verdad. Impulsado por su repentino deseo de desandar lo que por tantos años había malamente andado, escogió el momento en que el capellán iba a salir de la iglesia, para ir a él, y contarle lo que en su interior pasaba.

 Tan luego como la tía Regina y Feliciana lo vieron hablando con el capellán, adivinaron lo que ocurría, y no tuvo límites su contento; y cuando se separaron, esposa e hija corren a él, y abrazándolo y llorando de amor, lo llevan al pie del altar de la Virgen, donde conmovido y arrasados los ojos en lágrimas, hace una plegaria tan sentida, que el llanto corre por todos los semblantes.

Qué más fortuna podrían apetecer estas buenas mujeres que ver colmados sus deseos; por lo que en ese día ni una nube vino a toldar su felicidad, y en todas las fisonomías se pintaba aquella alegría que solo las almas virtuosas alcanzaban a disfrutar.

Era un encanto ver a la familia regada por las colinas cercanas, unos cogiendo ramas secas para llevar al fogón donde se hacia la comida, y otros buscando nidos de copetones y chisgas, y todos cogiendo uvas y esmeraldas. Mamá, mamá, gritaba un chiquillo entre el bosque, mire cuanta esmeralda. Al mismo tiempo otro con una brazada de leña se llegaba a la tía Regina, diciéndole: mama aguelita, pa que vea que yo si traigo.

Llegada la hora de comer se extendió un blanco mantel sobre la verde grama, donde se colocaron apetitosos manjares; y sentados todos en el suelo y en rededor y alumbrados por el sol arrebolado de la tarde, el capellán bendijo la mesa, y en animada conversación dimos fin a la comida: y cuando ya la noche se acercaba, descendimos de la colina, bendiciendo a Dios por habernos dado un día tan feliz.

Roque Roca y Roquete. (Seudónimo de Ángel Cuervo, bogotano).


Tomado de El Pasatiempo, periódico noticioso, industrial, científico y literario.   Bogotá, 22 de octubre de 1877. “Una Promesa”. Documento Biblioteca Nacional de Colombia.