Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“El Señor guarda a los
peregrinos”. Sal 145
Don Abelardo Montes Bernal detuvo su caminata por los jardines del
Noviciado de las Hermanitas de los Pobres de Zipaquirá para cumplir una cita
con la crónica. El venerable abuelo optó por sentarse en un quiosco, diseñado
especialmente para los residentes, a conversar sobre sus ratos de infancia. El
tema de su nostalgia estaba asignado a su primer viaje a la casa de Nuestra
Señora del Rosario de Chiquinquirá,
A sus 85 años, los recuerdos le brotaron intactos de un ayer inolvidable
porque recién había hecho la primera comunión y estaba ad portas de cumplir doce
años, modelo del 38. La expectativa infantil, por ingresar a la usanza de sus taitas,
lo mantenía ansioso de participar en la gran aventura colombiana de la ofrenda.
El miércoles 6 de diciembre de 1950 su madre, doña Rosa María Bernal, le
contó que no soportaba las muchedumbres parroquiales porque en aquel tiempo
aumentaron exponencialmente. Su Santidad Pío XII, apenas un mes atrás, había
declarado el dogma de la Asunción de Nuestra Señora a los cielos y para colmo
de sus desavenencias con los tumultos el siete serían las vísperas por la
Inmaculada y el 16 la Novena de Aguinaldos y a renglón seguido las fiestas de
la promesa grande, el 26… La devoción de un gentío desbocado se desbordó por los
municipios aledaños. La dinámica del caos estaba injertada en el pedestre
movimiento mariano. Los empujaba la fuerza de la historia y la tradición
ancestral, herencia viva de sus mayores.
Los torrentes de labriegos de Cogua, Zipaquirá y Nemocón, en un exceso de
infantería cundinamarquesa, salían a las dos de la madrugada con un canasto de junco
al hombro repleto de víveres y coplas por los caminos de herradura hacia
Chiquinquirá. La incontenible falange estaba apoyada por los chalanes y sus
potros de finos bríos. Ellos seguían al mulo rucio de un gamonal liberal, al
que insultaban por cachiporro. El sujeto picaba los ijares del macho y haciendo
oídos sordos dejaba trotar al animal porque tenía ofrendas pendientes con la Reina
Morena.
La polvareda de alpargates y cascos llegó hasta el portalón de la quinta de
los Montes donde se planeaba el periplo, en circunstancias de multitudes. La
junta se ejecutó en el cálido rincón de su morada, la cocina. doña Rosa María y
la abuela paterna llamaron a sus tíos: Salvador, Rafael y Miguel a un concilio familiar.
Su padre, don Jorge Montes, no fue invitado porque estaba dedicado a los
negocios de la papa y se limitaría a cubrir parte de los gastos de la excursión.
Del renegrido recinto del humo y los chorotes de aluminio salió la decisión
unánime de llevarlo a la Villa de los Milagros. Tarea que implicaba la
planificación al detalle del desplazamiento.
La primera decisión fue la de ir el jueves para evitar los tumultos
dominicales, las aglomeraciones la incomodaban hasta el hastío. Mucho menos
pensar en trasladarse durante los festejos decembrinos de las fiestas y ferias.
La ratería de los “cuatro manos”, cacos foráneos, hacía de las suyas entre las
pertenencias de los ingenuos peregrinos.
La segunda era el pago de un juramento de Salvador a la Renovada por la
salud de uno de sus primos.
La asamblea se disolvió con la consigna de las tareas asignadas, el
recuento de los ahorros de la alcancía y la dicha para preparar las vituallas y
los ropajes. El solar quedó sumido en una actividad singular. Cada movimiento
tenía una misión logística que se prolongó con las rutinas vespertinas de la
solariega estancia. El cesto del fiambre fue aperado con dos gallinas gordas,
papas saladas, mogollas chicharronas, huevos cocidos, gaseosa colombiana y
caramelito rojo.
La madrugada campesina, antes de que cantara el gallo saraviado, resultó
agitada en la vereda Rodamontal de Cogua. Había prisa por coger la trocha y
llegar presto a la estación de El Mortiño, antes de la seis de la mañana para
comprar el tiquete cuyo costo era de 2,50 pesos por cabeza. La fila los llevó
en orden familiar al abordaje del vagón en el Ferrocarril Central del Norte,
tirado por una locomotora de vapor. Unidad fabricada por Baldwin (1921) en
Filadelfia (EUA) y que todavía fatiga a esos rieles del Tren de la Sabana. (Hoy
número 8. Tipo 2-6-0).
Los gritos del palafrenero y un pitazo largo por parte del maquinista se
unieron a la partida de siete vagones hacia Nemocón y a una serie de paradas.
Las estaciones cumplieron su trajín con los pasajeros en Mogua, La Laguna, El
Crucero, Lenguazaque, El Rabanal, La Isla-Guachetá, Venecia, Puerto Robles,
Guatancuy, Fúquene, Guachetá, Susa, Simijaca y Chiquinquirá. En la tierra de
María desembarcaron a las 9:00 a.m. con el menester de hallar un desayuno para ser
digerido por estómagos entrenados para engullir. Los platos enormes y típicos
rebosaban de colesterol y caldo de costilla, changua, calados, chocolate
santafereño, almojábanas, queso, tamal tolimense, masato, jugo de naranja y
cotudos.
La función bromatológica fue asumida por el tío Rafael. Él, a dos cuadras
del parque David Guarín, encontró el restaurante para saciar la voracidad de la
comitiva. Al ordenar las viandas oyeron pitar al convoy que llegaba de Barbosa
(Santander) con más romerías hambrientas de prodigios y bendiciones.
La rutina de los penitentes continuó con un paseo por la Plaza de la
Libertad antes de ingresar a la basílica para confesarse y escuchar la misa de once,
objetivo y fin del encuentro con Jesús en los brazos de María Santísima, la
Señorita de Chiquinquirá. Al terminar la eucaristía, don Salvador logró hablar
con fray Andrés Mesanza, O.P., que llevó al cumpleañero ante el baldaquino de
la Patrona. “Fuimos y vimos a la Virgen en su altar. Había cincuenta velones alumbrando
a la Rosa del Cielo”, rememoró con una sonrisa de alegría.
La salida del templo desató la compra casi compulsiva de escapularios,
medallas, novenas y vitelas, bendecidas con la voluntad de Dios, para llevar de
regalo a los vecinos y familiares que no participaron del periplo sagrado.
La tía Uvita se fue al despacho parroquial para pagar unas misas en acción
de gracias y de paso comprar un ejemplar del periódico del santuario, el famoso
Veritas. Edición censurada por el
gobierno conservador de Laureano Gómez, cosas y casos del país. El rubro de los desembolsos se extendió a los plátanos y
mangos ofertados en los toldos de la plaza por los comerciantes de Puente
Nacional.
El sorteo del almuerzo le correspondió al señor Miguel que de inmediato
contrató un camión para que los llevara a Ráquira, el pueblo de los olleros
muiscas.
Allí, en un potrero de ceba junto al río, se sentaron a manteles y dieron
buena cuenta de las pezuñas de marrano, las papas chorreadas, la sobrebarriga
al horno, el cordero asado, el ají, la yuca, los nabos, los cubios gruesos, el
refajo, la chicha y los bocadillos de Guavatá.
Cumplido el ritual del sosiego campestre volvieron a la Ciudad de los Poetas
en un Expreso Saboyá que los dejó en la estación a las 5:30 de la tarde con un
costo de 1,50 pesos de pasaje per cápita.
El boleto fue pagado con protestas a la usura, era el precio del afán.
Las cuotas quedaron consignadas en el haber de las almas alegres, la manda
cumplida y la necesidad del retorno dormitando en las sillas de los cómodos coches.
Mientras, los músicos ambulantes ofrecían serenatas por cincuenta centavos a
los novios que regresaban de pedir un santo matrimonio a la Madre de Dios. Así
lo cantaban por mandato de los acordes de la guabina chiquinquireña. Todo por
María, dijo Montes, “porque en esa época sí había gente que sí creía en la
Virgen Santísima”. Don Abelardo se
incorporó, saludó a la estatua de la Chinca y se fue, apoyado en su bastón, a
tomar las onces.